lunes, 28 de diciembre de 2020

Once aldeanos

En 1898, un grupo de jóvenes estudiantes ingleses, aficionados a aquel nuevo deporte que pretendía hacerle la

competencia del rugby en la vieja Gran Bretaña, decidieron fundar, en la capital de Vizcaya, un club de fútbol al que bautizaron como Athletic. Sus primeros partidos, en la bautizada como campa de los ingleses, atrajeron la atención de un centenar de vecinos que se acercaban, curiosos, a visionar aquel extraño deporte que se jugaba con los pies.

No tardaron los ingleses en dejar paso en el club a los jugadores nacidos en la tierra. La pasión por el fútbol fue tal que no hubo un joven de la zona que no quisiera formar parte de aquel equipo que había adoptado los colores azul y blanco en honor al Blackburn Rovers inglés. La popularidad del juego fue tal que el club se vio obligado a construir un nuevo campo de juego donde pudiesen acudir los miles de fieles que querían ver al equipo cada mañana de domingo.

Desde 1913, el Athletic Club de Bilbao, jugó todos sus partidos como local en el bautizado como Estadio de San Mamés. Con motivo del juego practicado en sus orígenes, el Athletic se convirtió en un equipo aguerrido de juego directo y eficaz, al más puro estilo británico. Aquella manera de jugar con todo y sin red les valió ganarse el sobrenombre de "leones". Con ello se hacía hincapié de la fiereza de los once tipos que vestían una casaca que había tornado en roja y blanca. Bandas de sangre y pureza.

La fama del equipo, lograda a base de victorias, le situó en el altar de los clubes más valorados del país. Suyo fue el primer doblete del fútbol español y solamente la guerra civil que estalló en España en 1936 fue capaz de frenar el ímpetu de un grupo dispuesto a escribir una historia con letras de oro.

Tras casi dos décadas de deriva institucional, el Athletic decide poner su futuro en manos del visionario Fernando Daucik. El entrenador húngaro, que había llegado a España de la mano de su cuñado Ladislao Kubala, había sido artífice desde el banquillo de exitoso Barça de las cinco copas. Entre sus ideas revolucionarias, había importado la figura del falso nueve que en la Hungría de los cincuenta había encarnado Hidegkuti y que Kubala había perfeccionado con la camiseta del Barça.

Entre sus arduas tareas, le tocó reconducir la transición entre la segunda delantera histórica y una nueva hornada de jóvenes que apretaban desde atrás. Aquella delantera histórica que los viejos de lugar recitaban de memoria y que formaron Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza tuvo que dejar sitio a los Uribe, Aguirre o Artetxe que ya brillaban en el segundo equipo.

La dupla Panizo y Gaínza ha sido, hasta la fecha, la que más alegría, en concepción de fútbol bonito hablando, ha dado a la afición del Athletic de Bilbao. Eran dos jugadores excelsos que se entendían simplemente con mirarse. Por ello, la transición fue difícil en cuanto a Panizo se le acabó la magia con los años y Gaínza hubo de verse solo ante la apabullante juventud que pedía paso de forma descarada. Lo que algunos pensaron que duraría una eternidad apenas tardó en cuajar en un equipo inolvidable. Primero se ganó la copa del Generalísimo de 1955 con un solitario gol de Uribe ante el Sevilla, después vino el doblete de la siguiente temporada y en Bilbao se tuvo la sensación de que se volvía a ser todo lo grande que los más viejos habían augurado durante épocas anteriores.

Los días de vino y rosas se extendieron más allá de las fronteras de España. El equipo fue recibido por el Papa Pío XII quien les dio la bendición, uno a uno, a todos los jugadores de la plantilla. Era un grupo feliz, conjuntado, una tropa que jugaba de memoria. Quedaba el asalto a Europa y estaban dispuesto a emprenderlo como la más bella de las aventuras.

Primero cayó el Oporto. Los portugueses eran un buen equipo, rivalizaban en su país con un Benfica emergente e intentaban poner a Portugal en el mapa futbolístico europeo. Después cayó el Honved de Budapest y aquello fueron palabras mayores. Era el equipo de Puskas, de Bozsik, de Czibor y de Kocsis. Era un equipazo en toda regla, herederos de la fabulosa Hungría que había dominado el continente con puño de hierro durante el primer lustro de la década. Fueron dos partidos a cara de perro que el Athletic se terminó llevando por convencimiento, algo de suerte y puro fútbol. Porque era un gran Athletic, un equipo que competía hasta el tuétano y un grupo de amigos que soñaban muy fuerte.

El siguiente escollo era el Manchester United. Se había cambiado el año y el mes de marzo era frío como en la misma Siberia. Bilbao amaneció nevado la víspera del partido y no dejó de caer nieve hasta el día después del épico encuentro. En San Mamés se vivió el que posiblemente sea el partido más memorable de su historia. El Athletic ganó por cinco goles a tres a un fabuloso equipo inglés capitaneado por Duncan Edwards y donde un incipiente Bobby Charlton hacía sus primeros pinitos. Nadie dudaba entonces de que aquel joven equipo sería algún día campeón de Europa.

Aquel fragor guerrero lo confirmó el United en el partido de vuelta. Con Old Trafford entregado a sus chicos, el Manchester arrolló al Athletic y le dejó sin el sueño de las semifinales. Tan solo el gran Real Madrid, el mejor equipo del mundo, pudo frenar a los descarados ingleses. En Bilbao quedó la sensación de oportunidad perdida y el recuerdo imborrable de dos tardes de fútbol completamente espectaculares.

Aquel partido significó el canto del cisne de un equipo que había nacido hambriento y terminó muriendo henchido de éxito. Han pasado sesenta años y el Athletic no ha vuelto a llegar tan lejos en la máxima competición. De repente, parecieron irse las musas. Se acabó la bendición papal y el equipo inició una cuesta abajo que terminó con la destitución de Daucik y el fin de un ciclo casi irrepetible.

Baltasar Albéniz, hombre de la casa, se hizo cargo del equipo empezado el año 1958. Las cosas iban mal y se hicieron esfuerzos para enderezar el timón. A pesar de los recientes éxitos, el público seguía añorando a Zarra. Había tipos con una extraordinaria visión y movilidad, pero no había goleadores tan excelsos como el viejo Telmo. Gaínza, que permanecía en el equipo a pesar de su veteranía, trataba de imponer su jerarquía, pero estaba lejos de ser el decisivo extremo que había vuelto locos a todos y cada uno de los defensas del fútbol español. Para colmo, la depresión se ahondó al verse el equipo hundido en el pavor que generó el accidente aéreo que terminó con la vida de la mitad de la plantilla de aquel Manchester que les había apeado un año antes del sueño europeo.

Se intentó enderezar el rumbo y se consiguió a medias. El equipo terminó sexto en liga y se centraron los esfuerzos en la copa, cuyas últimas rondas se jugaban una vez concluido el campeonato doméstico. El déficit económico había obligado al club a afrontar una temporada sin refuerzos. Habían subido chavales del filial, pero no habían sido todo lo fiables que se había supuesto. El equipo, pues, estaba en la manos de la magia de Uribe y Aguirre, dos tipos excelsos que jugaban por detrás del delantero y aportaban fútbol y goles. Fue por ello que, con la Copa por delante, ellos se vieron obligados a dar un paso al frente y tomar las riendas del equipo de cara a salvar la temporada.

Los rivales se fueron convirtiéndose en más difíciles a medida que avanzaban las eliminatorias. Primero cayó un buen Celta, al que eliminaron por un cuatro a cero en el global de la eliminatoria. Después cayó un Las Palmas que se estaba convirtiendo en un equipo muy difícil, pese a ello, el Athletic se llevó la eliminatoria por un global de cinco a cero. Por último, y como penúltimo escollo, quedaba el gran Barcelona de Kubala y Luis Suárez. El Athletic ganó dos a cero en San Mamés y refrendó su buen momento con un tres a cuatro en el Camp Nou. El pase a la final fue celebrado como un premio mayor. Esperaba el Real Madrid, el mejor equipo del mundo, quien no jugaba una final de Copa desde hacía once años.

El partido supondría, pues, la reedición de uno de los grandes clásicos del fútbol español. Ambos equipos se habían enfrentado en tantas ocasiones que se conocían casi de memoria. Si en los primeros años del fútbol patrio el Athletic había sido el equipo dominante, ahora era el Real Madrid el auténtico coloso casi imposible de batir.

El Athletic era el equipo con más copas en su haber, sin embargo, en aquella ocasión, su clasificación para la final se había considerado como una auténtica sorpresa. Nadie había esperado que el equipo que tan irregular marcha había seguido en la liga, se hubiese de plantar en la final de la Copa del Generalísimo. La Federación, por ello, y previendo que quizá no fuesen muchos los bilbaínos que viajasen para asistir a la final, dañados en su ánimo por la debilidad moral del equipo, propuso el Metropolitano como escenario de la final.

La fecha fijada para la misma es el veintinueve de junio, onomástica de Pedro y Pablo. Día festivo por entonces en España y día en el que resto del mundo estará pendiente de lo que ocurra en Estocolmo pues allí terminarán jugando la final del mundial la anfitriona Suecia contra la maravillosa Brasil. Aquel mismo día, además, el Barcelona jugará contra el Enschede el partido que servirá como homenaje al mítico extremo Estanislao Basora. El monstruo de Colombes.

En España, que la fecha coincidiese con la disputa de la final del mundial de fútbol daba un poco igual. Nuestra selección no se había clasificado para la fase final a disputar en Suecia y los organizadores de la federación habían pensado que, estando fuera de la competición el equipo nacional, a nadie le interesaría lo que ocurriese en Estocolmo un sábado cualquiera junio. Allí, como única representación española, estaría el juez de línea Don Juan Gardeazábal quien, entre carrera y carrera, disfrutaría desde la banda de los malabares de ese joven prodigio al que llamaban Pelé.

El Real Madrid, que venía de ganar liga y Copa de Europa, iba lanzado a por el triplete. El partido era un clásico, sí, pero el favoritismo caía, principalmente, de un solo lado. Aquello, sin embargo, no amedrentó a los dirigentes del Athletic. Sabedores de que tenían que aceptar Madrid como imposición directa al tratarse de la ciudad residencial del dictador Franco, en una bilbainada digna del mejor león, solicitaron el estadio de Chamartín como escenario de la final. "Vamos a ir a Madrid, vamos a jugar en Chamartín y vamos a traer la copa a Bilbao". Ni los más optimistas podían creer en aquella fanfarronada.

Los antecedentes no eran nada halagüeños. En liga, el Madrid había ganado por seis a cero como local y por cero a dos en San Mamés. Profanar aquel templo no era nada fácil en la época, pero el Madrid era mucho Madrid. Era el equipo que terminaba sus alineaciones de Di Stefano, Puskas y Gento. Canela fina.

En aquella época, el término Athletic estaba prohibido en España por ser considerado anglosajón. Llamar Atlético de Bilbao al equipo era la manera correcta de mostrar españolía y majestuosidad en el hablar. Pero ellos siempre fueron el Athletic en el corazón y en la memoria. Con aquella reivindicación, miles de bilbaínos invadieron Madrid y se abocaron a aquella tradición que decía que había un día cada mes de junio que Madrid se llenaba de vizcaínos. Por algo les llamaban "El rey de copas".

El partido sería televisado para Madrid. Era aún una televisión pública en pruebas y no había suficientes repetidores como para emitir la señal a toda España. Así pues, todos los bilbaínos que no hubieron conseguido entrada habrían de seguir el partido pegados al transistor.

En la previa, el Atlético le gana al Alicante por dos goles a uno la final juvenil. El público, inquieto ante un comienzo que no llega, se divierte a regañadientes con el espectáculo de veintidós chavales que sueñan con ser algún día futbolistas de verdad. Pero las estrellas de la noche son otras. El Madrid forma con Alonso, Atienza, Santamaría, Lesmes, Santisteban, Zárraga, Joseíto, Mateos, Di Stéfano, Rial y Pereda. Son bajas Kopa y Gento por lo que el equipo se verá obligado a atacar por el centro. Son los dos mejores extremos de Europa y los defensas del Athletic respiran aliviados ante su ausencia.

El Athletic, menos técnico pero con más brío, forma con Carmelo, Garay, Orué, Canito, Mauri, Etura, Artetxe, Marcaida, Arieta, Uribe y Gaínza. Eran once chicos nacidos y criados en Vizcaya. Once chicos de la tierra. Once hombres de casa.

La identidad, algo tan apropiado para afrontar los mayores retos, les estimuló el nervio. Aquello sirvió para que saliesen sin miedo a competir. La premisa táctica la tenían clara; repliegue y contragolpe. Y la manera de ejecutar el plan, también; velocidad y brío. A partir de ahí, balones largos a Arieta y Uribe guardando la espalda con Etura y Mauri. Es el Real Madrid quien se ve sorprendido con el planteamiento. Lejos de replegarse, el Athletic se abalanza a por cada balón. La presión asfixiante se traduce en dos robos y en dos buenas ocasiones que los bilbaínos fallan en los primeros minutos de encuentro.

Pasado el cuarto de hora, Alonso salva un gol con una parada espectacular pero el infortunio del Athletic dura poco. Se acerca el ecuador de la primera parte cuando Gaínza recibe el balón en el costado izquierdo. Atienza no le aprieta por lo que tira un centro medido a la cabeza de Arieta quien remata con todo al poste. Parecía una ocasión marrada más, pero la pelota hace un efecto y termina en la portería del Madrid. 1-0. Salta la sorpresa.

Apenas tiene el Madrid tiempo para reaccionar cuando Uribe gana la pelota por el otro costado y la tira hacia atrás, rasa, para la llegada de Etura quien la pega con el alma al fondo de las redes. Corría el minuto veintitrés y la final se ponía cuesta arriba para los propietarios del terreno. Y aún pudo ser peor si Arieta acierta con un nuevo mano a mano que salva Alonso cuando la mitad del estadio ya celebraba un nuevo gol.

Había sido una media hora esplendorosa. Un tiempo que en Bilbao se recordará durante muchos años y que, las generaciones, irán mitificando haciendo creer que el equipo pudo ir ganando por diez al final de la primera parte. No fue tanto, pero sí fue primoroso. Y si se recuerda con tanto entusiasmo es porque lo que vino después fue mucho peor. El Athletic se echó atrás, presto a guardar la ropa. El Madrid, sorprendido, se quedó sin ideas. Ni siquiera Di Stefano era capaz de cambiar el rumbo. En Bilbao, mientras tanto, miles de ciudadanos festejaban en silencio pegados al transistor y preguntándose si el tiempo seguiría pasando tan despacio antes de que el árbitro señalase el final del partido.

La superioridad del Athletic se hacía patente en cada lance. Quedaba claro que el partido había sido estudiado de antemano. Dos contra uno en cada acción, mucho sacrificio y movilidad arriba. En este aspecto destacó Arieta, con un partidazo soberbio. Tal fue su actuación que el encargado de marcarle, Santisteban, terminó siendo pitado por su propio público. Nada que hacer contra él. Si aparecía en el centro del campo, Santisteban siempre llegaba tarde, si aparecía en el área, era siempre ganando la espalda de Santamaría. Ambos soñaron durante meses con el ariete vasco.

Desesperada la retaguardia blanca y con Zárraga desaparecido, el Athletic se dedica a contener el partido y lo hace de una manera cómoda. Garay, Artetxe y Mauri forman un muro y, con la ayuda de Canito, forman una línea de cuatro que ahoga a Di Stefano y Rial, los encargados de generar el juego de ataque, quienes se ven siempre en inferioridad contra los defensores vascos.

La segunda parte apenas ofrece emoción. El partido se va apagando, poco a poco, mientras languidecen las estrellas madridistas y se crecen, en defensa, los bizarros vizcaínos. Carmelo se dedica a perder tiempo, el público madridista pita, a su equipo y al propio Carmelo, el equipo responde con patadas a destiempo y Gaínza, sabedor de que el honor de recoger la copa será suyo, pide la pelota para hacerse dueño del último momento de gloria.

¡Qué grandes somos! Le gritó Artetxe a Gaínza cuando buscó el abrazo del capitán una vez hubo finalizado el partido. Más tarde, ya en frío, el propio Artetxe reconoció que había sido un partido mucho más fácil de lo esperado. Aún así, en el saludo final, Di Stéfano, que había jugado uno de los partidos más incómodos de su carrera, le confesó al propio Artetxe, dolido por la derrota: "No jugáis a nada". "Sí, pero os ganamos", le contestó este.

No fue del todo cierto que el Athletic no jugase a nada. Aquella tarde jugó una primera media hora fantástica. Luego, cierto es, se dedicó a dormir el partido. Una hora de juego trabado que quedó en la memoria de los frustrados perdedores. Cuando subió al palco a recoger la copa, Franco le dijo a Gaínza: "¿Otra vez usted por aquí?". El capitán sonrió y levantó el trofeo. Se convertía en el futbolista con más copas de España de la historia. Un hito aún no superado en la actualidad.

Aquel triunfo significaba el séptimo entorchado del Piru y la tercera copa ganada por el Athletic en la década de los cincuenta. Con ella, el palmarés subía a veinte. Y todos querían más. La algarabía por la gesta se plasmó en un recibimiento apoteósico nada más pisar el equipo tierra vizcaína. Unas horas antes, haciendo parada y fonda en el burgalés pueblo de Ojeda, el presidente, Enrique Guzmán, les hizo saber que eran héroes y que como tal les iban a recibir.

El Alirón se escuchaba en las calles y plazas. Bilbao se echó a la calle, la ría se llenó de barcos pintados de rojo y blanco y muchos llegaron a exclamar que ellos eran los auténticos campeones de Europa. Les alimentaba el ánimo la legitimidad de saberse vencedores en su último duelo ante el campeón continental. Enrique Guzmán, desde el balcón del ayuntamiento, tomó la palabra:

- ¡Con once aldeanos les hemos pasado por la piedra!

Once chicos de Vizcaya habían reescrito la historia. Once hombres del Athletic habían levantado un país.

- ¡Hasta el año que viene!

Aquel saludo de despedida, tan cargado de promesa y voluntad, terminó convirtiéndose, con el tiempo, en una losa casi imposible de cargar. Aquel "hasta el año que viene" se alargó tanto que muchos aficionados llegaron a creerse malditos por algún capricho del destino. El Athletic, quien hasta entonces llevaba impreso en su razón de ser, el sobrenombre de "Rey de Copas", tardó ocho años en volver a disputar una final y once en total hasta que volvió a salir victorioso. Entonces ya no quedaba ningún aldeano de los que habían derrotado al gran Real Madrid de Di Stéfano. Aquellos once aldeanos que escribieron una bonita historia y dieron paso a una coplilla que, durante años, se tarareó por los alrededores de San Mamés en víspera de gran partido:

"Ya te lo dije, hermano. Que las cosas no están mal. Para ganar la final, nos basta con once aldeanos".

viernes, 18 de diciembre de 2020

Cobardes

Los políticos de la oposición les llaman cobardes por su acción: Paralizar desahucios, prohibir apagones,

prorrogar los ERTE, aprobar la ley de la eutanasia, intentar legislar sobre las casas de apuestas, dar luz verde a una ley de educación que apuesta por la escuela pública, aumentar el gasto en sanidad... Por estas y otras medidas llaman cobarde al presidente del gobierno por, según ellos, estar condicionado por los caprichos de Pablo Iglesias. La gasolina se la dio María Jesús Montero cuando, en los pasillos del congreso, le espetó al vicepresidente segundo aquello de "No seas cabezón". Un cabezón que intenta legislar para que las clases pobres tengan oportunidades. Siganles llamando cobardes.

Porque yo se lo voy a llamar. Le voy a llamar cobarde por no tener las agallas de agarrar la situación por los pelos y prohibir las reuniones sociales, nada de diez personas, sólo convivientes, nada de viajes, cada uno en su casa y Dios en la de todos. Le llamo cobarde por el perogrullo de no ser valiente, de salir al estrado y decir que este es un problema de cada Comunidad y que cada Comunidad se las componga. No señor. Está muriendo gente y en su DNI no indica nacionalidad madrileña, ni catalana, ni murciana. Esto es un problema de país y el gobierno debería tomar las riendas, porque no se trata de salvar la Navidad, dejémonos de eslóganes, se trata de salvar a la gente de tu país.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Fiestas en soledad

Mucha gente va a llegar a creer que dejar a sus padres solos en las noches festivas de Navidad es un acto

de crueldad, pero igual es el acto de amor más absoluto que les han demostrado en la vida, porque nuestros padres, poseedores ya de una edad, entran dentro de ese rango tan manido en las noticias y, sin embargo, tan preocupante para la sociedad, que se llama personal de riesgo. Porque si te paras a pensar, igual es mejor una noches solos que varias acompañados que una noche acompañados y el resto de tu vida verte solo sin ellos. Puede que mi reflexión sea demasiado tremendista, pero me da que más de uno va a terminar el año con una sonrisa de satisfacción por creerse miembro de la familia más unida del mundo e igual comienza el nuevo año con un llanto por saberse huérfano de las personas que más quería.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Dinero por salir en la tele

En el hospital de Getafe, ciudad en la que vivo, hay cinco plantas y no puedes subir más arriba de la tercera. En el Infanta Leonor, de las cuatro torres paralelas, una de ellas está inutilizada, en el mismo hospital hay dieciséis camas UCI sin utilizar. En el Infanta Sofía la última planta se utiliza como almacén. Hay decenas de hospitales en Madrid con plantas cerradas, camas inutilizadas y UCI's sin aprovechar, pero nos gastamos cien millones, con el doble de sobrecoste, en un hospital que se va a utilizar muy puntualmente sólamente para salir en la televisión. Gestionando que diría ella. Disparando con pólvora del Rey, como les gusta hacer a los de su partido.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

No lo quieren entender

Hay gente que vive pegada a su propio ombligo, que la realidad no es más que un día a día consigo

mismo, que no dejan que la verdad, esa cruda consejera del destino que habita ahí fuera, les estropeen los planes, que no quieren que las consignas lleguen a sus oídos pues prefieren ser sordos o ciegos antes que lúcidos y comprensivos. Porque no lo quieren entender. Porque prefieren vivir ajenos al mundo, de espaldas al noticiario y con los ojos cerrados ante la muerte. Prefieren ser kamikazes, dibujarse una sonrisa forzada y, lo que es peor, jugar a dar lecciones de dignidad al resto del mundo.

¿Acaso creen que a mí no me gustaría dar rienda suelta a mis planes y conciliarme conmigo mismo alegrando la vida a quienes me rodean? ¿Acaso piensan que todos los besos que me han robado los tengo en el cajón del olvido y que vivo impasible ante la falta de contacto? ¿Acaso llegan a suponer que mi decisión es fruto de la desidia en lugar de ser preso de la responsabilidad?

A todos nos gusta vivir acorde a los cánones de felicidad y bienestar que dicta la sociedad. A todos nos gustaría quitarnos la mascarilla, abrazar a nuestros padres e incluso compartir una botella de vino con quienes creemos que nos han marcado el devenir. A todos nos gustaría hacer planes y pasar la Navidad en familia, como siempre. Pero preferimos atarnos las manos, cerrar la boca y dejar que se escape la lágrima, porque una cosa es arriesgarse a celebrar como siempre y otra, más grave, es no volver a celebrar nunca.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Tomar por el pito del sereno

Durante el siglo XVIII comenzó a hacerse popular, en las ciudades españolas, la figura de un vigilante nocturno que se dedicaba a cantar la hora y dar el parte meteorológico. Como quiera que la mayoría de las veces el cielo estaba despejado, dicho vigilante terminó cantando la hora acompañado de un "sereno" que se traducía tiempo tranquilo y que terminó convirtiéndose en el apodo por el que fue reconocida la figura.

El sereno hacía su ronda acompañado de un bastón y un silbato. Igual daba la hora y el parte que guardaba la llave de los portales de la zona para poder abrir las puertas a los vecinos que llegasen tarde a casa. El silbato lo utilizaba para avisar a las autoridades si se producía algún altercado. Sonaba el pito y la policía o los bomberos llegaban para detener a los alborotadores, apagar algún fuego o rescatar a algún ciudadano de su apuro.

Ocurrió que la mayoría de los serenos terminó por tomarse su trabajo demasiado en serio y fueron muy estrictos en su labor. Ante cualquier altercado, por ridículo que fuese, terminaban haciendo sonar el silbato. Igual que le ocurrió al pastor que engañaba al pueblo con la llegada ficticia del lobo, las autoridades terminaron por hacer caso omiso ante la llamada de atención del vigilante. Con el paso del tiempo, el pito del sereno dejó de ser considerado en serio y se convirtió en chanza para saber hacer a alguien que no le tendrían en consideración y que no valorarían ninguna de sus palabras o consejos.

lunes, 16 de noviembre de 2020

El discurso genocida

China ha vencido al virus después de un confinamiento estricto y ahora la economía del país funciona a

pleno rendimiento y aprovecha el parón del resto de economías, aún enfrascadas en una lucha sin cuartel contra sus propias contradicciones. Algo parecido empieza a ocurrir en Australia donde, después de una salvaje primera ola, decidieron que la segunda no les iba a pillar con las manos en los bolsillos y tuvieron a la gente en casa por espacio de dos meses. Sin hostelería, sin servicios no esenciales, sin movimiento por las calles.

Lo que está ocurriendo en España se parece más a un descalzaperros que a una política preventiva; nos estamos empeñando en salvar la economía dejando a la salud en un segundo plano cuando la verdadera razón de una política por la ciudadanía sería la de preservar la salud de su gente para, luego, reactivar el sector económico. Cada vez que escucho que nos estamos arruinando al tiempo que muere gente, pienso en qué clase de políticos tenemos capaces de priorizar que la gente pueda tomarse una caña antes de asegurar una cama en un hospital para aquellos que puedan caer enfermos.

A mí me gusta salir a tomar una caña, seguramente tanto como al que más, pero si somos conscientes de la realidad, si nos paramos a pensar un momento en lo que está sucediendo en el mundo, deberíamos tomar el camino de la precaución y, sobre todo, el de la salvaguarda, porque, ya que somos egoístas con nosotros mismos, no lo seamos con quienes nos rodean, porque todos tenemos padres y muchos tienen abuelos que, sin haberlo buscado ni deseado, se han convertido en verdadera población de riesgo.

Por ello, cada vez que escucho eso de que si no nos morimos del virus nos vamos a morir de hambre, pienso en que, quizá, sin cayese un meteorito sobre la tierra, desapareciese un continente y el invierno eterno nos cubriese con su amenaza de fin del mundo, serían muchos los que dirían que no nos pusiéramos a salvo pues los bares iban a cerrar y mucha gente se iba a morir de hambre. Claro, y más se van a morir si seguimos así, porque con este discurso genocida en el que se priorizan a los sanos sobre los enfermos, jamás terminaremos con el virus y jamás, como ya han hecho en China y Australia, volveremos a funcionar a pleno rendimiento que es, al fin y al cabo, el único objetivo que deberíamos tener en mente.

martes, 10 de noviembre de 2020

Bad


Cuando Michael Jackson abandonó a sus hermanos y se lanzó en solitario no fueron muchos los que auguraron un éxito tan descomunal. De repente se convirtió en icono y le bautizaron como rey del pop. Su album "thriller" le situó en la cima de la música y nos hizo a todos bailar como zombies poseídos. Fue un bombazo sin precedentes.

Para igualar lo anterior, Jackson se vería obligado a sacar un disco descomunal. Mucho se especuló sobre el mismo y muchos auguraron que, tras tocar el cielo, no sería capaz de llegar más arriba. Entonces llegó "Bad" y el subidón de adrenalina fue tal que fuimos muchos los que nos sumamos a sus bailes eléctricos, sus ritmos pop y sus agudos incansables. Bad, The way you make me feel, Dirty Diana o Smooth Criminal son hoy auténticos himnos de la música pop.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

El tío Julián

Son ya demasiadas las ocasiones en las que tengo que escribir un post para lamentar la pérdida de un

ser querido. Lo cierto es que la vida pasa tan deprisa que, cuando nos paramos a observar, nos damos cuenta de que nuestros mayores son cada vez más mayores y a nosotros mismos nos va atropellando el tren mientras intentamos llegar sanos y salvos a la siguiente estación. Lo cierto, también, es que al tío Julián aún le quedaban años de disfrute, que la vida, tan bonita en sus matices, es perra en sus caprichos y que nadie está preparado para afrontar la muerte de quien ha servido como ejemplo y guía espiritual.

Mi gran recuerdo de él tiene siempre el mismo escenario; el bar Rochano. Aquel lugar donde de pequeños buscábamos el afecto paternal y un refresco de naranja y, donde nos reuníamos cuando nos hicimos jóvenes inconscientes, y bebíamos más cerveza de la cuenta. Allí, mientras algún partido de fútbol refulgía en el televisor, se escuchaba la risa inconfundible de mi tío. Era imposible no reírse con él. Jamás he visto a nadie vacilar a los seguidores del Madrid como lo hacía él. Aquellos "Os podéis ir que ya no remonta", cada vez que perdían y el árbitro pitaba el final del partido o cuando repetían una ocasión fallada y decía "No, tranquilos que no va a entrar", se convirtieron en folclore popular para aquellos que deseábamos las derrotas blancas y encontrábamos en mi tío a nuestro mesías.

Pero no sólo de ver fútbol vivió mi tío. Hijo de una postguerra cruel y huérfano de padre a los ocho años, tuvo que aprender a ganarse la vida con los pies descalzos y los dientes ávidos de un trozo de pan. Aprendiz de carbonero y jornalero eventual, Madrid le dio la oportunidad que le negaba el pueblo y le enseñó un oficio. Durante años madrugó como el que más, puso un ladrillo tras otro y dejó su legado en las espaldas de un hijo que hoy puede mirarse al espejo orgulloso por ser quien es sabiendo lo que es gracias a quien lo es.

Su vida estuvo cargada de luces y oscurecida por sombras. Aquellos días en el río Bullaque, junto a otras siete u ocho familias, convirtiendo la compañía en su escenario habitual; inventándose canciones, contando chistes, poniendo motes, cazando cangrejos y friendo los pajaritos que cazábamos con la plomera. O cuando iba a trabajar con mi padre y me preguntaba si seguía llevando la L de novato pegada a la espalda. O esa risa inconfundible con un comentario suyo cada vez que te lo cruzabas. Pero también sufrió, y lo hizo porque tuvo como compañera a una mujer que no supo apreciar su valía y que hizo todo lo posible por alejarle de su familia. Fueron muchos los años en los que mi tío fue un comentario en casa a la hora de comer en lugar de una certeza o un abrazo real. Aquellos días en los que sabías que mostraba energía por fuera pero que debía llevar una procesión por dentro. Y fueron aquellas procesiones las que fueron acabando con su persona. Una vez le vi y ya no parecía él, a la siguiente ya ni siquiera reía y la última vez llegó incluso a comentar que prefería estar muerto. El dolor, la pena y la desgracia terminaron llevándoselo por delante y como todos sabemos que sólo muere quien se olvida, no hace falta más que recordar aquella risa alta y contagiosa para saber que el tío Julián va vivir durante toda la vida dentro de nosotros.

jueves, 29 de octubre de 2020

La fiesta de la vergüenza

Nos restringen la movilidad en horarios y fronteras, nos dicen que no podemos juntarnos en familia, nos

condicionan la vida con medidas que, las protestemos o no, son necesarias. Y yo lo acepto todo porque sé que lo más importante es la salud, que hay que quedarse en casa y moverse lo menos posible y reducir la vida social a la nada. Pero después de pedirnos a todos el mayor sacrificio de nuestras vidas, van ellos y se plantan en un evento social con ciento cincuenta invitados y hasta las tantas de la noche. Sin distancia, sin mascarillas, sin predicar con el ejemplo. Mira que no me gusta ser demagogo y odio caer en comentarios populistas, pero esta vez no me lo puedo aguantar: "Váyanse ustedes a la mierda".

lunes, 26 de octubre de 2020

Bicho malo

Reconozco que soy un miedoso y que tiendo al alarmismo. Uno de mis mayores defectos es más que mi

hipocondría, mi sugestión. A medida que siento un pequeño dolor o molestia tiendo a creer que tengo una enfermedad grave. Todo se debe al miedo a caer, a dejar de ser, a sufrir. Hace unos días me levanté con un dolor de garganta terrible, me dieron escalofríos y comencé a toser, lo peor de todo llegó cuando me subió la fiebre. Sinceramente, pensé que tenía el coronavirus y fueron muchos los escenarios que imaginé y ninguno era positivo. Finalmente, la PCR me devolvió un resultado negativo y los síntomas, que empezaron a disminuir; se fue la fiebre, el dolor y, poco a poco, la tos, me hicieron saber que mi diagnóstico era mucho más simple: un resfriado común. Eso sí, el miedo, el alarmismo y el temor no me lo quitaron nadie durante aquellos días de pesadumbre. Sigo aquí, enterito, de momento. Y es que dicen que bicho malo nunca muere.

jueves, 22 de octubre de 2020

La perla negra

El seis de enero de 1955, el estadio Metropolitano de Madrid se llenó para recibir al Sport Wiener Club austriaco.

No es que fuese un equipo temible el visitante, el acontecimiento, de carácter lúdico festivo, se celebraba para conmemorar los diez años de Adrián Escudero como delantero titular del Atlético de Madrid. El club local, engalanado para el homenaje, se vio reforzado con tres jugadores del equipo rival; el impetuoso Oliva, el raudo Molowny y el inconmensurable Di Stefano. Ver a Alfredo Di Stefano con la camiseta del Atlético de Madrid era un motivo más que suficiente para acercarse una fría tarde de invierno al Paseo de la Reina Victoria. Durante años, el Atlético había sido el equipo referencia de la capital, pero desde la llegada de la Saeta Rubia, había sido el Real Madrid quien había tomado el testigo de equipo campeón. No fue un gran partido aquel del homenaje a Escudero; pero valió la pena ver como, ante la omnipresente figura de Di Stéfano, se imponía el corpachón de un negrito desgarbado de andares imposibles. Bastó un quiebro a cámara lenta, un chotis de pelota plana y un centro por encima de la defensa para que los más nostálgicos sacasen los pañuelos y pidiesen puerta grande para quien otrora fuese su gran ídolo.

El Metropolitano, puesto en pie, despidió en el cambio a Larbi Ben Barek como un padre que despide a su hijo pródigo en su viaje hacia nunca jamás. Tantas tardes de domingo bajo el sol de Madrid, tantos goles, tantos triunfos y tantos sueños cumplidos merecían un reconocimiento a la altura de los mejores recuerdos. Aquella tarde no solamente sirvió de homenaje a Adrián Escudero, fue la tarde del homenaje tardío al futbolista de los mejores sueños atléticos durante su poco más de medio siglo de vida.

Larbi Ben Barek nació en Casablanca una soleada tarde de 1917. Jugaba al fútbol desde que empezó a andar; corría detrás de la pelota y su padre, necesitado de mano de obra, le obligaba a cargar sacos mientras él soñaba goles. Endureció sus piernas jugando en barbechos de tierra con los pies descalzos. Convirtió el amague en un arte y el regate en una costumbre para los días de fiesta. El caso es que, en algún rincón de Casablanca, todos los días eran festivo si jugaba al fútbol el pequeño de los Ben Barek. Cuando cumplió los dieciocho años y los edictos le señalaron como, oficialmente, una persona mayor de edad, el Club Casablanca le hizo debutar en la segunda división marroquí. La diversión continuaba; como Ben Barek nunca había entendido el fútbol como un compromiso sino como una fiesta, los agraciados espectadores pudieron disfrutar de un tipo que driblaba a medio equipo rival y marcaba goles a puerta vacía. Un año allí y el Club Casablanca ascendió a la división de honor marroquí y se plantó en la final de la Copa de Marruecos. Demasiado bonito, demasiado deprisa. La derrota en la final le enseñó a afrontar la vida con cautela y el fútbol con pasión. El poderoso U.S. Marocaine le incorporó a sus filas y el siguiente verano ya estaba celebrando el campeonato de liga. Era cuestión de tiempo que el joven Ben Barek deslumbrase al mundo. La oportunidad le llegó en un enfrentamiento amistoso entre Marruecos y Francia, su país protector. La victoria francesa por cuatro goles a dos quedó en anécdota ante la portentosa exhibición de Larbi Ben Barek. Dos goles, cien regates y mil detalles. Un emisario viajó a Marruecos y llamó a la puerta de la joven promesa del fútbol marroquí. "Trabajo para el Olympique de Marsella. Haz la maleta. Te vienes conmigo".

Y allí viajó Ben Barek; con la maleta llena de ilusiones y el sueño cumplido de jugar en Europa. Era el año 1938 y el Olympique organizó un encuentro amistoso contra el poderoso Racing de París. La presentación en sociedad de Ben Barek ante el público francés no pudo ser más asombrosa; goleada por cinco goles a dos y una actuación portentosa del delantero marroquí. En apenas dos días era el dueño de las portadas y en dos meses ya era el dueño de la liga francesa. La revolución en el juego pasó por sus pies, el histórico Olympique se convirtió, de la noche a la mañana, en el equipo al que todos querían ver. Era tal la belleza de su juego, que el prestigioso cronista Max Urbini llegó a bautizarle como "el poeta del fútbol". Y es que sus jugadas eran versos de autor y sus goles estrofas dignas de ser cantadas por la multitud. "La Perla Negra" dijo otro periodista. Una perla sin pulir pero de un valor bruto incalculable. Quilates de fútbol en botas de piel.

Francia lo incorporó a su selección en el otoño de 1938 y con ellos alargó un romance que duró quince años y dos meses. Nunca otro jugador disputó partidos vestido de bleu en un periodo de tiempo más largo. A los diecisiete partidos y tres goles anotados hay que sumar la expectación generada antes de cada partido. El viejo Parque de los Príncipes se llenaba de gente ávida por ver jugar al genio de Casablanca. Siempre dejaba algún detalle, siempre presto al espectáculo, siempre señalado como el máximo precursor de un juego que no habían conocido hasta entonces. Días de vino y rosas que se ensombrecieron de golpe cuando se tuvieron noticias del avance alemán sobre los países de la Europa del este. Hitler tenía hambre de imperio y en el viejo continente estalló una guerra que provocó la huida de millones de personas.

Uno de ellos, el futbolista Ben Barek, consiguió el salvoconducto y cruzó el mar para regresar a casa. Libre de una guerra que no había provocado, volvió a calzarse las botas de fútbol y volvió a hacer lo que más le gustaba: magia con el balón. El U.S. Marocaine vuelve a incorporarle a filas y Ben Barek responde con goles y títulos. Hasta cinco campeonatos de África del Norte consiguió el equipo de Casablanca antes de que rusos y americanos abordasen Alemania por ambos costados y se firmase el tratado que ponía fin a la guerra en la vieja Europa. Y fue entonces cuando el balón volvió a rodar por los prados europeos y fue entonces cuando las fronteras volvieron a abrirse para dar la bienvenida a equipos exóticos prestos a dejar un puñado de goles y un dinero en las resentidas taquillas. El Stade Français, equipo con glorias lejanas y presente ilusorio, confirmó la presencia del U.S. Marocaine el día que se abría la temporada postguerra de 1945. Y a Francia regresó Ben Barek para refrescar la memoria de aquellos que alguna vez le habían visto danzar sobre el césped. Regresó Ben Barek para volver a dejar su sello y el sello volvió a quedar impreso en una tierra francesa en la que volvió a quedarse para echar raíces. El Stade Français le dio un sueldo y un techo y, como aquel Olympique de años atrás, se convirtió, de la noche a la mañana, en el equipo de moda del fútbol francés.

Goles, regates y jugadas de ensueño. Y partidos amistosos contra los grandes de Europa dignos de museo. Uno de ellos le enfrentó al Atlético de Madrid de Helenio Herrera. El argentino, criado en Francia y curtido en campos de segunda, buscaba revolucionar el fútbol pero no encontraba una tecla sobre la que depositar su ego. Aquel Atlético en construcción fue vilipendiado por el Stade Français y desde aquel día, Herrera supo que para llegar a lo más alto, el equipo debía hacer un esfuerzo para contratar al negrito que les había mareado. O Ben Barek o nadie.

Y a punto estuvo de ser nadie. Nada más conocerse la noticia del interés del Atlético por Ben Barek, el propio Urbini publicó en letras grandes: "Vendan la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo. Vendan París. Pero no vendan a Ben Barek". Pero la oferta era irrechazable y el marroquí quería crecer. Había alcanzado la treintena y sabía que aquella era la última oportunidad de cazar un buen contrato. Corría el verano de 1948 cuando Stade Français y Atlético de Madrid llegaron a un acuerdo, lo que nadie se imaginaba era que el acuerdo con el jugador iba a tardar mucho más tiempo en llegar. Pasó el verano y empezó la temporada y en Madrid no se sabía nada de Larby Ben Barek. Llamaron a Francia y tampoco. Nadie lo había visto en Marruecos. Parecía habérselo tragado la faz de la tierra. Cuando las mofas y chanzas comenzaban a poblar los rincones del Madrid más futbolero, a la sede del Atlético llegó un telegrama: "Mi mujer ha fallecido. Tuve que volver a casa para buscar acomodo a mis hijos. Estaré allí dentro de dos días".

El catorce de septiembre de 1949 una delegación del Atlético, encabezada por el portero Marcel Domingo, amigo personal del jugador, acudió al aeropuerto de Barajas para recibir a Larby Ben Barek. Al tipo que vieron aparecer por la terminal le sobraban kilos y arrugas, pero en su sonrisa cansada se adivinaba un halo de ilusión. En su primera comparecencia ante la prensa fue explícito: "Me siento como un chaval de veinte años". Aquello parecía una bravuconada propia de un tipo que desconocía lo que le esperaba en el campeonato español; defensas aguerridos, sistemas defensivos complejos y centrocampistas con gusto por la velocidad. Pero el Atlético, que había perdido sus dos primeros partidos de liga, necesitaba a alguien que diese la vuelta a los malos augurios y disparase al equipo hacia los primeros puestos. Y el debut no fue lo que se esperaba. El equipo salió goleado de Sarriá y la gente quedó con la impresión de que se había fichado a un hombre mayor que solamente sabía trotar por el campo ¿Dónde está la perla? Se preguntó algún cronista. La mitad blanca de la capital salió a sonreir aquel lunes. La otra mitad, herida en el orgullo, agachó el cuello y guardó silencio mientras contenía su decepción.

Las expectativas habían sido altas, por lo que el Atlético ya había organizado un partido amistoso para presentar a Ben Barek en sociedad. El rival fue el Racing de Santander y el resultado fue de ocho goles a uno. Aquel día comenzó la historia que derivó en leyenda. Ben Barek bailaba en el campo; buscaba la pelota, la tocaba con suavidad, a veces driblaba, otras veces jugaba en largo y en dos ocasiones apareció en el área para hacer un gol. Los cronistas borraron con el codo lo que habían escrito con la mano y en pocos meses, la denostada delantera del Atlético pasó a ser bautizada como la maravillosa "delantera de cristal". Juncosa, Ben Barek, Pérez Payá, Carlsson y Escudero. Maravillosa porque gustaba del verso, del artisteo, del riesgo, de la genialidad. De cristal porque eran muchas las veces que maravillaban, pero pocas las veces que coincidían los cinco juntos sobre el terreno de juego. Siempre había una lesión, un contratiempo, una pequeña causa que les impedía comparecer en grupo ante la sociedad.

Pero el asombro era constante y el negro era colosal. El negro era Ben Barek, bautizado así por los castizos por su color de piel. Blanca sonrisa siempre presente, el negro del Metropolitano completó una magnífica primera temporada y voló en verano a Marruecos para meditar sobre el punto que sería capaz de alcanzar en la temporada siguiente. En la que se convirtió en su temporada de confirmación, el equipo comenzó perdiendo en Bilbao para ir remontando poco a poco sacando victorias imposibles en campos inaccesibles. Ben Barek era el jugador total en el que Herrera confiaba la suerte del juego. Disciplina, orden, esfuerzo y pocas contemplaciones con el rival; y el balón siempre para el negro. Desde la zona de tres cuartos, Ben Barek recibía, miraba y jugaba. Fluía el fútbol cuando el balón salía de sus pies, ganaba el equipo cada vez que asomaba media docena de veces por el borde del área.

La remontada comenzó en Mestalla. Después de unos primeros malos resultados, el Atlético asaltó Valencia y dejó seis goles en el zurrón visitante. Herrera, sometido a la crítica diaria por un sistema de juego demasiado heterodoxo, se quitó aquel día el lastre que le acusaba de ser un tipo frío y conservador y que aquellos valores los transmitía a un equipo plano y aburrido. Ben Barek, que había llegado al puzzle para convertirse en la pieza que hiciese encajar todo lo demás, no tuvo una fácil adaptación debido a su tendencia por el vedetismo. A menudo, los defensores, conocedores de que el carácter del delantero estaba forjado con sangre de horchata, le buscaban las cosquillas y le provocaban por lo bajini y con patadas a destiempo. Eran las tardes en las que Ben Barek desaparecía para volver a aparecer frente al micrófono de algún reportero y repetirle su mantra de que él había viajado a España para jugar al fútbol, no para disputar una guerra. Fue entonces cuando llegaron las palabras de Helenio Herrera al que, con el tiempo, terminaron llamando "El Mago". "Escúcheme. Usted se achica ante los fuertes y se esconde ante los rápidos. No pasa nada. Usted tiene talento. Le dejo achicarse y esconderse, pero a cambio, por favor, le pido dos hombradas por partido. Solamente dos". Pero fueron muchas más. Crecido en su ego por la confianza depositada, Ben Barek jugó al fútbol como los ángeles y bailó en el césped como un profesional del Bolshoi.

Aquel negrito gordo producía ternura y admiración por partes iguales. En un fútbol de ataque como era el de los cincuenta, Ben Barek entendió su rol y se dejó retrasar unos metros para convertirse en un exquisito medio creativo. De sus botas nacieron cientos de jugadas que morían en las redes contrarias previo pase en profundidad buscando las alas. Conformó una sociedad inolvidable junto a Adrián Escudero, el primer "Niño" del Atleti, que cabalgaba la banda izquierda como el gamo que busca una pradera infinita. Una sociedad que alcanzó el cénit una tarde de domingo en el viejo Chamartín. El Atleti visitó al Madrid y le endosó seis goles para firmar la que, hasta ahora, ha sido su victoria más holgada frente al máximo rival. De aquel partido quedó el recuerdo del marcador final y del baile con el que Ben Barek deleitó al fondo norte del estadio rival mientras celebraba el gol que redondeaba la goleada.

Piernas largas, zancada de bailarín y goles, muchos goles. Tantos como cincuenta y ocho en los ciento cuarenta y cuatro partidos que jugó como rojiblanco. Aquel equipo que ganó dos ligas provocó un éxtasis sin precedentes en el Metropolitano, hasta el punto de que el estadio se quedó pequeño en más de un partido viendo como mucha gente que acudía en masa para ver al negro, se quedaba a las puertas en espera de una mejor ocasión. Fútbol de quilates que llenaba campos propios y ajenos. Una expectación nunca antes conocida para el disfrute de un fútbol de salón pocas veces deleitado por el espectador.

La apoteosis llegó en la última jornada en un partido a cara de perro disputado contra el Sevilla. Aquel era un gran Sevilla, probablemente uno de los dos o tres mejores equipos en la historia del club. Allí, en Nervión, los más viejos del lugar aún no olvidan lo que ocurrió una soleada tarde de abril de 1951. El Real bullía con la feria y los sevillistas acudieron en masa al estadio para ver salir a su equipo campeón. Tenían que ganar el partido mientras que al Atlético le valía el empate. Ante la baja de Silva, Herrera optó por colocar a Ben Barek en la zona central de terreno de juego. El equipo perdía fuerza pero ganaba en toque. Sin embargo, todas las expectativas se fueron al traste ante el empuje del equipo sevillista. Un Sevilla en tromba tardó cinco minutos en adelantarse y en meter el miedo al equipo rojiblanco. Y ante el miedo, decisión. Ante la duda, fútbol. Ben Barek dibujó una fabulosa pared con Pérez Payá y cruzó la pelota hacia la red de Busto. El ánimo, que durante minutos se fue enfriando ante el ritmo de crucero impuesto por el Atlético, terminó de caldearse cuando el señor Azón anuló un gol de Araujo al considerar que la pelota había traspasado la línea de fondo en la jugada previa. Una decisión discutida para una jugada que aún los años no han terminado de aclarar. Una lluvia de objetos que invadió el césped y que obligó al Atlético festejar la liga en el vestuario antes de salir corriendo para evitar males mayores.

El año siguiente Ben Barek regresó a Sevilla y volvió a marcar un golazo, pero el Atlético perdió un partido que significó el comienzo de su declive. Al declive rojiblanco le siguió el declive de su estrella. Cansado por la exigencia y vencido por la edad, Ben Barek pasó de jugar mucho a jugar poco antes de jugar muy poco. Los estadios se habían olvidado de él y ahora se llenaban para ver jugar a un fenómeno de pelo rubio apellidado Kubala. El frío Europeo había vencido a la memoria de la cálida África del Norte.

Tras Kubala llegó Di Stéfano y la luz de Ben Barek terminó por apagarse. Al Atlético triunfador le siguió un Real Madrid arrasador. Cuando los blancos ganaban Copas de Europa por doquier, Ben Barek ya había regresado a Casablanca. Allí seguía chutando a la pelota, tocando, driblando, bailando. Había salvado al Olympique del descenso en una segunda etapa triunfal y había vuelto a la tierra prometida para descansar en paz. Volvió al Metropolitano en aquel día de Reyes en el que el Atlético homenajeó a Escudero y la afición terminó por homenajearle a él. Tanto nos das, tanto te agradecemos. Tanto nos diste, tanto te recordaremos.

Tras dejar el fútbol pasó a los banquillos para convertirse en el primer seleccionador de Marruecos libre del protectorado francés. Desde el banquillo cumplió un sueño internacional que no pudo hacer como jugador; disputar un partido oficial como marroquí. El momento fue simbólico pero poco duradero. Fuera del césped Ben Barek era más espectador que instructor, más historia que memoria. Por aquel entonces despuntaba en Brasil un joven flacucho y veloz que regateaba como un demonio y marcaba goles como un fusilador profesional. Le llamaban Pelé y algunos le apodaron "El Rey". "Si yo soy el Rey", dijo entonces, "Ben Barek es Dios". He aquí la dimensión de un tipo que traspasó fronteras e hizo felices a muchas personas. El recuerdo imborrable de un amago, una finta y una celebración bailando salsa en el fondo norte de Chamartín.

Murió solo, muchos años después, como solo había vivido una vez le hubo abandonado el fútbol. La gente recuerda a Herrera y su libro de estilo. El Mago llegó a ser mago porque un día encontró un negro que jugaba al fútbol como los ángeles. Aquel Atleti le hizo despegar hacia el estrellato; el Atleti de Ben Barek. La delantera de Cristal y los goles en blanco y negro. Nada más conocer su muerte, la FIFA le condecoró a título póstumo, era el reconocimiento que no le dieron en vida, el del mejor jugador marroquí de la historia. La historia de un tipo que fue película y fue feliz jugando al fútbol. La sonrisa de marfil, la perla negra. El niño que jugaba descalzo y eclipsó a Di Stéfano el día que este se puso la rojiblanca para rendir homenaje al capitán del equipo rival.

miércoles, 14 de octubre de 2020

El gobierno y el poder

Hacen lo que pueden para mantener el gobierno. Tratan de aprobar leyes progresistas, tratan de negociar

con los agentes sociales, tratan de exculpar sus causas, de perimetrar sus confinamientos, de lavar su imagen en ruedas de prensa y de poner buena cara con el mal tiempo.

Están tratando de desbloquear el reparto del poder judicial, están aguantando, estoicamente, todos los ataques, están negociando por la espalda un indulto que les va a poner de cara a la pared y una acusación de inviolabilidad que les va a situar en la espalda del mundo. Tratan de resistir y se creen fuertes, se saldrán con la suya en algunas decisiones y sentencias, pero jamás podrán para el mordisco de Lucifer porque ellos tienen el gobierno, pero no tienen el poder.

Porque el poder lo tienen los bancos, los multimillonarios que exilian sus capitales y los medios que les dan voz e, indirectamente, voto para quienes les mantiene en su posición de privilegio. Porque Pablo Iglesias podrá sentirse inocente y seguramente lo sea, pero la campaña de descrédito orquestada por los Vallés, Alsina y Anarrosas de la parrilla está servida y aquí dará igual que el Ministerio del Interior organice una misión secreta para robar un móvil y desacreditar un partido, porque aquí lo que se cuenta es que Pablo Iglesias es un corrupto, un machista y un manipulador

Porque la izquierda tuvo el gobierno unos años, lo vuelve a tener ahora y, probablemente, en esta alternativa cíclica que enriquece la democracia y hace virar al electorado, lo vuelva a tener en el futuro, pero aunque tenga el gobierno, jamás, jamás, tendrá el poder, porque el poder, el verdadero, el que maneja los hilos y condiciona la opinión de las masas, siempre estará en manos de otros. De los de siempre.


martes, 6 de octubre de 2020

Miedo

Tengo mocos. Tengo tos. Tengo dolor de garganta. Tengo dolor de pecho. Tengo frío. Tengo miedo.

martes, 29 de septiembre de 2020

Oposición a la oposición

La deriva política de la que estamos siendo testigos en este país, pasajeros de un barco que se hunde, como un Titanic sin salvavidas, es una vergüenza tan enojante que sólo pide palabras gruesas y actos violentos reivindicativos. Pero como nos educaron para mantener la compostura, expresar nuestras opiniones y erradicar los perjuicios, sirvan estas líneas para denunciar a todos aquellos tipos que están haciendo política a costa de nuestra salud y están haciendo el sinvergüenza a costa de nuestros impuestos.

Resulta que unos tienen la corona, que es el gobierno de España y los otros tienen la joya de la corona, que es el gobierno de la Comunidad de Madrid, y en lugar de sentarse a hablar, porque la situación de crisis sanitaria y económica no tiene precedente en los últimos ochenta años, se dedican a contradecirse, a reprocharse, a llevarse la contraria porque, cada vez que uno tome una decisión, el otro estará allí para decirle que es la incorrecta aunque ellos hubiesen hecho exactamente lo mismo. Porque su ejercicio no es el de gobernar, no es el de ejecutar, sino el de criticar, por ende, todo lo que haga el partido rival. Aunque ellos estén en el gobierno y los otros en la oposición.

Madrid no necesita reproches, ni confusiones, no necesita medias tintas, no necesita cobardía, no necesita políticos ineptos, porque Madrid necesita rastreadores, necesita sanitarios, necesita camas de hospital, necesita un plan de acción contra la pandemia. Necesita saber que, tras esta caída al vacío, cuando vaya a estrellarse, en lugar de adoquines haya un colchón de seguridad, porque Madrid necesita ser bien gobernado y no estar en manos de temerarios que la mandan al paredón por interés partidista, ni de cobardes que no se atreven a actuar por interés político.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Ley de vida

Nos remiten a la ley de la vida cada vez que los años hacen mella en alguno de nuestros seres queridos y

se presentan las dificultades en forma de enfermedad o entorpecimiento. Cuando van cayendo, poco a poco, en el pozo de la inutilidad, es cuando haces inventario de los momentos vividos con ellos y te invade la tristeza de lo irremediable. Porque la vida tiene su ley y el tiempo tiene una que es irreversible; lo que ya has vivido no lo volverás a vivir.

Cuando uno ha tenido una infancia trufada de seres queridos de todas las características, termina haciendo de su conocimiento un collage de frases, momentos y actuaciones. Mi infancia transcurrió en las casas del rellano de la segunda planta, transcurrió en un descampado frente a mi portal, transcurrió bebiendo fantas en la mesa del bar Rochano. Allí, siempre, había gente dispuesta a echarte una mano, a darte un bocadillo a media tarde, un pase de gol o una moneda de cinco duros para que echases una partida en la máquina recreativa.

La vida, con sus leyes tan caprichosas, consigue el tiempo termine borrando los instantes y dejándonos los recuerdos. Toda esa gente que me dio cariño son hoy adultos de vida ajetreada o proyectos de ancianos con vidas complicadas. Porque cuando la enfermedad aparece y llega la recapacitación, es cuando somos conscientes de que nada es eterno y todo es simplemente sustancial, aunque efímero. Te embarga la tristeza y te invade la preocupación. Cruzas los dedos y piensas en lo que te perdiste mientras rezas, a quien sea, que aún te quede algún minuto por ganar.

martes, 22 de septiembre de 2020

Dorar la píldora

Hace unos siglos, cuando la medicina incorporó a la química y los laboratorios se convirtieron en boticas, los

instigadores boticarios se convirtieron en el camino más corto hacia la panacea de los enfermos. Cualquier paciente con síntomas de dolor incontrolable podía acudir a la botica con una receta del médico y, allí mismo, el boticario les preparaba la medicina para el alivio de sus molestias.

Solía ocurrir que para la composición de los medicamentos, el boticario utilizaba infinidad de elementos químicos la mayoría de los cuales tenían un sabor demasiado amargo para el paladar. En la época en la que se comenzaron a fabricar medicamentos en forma de comprimido, las píldoras, en muchas ocasiones, eran imposibles de digerir. Para ello, los boticarios idearon una solución que era recubrir las píldoras de azúcar y pasarlas a fuego hasta lograr una textura y sabor mucho más agradable para el paciente.

Con el paso del tiempo, la expresión "dorar la píldora" terminó usándose para casos en los que se quería edulcorar una mala noticia. Cuando tenemos que contarle algo a alguien que no le va a gustar, intentamos disfrazar la realidad para contarle la noticia de manera que no le suponga un mayor trauma. Cuando hacemos eso, hablamos de dorar la píldora. Edulcoramos el amargor de la noticia igual que los boticarios de antaño edulcoraban el amargor de la medicina.