martes, 30 de junio de 2020

La timidez

La timidez es un defecto, es la barrera que me impide abrirme al mundo, es la pantalla que me aleja de la gente, es el motivo por el que piensan que soy raro, que soy estúpido, que soy un tipo sin definir. La timidez es el ocaso de mis pensamientos, el motor apagado que impide que mis pies sigan los pasos que ya ha caminado mi mente. Gracias a la timidez escribo, por culpa de la timidez no escribo para nadie o no sé para quién escribo.

La timidez me hace pagar peajes de sonrojo, tasas de desconsideración, impuestos derivados de mi falta de arrojo. Porque la timidez me puede hacer parecer cobarde cuando lo que realmente soy es un tipo al que le da vergüenza hablar con desconocidos, un tipo que no encuentra su lugar cuando está con gente que no conoce, un tipo que lo pasa realmente mal cuando no encuentra esa palabra que decir, ese gesto que regalar, ese paso que empezar a dar.

La timidez es el hierro afilado que me corta las entrañas, la cicuta amarga que me duerme la garganta, la guillotina que cercena mis intenciones cuando creo que puedo ser capaz de tomar la iniciativa. Nací con ello, con ello moriré, soy tímido, muy tímido, extremadamente tímido. Me mata por dentro, me come la tripa, que detiene el corazón. Pero, como decía mi abuela, cada uno somos de una manera. A mí me tocó ser así y ya me ha dado tiempo a aceptarme.

jueves, 18 de junio de 2020

Blandiblub

La sensación de tenerlo todo inventado hubo de hacer comerse mucho los cascos a los productores de juguetes. En una época en la que los niños nos divertíamos en la calle si hacía buen tiempo y en casa si el día era desapacible, había que reinventarse para conseguir que los niños nos mantuviéramos ocupados durante el tiempo que durase nuestro encierro en la habitación.

El invento se trataba de una pasta viscosa que parecía más un moco que otra cosa. Verlo daba grima pero tocarlo, al final, se convertía en divertido. La masa se escurría por los dedos y los brazos en nuestro intento por conseguir una forma aunque fuese amorfa. Aquello no era posible pues no se trataba de nada moldeable. Así pues, no dejaba de ser una pasta sin estabilidad y de la que nos terminábamos cansando cuando ya habíamos manchado todos los muebles de la habitación con la consiguiente mirada de enfado de nuestras madres.

martes, 16 de junio de 2020

Oposición

Hacer oposición se ha convertido en el mantra de todos los políticos de este país, incluso de los que están en el gobierno. Pero no se trata de una oposición política como tal, ya que ésta, en su esencia, debería ser constructiva y, aunque agresiva, llena de propuestas. No. En este país se hace oposición atacando, faltando, sacando trapos sucios y tirando de frases construidas en un laboratorio de ideas para poder, así, ser portada del siguiente telediario.

Se les ve más preocupados por contar muertos, por salir a la calle de fiesta, por hablar de la familia de los miembros del gobierno, por, en definitiva, acorralar por medio del insulto, que por hacer valer la verdad y es que ninguno de ellos hubiese sido capaz de sacar al frente la crisis sanitaria con solvencia porque a todos les hubiese atropellado primero el virus y después el deficiente sistema sanitario que tenemos en nuestro país.

Caso aparte, es, además, el del vicepresidente del gobierno. Tanto tiempo remando para poder estar donde está y, más allá de su trabajo que seguro que es oscuro e ingrato, cada vez que sale a la palestra se dedica a atacar a sus rivales, como si en lugar de estar él en el gobierno y ellos en la oposición, fuese al contrario y no hubiese cambiado su papel de azote de la derecha ni aún estando en un cargo de máxima responsabilidad.

Ni hay proyecto ni hay altura de miras. Ni hay responsabilidad, ni mucho menos hay sensatez. Sólo hay ansia de poder, pero no un poder que otorgue la dicha de poder establecer una política de justicia e igualdad más allá de la ideología, no, el único ansia de poder es el del poder personal, el de poder controlar el cotarro para tener privilegios, el poder, en definitiva, de obtener el cargo para el beneficio propio y el de aquellos que les rodean. Y así, de esta manera, nos podrán pasar por encima epidemias, crisis y guerras varias y seguiremos siendo ese país de pandereta que tan dibujaron nuestros antepasados y volverán a dibujar las generaciones venideras.

jueves, 11 de junio de 2020

Desde dentro

Sagrario trabaja en una residencia. Durante años ha ejercido su labor con la mayor dedicación y profesionalidad posible. Ella es una buena persona y ese es un requisito más que imprescindible para poder ejercer labores que impliquen tratos con terceros. Tiene buen humor y en su ideario prima el compañerismo, por eso siempre ha estado bien valorada pese a que nadie haya hecho por ella, ni por nadie, más de lo que merecía.

Los salarios, en los centro privados, son ínfimos y la carga de trabajo es abusiva. Lo peor, aún con todo, es la responsabilidad adquirida. Ella trabaja en el turno de noche lo que le obliga a vigilar, controlar y trabajar una planta por noche con sesenta ancianos por planta que tienen sus necesidades, necesitan sus cambios, sus lavados, sus atenciones y sus dosis de medicina. Cada mañana, ella llega agotada a casa y se levanta con una sonrisa pese a que los ruidos del invierno y el calor del verano la impiden descansar como ella quisiera.

Cuando se empezaron a confirmar los primeros casos de coronavirus en España me lo comentó en forma de lamento. "Nosotros no estamos preparados para esto". Y me lo dijo no como un pronóstico personal, ya que ella puede con lo que le echen, sino como una profecía general de lo que le esperaba a la residencia. En global hablaba de todas las residencias.

No había mascarillas, no había guantes suficientes, no había batas, no había pantallas de protección y no había gorros. Las primeras semanas tuvieron que improvisarse unos mandiles hechos con bolsas de basura, mi mujer cortó los plásticos de portada y contraportada de dos trabajos antiguos del colegio e improvisó unas pantallas con pegando tela y velcro, otra compañera cosió mascarillas y otra consiguió guantes del hospital donde doblaba turnos.

Cuando llegaron las primeras fiebres, el centro redactó una nota negando que allí hubiese llegado el coronavirus. Tres días después de la primera fiebre murió un residente y a la semana ya habían fallecido quince. Más de veinte trabajadoras terminaron en casa infectadas. El contacto con los enfermos era contínuo y ellas mismas lo podían contagiar, pero como la enfermedad se incuba sin síntomas y allí no había medios, la bomba de racimo explotó planta por planta. Tomaban la temperatura a una persona que estaba bien de la cabeza, preguntaba si tenía la enfermedad de la tele y decía que no quería morirse. A los cuatro días había fallecido. Aquello no era ir a trabajar, era ir a la guerra.

Cuando la empresa no tuvo más remedio que reconocer que el virus había llegado a la residencia ya era demasiado tarde. Los suministros escaseaban y la enfermedad se había propagado como un rumor mal contado. Los cadáveres se acumulaban en el túmulo porque las funerarias no daban a basto, los ancianos tosían en la cara de sus cuidadoras y otros se ahogaban sin ni siquiera fuerza para poder protestar. Cuando llamaban al hospital o al 112, les daban a entender que en aquella emergencia no había sitio para los ancianos. Así que morían solos, sin más cuidados que los de un auxiliar que sólo podía prestar su mano, un termómetro y un paño de agua fría, y olvidados por la sociedad.

No había visto a mi mujer llorar tanto en la vida. Lloraba cada mañana, después de quitarse la ropa en el descansillo, meterla inmediatamente en la lavadora, ducharse y ponerse un pijama limpio. Después de caer derrotada en la cama y mientras se dormía vencida por el cansancio. Lloraba de rabia, de impotencia, de frustración, de pena. Porque moría gente a la que ella cuidaba, gente a la que llevaba viendo años, gente a la que tenía mucho cariño. Y morían sin que pudiesen hacer nada, sin que una ambulancia viniese a por ellos para darles una oportunidad, sin que sus familiares pudiese despedirles y mucho menos darles un entierro con un mínimo de honor. Murieron con mucho miedo, sin asistencia y sin dignidad. Les dejaron morir sin un ápice de compasión porque el sistema estaba saturado y porque el drama se multiplicaba en cientos de centros iguales a aquel.

A mediados de abril llegó un pedido de material donado por los trabajadores de Metro de Madrid después de una campaña de captación y que pudo gestionar Sagrario gracias a que un conocido era uno de los precursores de la campaña. Al menos pudieron conseguir pantallas y mascarillas. Más tarde, la empresa consiguió batas y gafas protectoras y más tarde fueron buzos. De esta manera, cada noche de trabajo eran noches con dos mascarillas, el uniforme, una bata, un buzo, unas gafas protectoras y dos pares de guantes. Noche tras noche. Noches de lágrimas, sudor y sangre contenida en la comisura de los labios después de tener que apretar los dientes y cerrar los puños.

Hasta hace unos días, a primeros de junio, la empresa no hizo los test del COVID a residentes y trabajadores. Después de que media plantilla hubiese estado de baja y más de cincuenta ancianos hubiesen fallecido, quisieron celebrar que no hubiera salido ningún caso positivo. Pero ya no había nada que celebrar. No hay nada que olvidar porque olvidar es volver a caer en el error. Porque el error y la negación implicó muerte e implicó destrucción moral para personas que solamente querían cumplir con su trabajo y tuvieron que ver como su trabajo podían con ellas.

Desde fuera todos lo hemos visto muy fácil. Se trataba de sentarnos a esperar, poner a Fernando Simón en la tele dando el parte diario y salir a aplaudir cada tarde para hacer creer a lo sanitarios que estábamos con ellos. Desde dentro todo eran llantos para desayunar, silencios para merendar y miedo para cenar. Eso acaba con cualquier persona. Y ahora que parece que el virus nos quiere dar una tregua nos lanzamos a la calle como si no hubiese pasado nada, como si los muertos fuesen sólo una estadística y como si los sanitarios a los que aplaudíamos hubiesen dejado de ser héroes para ser un grupo de trabajadores más que solamente cumplían con su deber.

lunes, 8 de junio de 2020

El Divino

Su padre, que le había llamado Ricardo con la intención de que llegase a ser rey de su vida, quería que el chico estudiase medicina, pero el chico se empeñaba una y otra vez en lanzarse al suelo y buscar una pelota imposible nacida de un puntapié certero. Probó con la natación, el boxeo y el atletismo, el cuerpo fornido alcanzó un metro y noventa y cuatro centímetros, la gente, desnutrida, le miraba al cruzarse con él. Había desconfianza y miedo. España no era un país de gigantes. Tenía dieciséis años cuando regresó a casa y encontró una visita. Su padre aceptó el destino con resignación; Ricardo no sería médico. Intentaría ganarse la vida como portero de fútbol. No quería ser un cualquiera, quería ser el mejor. Así lo expresó la primera vez que pisó las oficinas del Español de Barcelona.

Se caló una gorra y se situó bajo los palos. Era alto y ágil. Un prodigio. Los compañeros, desesperados, no consiguieron anotarle un solo gol y el entrenador, asombrado, no tardó en tomar una decisión; el chaval sería el portero titular del equipo. A menudo, cuando la pelota llegaba bombeada y necesitaba alejarla del área, colocaba la mano en la cintura, flexionaba el brazo y despejaba fuerte con el codo. Nadie había hecho aquello antes, y como Ricardo Zamora fue el primero, no tardaron en bautizar aquel despeje como "la zamorana". Se formó una selección nacional de fútbol por primera vez en la historia y los aficionados no tuvieron que recordar al seleccionador Bru quien era el favorito para ocupar la portería. Zamora y diez más viajaron a Amberes para defender el pabellón español en los juegos olímpicos y regresaron con una medalla de plata y la admiración de todo un país. Había nacido la leyenda del primer gran jugador mediático de nuestro fútbol.

Debutó en la primera liga de la historia, en 1929, vistiendo el jersey con el escudo del Español. Para entonces ya le apodaban "el divino", porque lo suyo, bajo palos, era lo más parecido a un milagro que el aficionado había conocido. Para entonces, también, ya había hecho un viaje de ida y vuelta desde Les Corts hasta Sarriá. Al Barcelona llegó tras discutir con el máximo dirigente del Español. Al Español regresó tras discutir con el máximo dirigente del Barcelona. Así se las gastaba el chico. Lo quería todo y no se conformaba con nada.

Fichó por el Barcelona en 1919. Tras su enfrentamiento con la directiva españolista estuvo a punto de dejar el fútbol. No quería más sinsabores. Quería jugar, parar y triunfar. Eso es lo que le prometieron en el Barcelona. Y allí disfrutó durante tres temporadas. No fue mucho tiempo, pero fue el tiempo suficiente para juntarse con Samitier y formar una dupla inmortal que aún se escribe en oro en la prehistoria del equipo culé. Uno paraba los goles, el otro los anotaba. Los dos eran genios. Los dos ganaron partidos al tiempo que convertían su figura en un espejo ante la fama y un delirio ante la grandeza. Pero los sueños se acaban, y los de los aficionados azulgranas se apagaron el día que vieron a uno de sus ídolos regresar a su primera casa. El Español le ofreció el pan que le había negado el Barcelona y le firmó un contrato por veinticinco mil pesetas anuales. No tardó el chascarrillo en recorrer las calles de Barcelona. "Zamora tiene un sueldo de ministro".

Y como un ministro de sí mismo, gobernó su vida como quiso. Por ello, cuando la madurez deportiva le alcanzó y supo que debía agotar sus últimos años enmarcado en la grandeza de la prosperidad, negoció su fichaje con el Real Madrid y consiguió que el club capitalino pagase al Español cien mil pesetas por su traspaso. Aquella cifra sonó como un trueno en España. Cien mil pesetas era más dinero que el que cualquier españolito pudiese ganar en toda una vida. El Madrid mejoró su caché y recibió en su oficina cinco mil nuevas inscripciones de aficionados que querían hacerse socios de la entidad. Su fama de imbatible se acrecentó a medida que los títulos iban cayendo y los partidos iban terminando con un cero en el casillero de goles en contra. Alguien dijo una frase y España la corroboró al son de un grito asombrado tras una estirada imposible. "Solamente existen dos porteros; San Pedro en el cielo y Zamora en la tierra".

En Madrid crece su fortuna, aunque no su fama porque él ya era lo suficientemente famoso como para ver su nombre en cada uno de los carteles anunciativos de los partidos de media tarde, sol y sombra. Las alineaciones del equipo empezarán siempre con Zamora, Ciriaco y Quincoces. Y así sigue siendo en la memoria colectiva a quien la fama del trío defensivo madridista de los años treinta ha grabado a fuego historias de abuelos a nietos y nietos a hijos imberbes. Igual que siguen resonando los ecos del mundial de 1934 jugado en Italia donde Zamora, Ciriaco, Quincoces y otros cuantos valientes fueron vilipendiados y tratados como inmundicia por el árbitro Baert. El regreso fue duro y la recomposición fue lenta. Las memorias, aún candentes, se citaron una vez más con la historia en un duelo entre hermanos. En 1936 el Athletic había ganado la liga y durante el mes siguiente se jugaron las eliminatorias correspondientes a la Copa de la República.

El Barcelona había sido quinto en liga y no creía en sus posibilidades. El Madrid era un equipo más certero, no había alcanzado al Athletic en un apretado final de liga, pero seguía mostrando orgullo por ganar. La proclamación de la República le había quitado el sobrenombre de "Real" y ahora volvía a ser el Madrid Club de Fútbol, igual que en sus orígenes, e igual que entonces luchaba su parcela de gloria contra los leones de Bilbao y contra los estilistas de Barcelona. El camino a la final no fue fácil. Sañudo dejó su impronta en las eliminatorias con ocho goles de distinto calibre. Un gran delantero para un gran equipo. Un gran equipo que sufrió en el norte y salió vencedor de sus duelos ante Arenas de Guecho y Athletic de Bilbao. La emoción por eliminar al campeón de liga fue tan intensa que el equipo se dejó llevar en el partido de ida de semifinales ante el Hércules de Alicante. Hubieron de enseñar los dientes en la vuelta para hacer siete goles y certificar su pase a la final.

El camino del Barcelona fue igual de duro y no menos épico. Los viajes al norte eran especialmente difíciles porque allí esperaban equipos que manejaban el barro y la fuerza. Hubo que remontar al Sporting de Gijón y hubo que batirse el cobre contra el vecino Español. La ciudad se dividió en dos bandos y el bando vencedor, el azulgrana, tuvo que apretar los dientes en un penúltimo esfuerzo titánico para eliminar a Osasuna. Uno a dos en Pamplona. Dos a cero en Les Corts. La final en Valencia ya tenía contendientes. El Madrid se encontraría con un Barcelona necesitado que llevaba siete años sin levantar un título. Lejos quedaban aquella copa del veintiocho y aquella liga del veintinueve. En las calles, entretanto, no se hablaba tanto de fútbol como de política. España era un caos y en medio del mismo, un grupo de militares buscaba apoyo político para levantarse contra el gobierno. El mismo día de la final, el empresario Juan March recaudaba el dinero suficiente para fletar un avión con destino a Canarias. Él sería el encargado de trasladar a Madrid al general Franco y comenzar una guerra que aún pervive en carne viva en la memoria de un país que no ha cerrado sus heridas.

El partido significó un conato de paz en mitad de un ambiente de guerra. Ya había hermanos matándose entre sí, cazadores nocturnos que apaleaban a insurgentes, pirómanos que encendían altares, jóvenes brazo en alto que golpeaban sin piedad en nombre de la Falange. Pero aquella tarde, en Valencia, se juntaron miles de paisanos, encendidos en su pasión, en pos de animar al equipo de su alma. El partido se presentó como un acontecimiento único; era la primera vez que Madrid y Barcelona se encontraban en una final, la primera vez que los destinos de los que se convertirían en santo y seña de nuestro fútbol, se cruzaban en un partido definitivo con un título en juego esperando a pie de campo. Valencia se llenó de coches, de autocares, se doblaron los trenes, acudieron viandantes, corredores, ciclistas, viajeros de España que buscaban un lugar entre los miles de aficionados que se agolparían en las gradas del estadio.

Para la tarde del día antes del partido, la Federación había organizado un par de actos para amenizar la estancia del aficionado y apagar la sed de fútbol de la gente. El amateur del Barcelona se enfrentó al del Valencia venciéndole por seis goles a tres. Posteriormente, el Levante le ganó por cuatro goles a cero a un equipo bautizado como "turistas de Madrid" y formado por aficionados madrileños que habían abarrotado las calles de Valencia. Acudió tanta gente a la capital levantina que fueron muchos los aficionados que se vieron obligados a pernoctar en plena calle la noche antes del partido. Hacía buen tiempo y había parques y jardines con huecos lo suficientemente cómodos como para alojar a cualquier buen hijo de vecino que se atreviese a echar una cabezada a la intemperie.

La madrugada valenciana se convirtió en un hervidero de tertulias. La gente subía de aquí para allá, con una horchata en la mano o un pedazo de bocadillo entre los dientes. Fueron muchos los que apuraron la hora a la que irse a la cama, el ambiente era distendido, las aficiones se mezclaban e intercambiaban opiniones, se contaban sus deseos y lanzaban sus pronósticos. Los madrileños optimistas, los catalanes más pesimistas. La baja de última hora del defensa central Zabalo era un hándicap, a priori, muy difícil de superar.

Mientras, en el lujoso restaurante de los Jardines del Real, los miembros de ambos clubes se juntaban en una cena cordial ofrecida por la Federación de Fútbol. Presidiendo la mesa, el anfitrión, Don Luis Casanova, invitaba a ambos presidentes a tomar la palabra y hacer prometer a sus chicos una hora y media de fútbol apasionante. Pero los chicos no querían promesas sino palabras certeras. Un capitán se puso en pie e invitó al ídolo a tomar la palabra. Zamora, jersey aparte y chaqueta bien ajustada, se levantó de la silla y alzó la voz. Todos le escucharon solemnemente; habló de sus recuerdos, de sus sueños, de su equipo. Habló de fútbol. Y todos le aplaudieron con sonoridad porque a todos les gustaba escuchar hablar de fútbol. El presidente de la Federación repartió medallas conmemorativas y mandó a la cama a los chicos citándoles para unas horas más tarde en el campo de Mestalla.

El día siguiente amaneció espléndido. Era el veintiuno de junio de 1936 y en las calles de Valencia se respiraba fútbol. Quizá más allá, en las ciudades de donde provenían los contendientes, se respirase más tensión que pasión, más guerra que deporte, pero en Valencia se jugaba un partido y el partido se jugaba en las calles desde el amanecer. La gente se agolpaba en los parques, los bares y en los alrededores de Mestalla. Las banderas ondeaban al aire y la deportividad era la seña de una rivalidad que, por entonces, apenas se había enconado.

Mientras las aficiones se acercaban al campo, el Barcelona permanecía en su hotel y la plantilla del Madrid se bañaba en las aguas de la playa del Saler. Quedaban horas para el partido y el entrenador Paco Bru había decidio que sus chicos destensasen los músculos en el agua antes de tensar la conciencia encerrados en una habitación solitaria. La moral reforzó la confianza y la confianza derivó en favoritismo. Los barcelonistas no se veían campeones. Miraban de lejos a aquellos tipos disfrutar bajo el sol, tumbados en la arena, y envidiaban una forma física que intuían no tenían sus chicos. Hacía mucho calor, Valencia se había puesto guapa, el fútbol pretendía paralizar un país muerto de miedo.

Las entradas en taquilla se agotaron en lo que tardó un suspiro en recorrer la avenida de Aragón. Fueron muchos los aficionados que se quedaron esperando, en la cola, a que les llegase el turno y poder retirar un ticket, pero no había más tickets para ellos. Aparecieron los reventas y lucieron sus sonrisas de lucro. Quisieron hacer el agosto y consiguieron engañar a un buen puñado de incautos. Hubo alguno que llegó a presumir de haber pagado cuarenta duros por una entrada. Aquello era más que el sueldo de todo un año de trabajo. Dentro, los quince mil seiscientos espectadores que llenaban el estadio, se apretaban unos contra otros queriéndose dar más calor que el ya aplastaba ánimos e ilusiones.

La recaudación final ascendió a ciento cuarenta mil pesetas. Siendo el sestena por ciento a repartir por partes iguales por cada uno de los finalista, el treinta por ciento para la Federación de Fútbol y el diez por ciento restante para el Presidente de la República a fin de que lo destinase a labores humanitarias. Si el dinero llegó a los más necesitados es algo que la guerra privó de conocer y la sangre hizo que se olvidase como un detalle insignificante. Los que hubieron pagado su entrada de manera religiosa pudieron disfrutar de un partido previo puesto que tres horas antes de que comenzase la final y a una hora más propia para la siesta que para el deporte, la marabunta desbordaba las localidades disponibles y jaleaba pan y circo como si esperasen ansiosos la presencia de su emperador.

Los equipos amateur de Sevilla y Zaragoza jugaron un partido bronco que dejó sangre, goles y épica. Aquellos futbolistas, que llegaron a Valencia con la ilusión de un niño que juega su primera final, vieron truncadas sus carreras por tres años en los que militando en bandos contrarios se tiraron a matar desde trincheras y barracones. Aunque la guerra futbolistica ya la habían comenzado aquella misma tarde con un partido duro de los de verdad en el que el Sevilla se llevó la copa ante un Zaragoza mermado que terminó con diez hombres y sin resuello, pero con el orgullo intacto, cabalgando sobre el área rival y no suplicando un árnica que solamente les llegó en forma de pitido final.

Diez minutos antes de que terminase aquel primer partido, decenas de fotógrafos, ajenos al juego, se amontonaban junto al túnel de vestuarios donde el equipo de Madrid, comandado por Zamora, esperaba el final de la contienda para saltar al campo y hacer rugir a los miles de paisanos que se habían desplazado desde la capital con el fin de cantar orgullosos los himnos de la victoria.

Saltó el Madrid al campo, y el estadio, convertido en un volcán, entró en ebullición disparando lava en forma de forofismo exhacerbado. Los vítores se mezclaron con los abucheos. Zamora caminaba tranquilo, sabedor de que las miradas estaban puestas en él y de que aquel partido, tal y como se estaban poniendo las cosas, podría ser el último que disputase con un jersey de lana calado hasta la barbilla. La expectación se correspondía con el del partido más importante del año. Jugar como si no hubiese un mañana había sido una consigna asumida como real por más de un futbolista. Mañana será otro día. La copa vive. Los recuerdos nunca mueren.

Los banderines azulgranas, que eran mucho mayores que los blancos, se levantaron al cielo inundando la grada, cuando el Barcelona saltó al terreno y los futbolistas corrieron como niños buscando el círculo central. Los presidentes Suñol y Sánchez Guerra se acomodaron en el palco de autoridades y desde un viejo altavoz se pidió silencio y respeto hacia el himno de la República. Se hizo el silencio y sonaron los acordes del himno compuesto en honor al General Riego en 1820. Los onces, alineados en fila y en gesto solemne, eran los previstos. Zamora, Ciriaco, Quincoces, Pedro Regueiro, Bonet, Souto, Eugenio, Luis Regueiro, Sañudo, Lecue y Sánchez por el Real Madrid. Iborra, Arezo, Bayo, Argemí, Franco, Balmanya, Ventolrá, Raich, Escolá, Fernández y Munlloch por el Barcelona. Bayo es el sustituto de Zabalo. Bayo es la clave del partido. Así lo prevén los expertos. Así lo temen los culés.

En la foto oficial, forman en orden según el dorsal. Por orden se colocan sobre el terreno de juego y, en orden de respetuosidad, los capitanes, Zamora y Ventolrá, se acercan hacia el trío arbitral formado por Ostalé, Ferragut y Soliva. Ellos son los únicos que jugarán en casa, los únicos sobre los que recaerá la polémica si alguna de sus decisiones no es compartida por la multitud. Zamora y Ventolrá se abrazan con entusiasmo, ambos, jugando con el Español, ya habían ganado juntos la copa de España en 1929. La moneda gira en el aire y Zamora gana el sorteo. Es el encargado de elegir y elige tener el sol de espaldas. Una decisión crucial que no tardará en dar sus réditos al equipo blanco. El señor Ostalé, interpérrito, manda organización y situa el balón en el centro. Por un momento se hace el silencio. El partido va a comenzar.

Escolá juega con Raich y la platea se convierte en un gallinero. El terreno de juego, duro con un barbecho abandonado, impide a los artistas fabricar un fútbol de salón. Arriba, en las escalas de hormigón, las conversaciones son más bárbaras. Hay quien abuchea a Zamora tildándolo de traidor. Hay quien reprueba el insulto contra el guardián del centeno. Valencia, neutral en la batalla, ha cedido un público medio hostil que pronto se decanta del lado azulgrana. Cuestión de paisaje o de paisanaje.

Pero es el Madrid el que empieza mucho más enchufado. El Barcelona, joven e inexperto, ve rodar la pelota de una esquina a otra sin conseguir parar ninguno de los avances. En uno de ellos, Lecue filtra hacia Eugenio y este chuta fuerte y al centro. El balón, como una piedra pesada, se clava en la red defendida por un Iborra que parece no dar crédito a lo sucedido. El sol que Zamora había querido tener a su espalda le había cegado un instante y cuando quiso buscar la trayectoria del balón, este ya había besado la red. Seis minutos de juego. Un gol a cero a favor del Madrid.

El Barcelona, confundido por el azote, confunde fútbol con solidaridad y se dedica a entregar cada ataque a los pies de los jugadores del Madrid. Estos, alentados por el miedo que atenaza a sus contrarios, se lanzan alegres a cada ataque y culminan cada jugada en la línea de fondo con un centro peligroso o un disparo cruzado. Quincoces, amo del área propia, roba una pelota como quien roba un juguete a un niño y lanza un contraataque que conduce con maestría Luis Reguiero. La jugada es de manual. Regueiro, Lecue, Regueiro. Regueiro, Eugenio, Regueiro. Regueiro, Lecue y gol. Doce minutos de juego. Dos goles a cero a favor del Madrid y el sol calentando la espalda de un Zamora que vive tranquilo y respira el aire de los campeones.

El Barcelona no ha empezado a jugar y ya lleva dos goles de desventaja. Mala forma la de aspirar a un sueño impregnando de miedo cada una de las acciones. Es un equipo timorato, que no se encuentra y que ha dejado a Argemesí solo, en la media, como una cebra abandonada en una selva de leones. Y el rey león avanza y filtra un pase interior hacia Lecue que chuta fuerte al cuerpo de Iborra. El Barcelona, desconcertado por la inexperiencia, se está librando de una goleada que merece con creces. Desde la tribuna se señala a un culpable; el presidente, quien no ha sabido fichar con cabeza y no ha sabido confeccionar un equipo con grandeza. Y para colmo está lo de Zabalo, para un solo defensa decente que tenemos, se lo tiene que perder mirando el castigo desde la grada. Bayo, el sustituto obligado, no está a la altura de las circunstancias. Que no tiene el nivel suficiente para la final ya lo sabe todo el mundo. Incluso los delanteros del Madrid, quienes buscan su cintura para hacerle bailar como un pato. Todo lo contrario ocurre con los jerarcas blancos. Ciriaco y Quincoces son un muro, tienen a Zamora tan protegido que, durante un minuto, llega a pensar que quizá pueda aburrirse en el transcurso del partido. Ya han pasado veinte minutos y nadie le ha chutado a puerta. Es su equipo el que domina, es el portero contrario el que trabaja y  suda para evitar la goleada.

Y es Luis Regueiro, rey león de la jungla de Mestalla, quien, desatado, organiza cada contraataque. Visto el desarrollo del partido, parece casi un milagro que no hayan llegado más goles. El interior Fernández, dechado de técnica y corto de físico, no es capaz de aguantar el ritmo del mayor de los Regueiro. Es rápido como una centella, conduce el balón con elegancia y sabe buscar a cada compañero en el momento preciso. Tanto domina la escena que, llegado el momento de tomar resuello, decide formalizar la estrategia y entrega el balón al equipo rival para que pueda marearlo sin encontrar una rendija. El Madrid es un equipo solidario que defiende junto y ataca en desbandada. Zamora, cobijado por su equipo, apenas se ve inquietado, todo lo contrario que Iborra que, una vez más, debe hacer acto de reflejos para desbaratar un buen cabezazo de Eugenio.

El Barcelona maneja ahora la pelota, pero es el Madrid el que sigue percutiendo el área contraria. Tras un nuevo córner atrapado por Iborra, el cancerbero azulgrana ve la posibilidad, inaudita hasta el momento, de lanzar un contragolpe peligroso. El Madrid se ha desajustado y el Barcelona se lanza en tromba. Sin cabeza, pero con corazón. Ante la falta de precisión, los impulsos son el recurso desesperado para buscar la gloria. Ventolrá se deshace de un rival, centra al corazón del área, Escolá se dispone a rematar, pero interviene Souto para despejar a córner. Los jugadores del Barcelona se vuelven contra el señor Ostalé. Algo, en ese despeje, no ha parecido todo lo ortodoxo que pareciese. "Ha sido mano, ha sido mano". La protesta lleva a la desesperación. Pero el señor Ostalé sigue señalando la esquina del campo. "Saquen y jueguen". Interpérrito, les hace ver que él no ha visto mano, sino un complicado despeje con el pecho. Encendido en el ánimo, Ventolrá saca el córner fuerte, pero sin precisión. Souto interviene de nuevo, pero esta vez su despeje es incierto; queda corto y en el corazón del área. Aparece Escolá y chuta. Bonet no la ve, Ciriaco no la ve, Quincoces no la ve, Zamora no la ve. Como si de una partida de snooker se tratase, el balón había sorteado obstáculos, piernas y brazos para introducirse, mansamente, dentro de la portería del Madrid.

Zamora no se lo puede creer. Era la primera vez que le chutaban a puerta y el balón más manso del partido se le había colado por debajo del brazo. Desesperado, tira la gorra contra el suelo y se la vuelve a poner con gesto serio mientras observa como el público barcelonés, entusiasmado, canta el gol con pasión en una grada que parece venirse abajo. Hay partido. Y si lo hay es porque, en gran medida, él ha contribuido a ello.

Pero su equipo no dejará que el portero, que tantas veces ha sido héroe, termine el partido convirtiéndose en villano. El Madrid vuelve a venirse a arriba, vuelve a tomar el mando del partido y vuevle a generar ocasiones al ritmo que impone Luis Regueiro, convertido, por enésima vez, en capitan en plaza. Iborra despeja una doble ocasión y no llega por poco a un remate que se marcha alto. El agobio es total. El Barcelona pide árnica en forma de descanso y solamente se atreve con disparos lejanos que, esta vez sí, Zamora atrapa sin apuros. Quincoces despeja un nuevo balón y Souto, en la recepción, gira mal el tobillo y cae el suelo entre gestos de dolor. El apoyo es doloroso y el rostro es lacrimógeno. El Madrid se verá obligado a prescindir de uno de sus futbolistas en un momento crucial del partido. Aún así, la insistencia del Barcelona no irá a mayores, con un Ventolrá casi desaparecido y un Munlloch ordenado pero desorientado, el equipo se va diluyendo en el juego como el tiempo se va diluyendo en el cronómetro.

En el lado opuesto, el ala izquierda del ataque es radicalmente opuesta al ala fuerte del ataque azulgrana. Luis Regueiro y Eugenio son una pesadilla para la zaga barcelonista. Uno filtra los pases y el otro encuentra siempre el espacio para llegar a línea de fondo. Trabajo a destajo para el pobre Iborra quien mira con recelo y envidia la tranquilidad con la que vive su honónimo en la portería rival. San Pedro en el cielo y Zamora en la tierra. El portero de Dios entre los mortales tiene poco trabajo de el que presumir.

Y es Ventolrá quien parece darse cuenta del detalle ¿Cómo hacer inmortal a un amigo? Dándole trabajo. Desaparecido hasta entonces, el potente extremo azulgrana cabalga como un rayo hasta la línea de cal. El centro es largo, bombeado, peligroso. Los guantes de Zamora son firmes, seguros, adhesivos. El balón cae en sus manos, el árbitro les manda a todos a la caseta y el público comienza su habitual tertulia en la que las opiniones derivan entre la verdad, la mentira y el deseo.

El segundo tiempo, tras el bocadillo y el trago de vino, no se hace esperar demasiado. La sorpresa es general cuando se ve al Madrid salir al campo con diez jugadores. Parece que Souto no ha podido superar el golpe. Parece que el equipo está destinado a sufrir hasta el final. Parece que en el rostro de los barcelonistas se dibuja una media sonrisa de complacencia. Pero Souto es un guerrero y los guerreros no se rinden. La grada madridista, enfervorizada, jalea sin contemplación al ídolo de sus pretensiones. El medio se viene a la izquierda, Regueiro se viene al medio para hacer tándem con su hermano y Eugenio se viene al interior para intentar el imposible de imitar a Regueiro. Los planes son concisos; estamos cansados y mermados, no dejemos jugar al rival. Y el rival no pudo jugar porque enfrente se encontró un ejército, formado en escuadrón e impidiendo las incursiones del enemigo. Y aunque es el Madrid de nuevo quien comienza amagando, pronto el partido se vuelve plomizo y carente de tensión. Uno no quiere y el otro no puede. Mala pareja de baile para el espectáculo.

Ahora es el Barcelona el dueño del partido, pero no es el dueño del tiempo. El tiempo lo maneja el Madrid con soltura; con diez futbolistas y un chico cojo metidos atrás, con un gol de ventaja y con un público que empieza a sentir el frío del miedo bajo su estómago. La defensa del Barcelona vive más tranquila, pero el ataque sigue siendo romo; no hay profundidad, no hay alegría, no hay peligro. Y el público comienza a aburrirse. Y a cabrerarse. Hartos de la situación comienzan a gritar, de manera irónica, aquello de "Otro toro, otro toro" que se gritaba en las plazas de toros cada vez que la corrida adquiría un tono anodino.

Es entonces cuando hace aparición la esponja de Peris. Peris es el masajista del Real Madrid; tipo viejo, ufano y con muchas cornadas encima como para no reconocer cuando sus chicos necesitan ayuda. Peris moja su gran esponja en un cubo rebosante de agua y, uno a uno, van asomando a la banda para buscar consuelo. Hay un jugador que se deja caer, un balón lanzado a la grada o alguna protesta repetitiva al trío arbitral. Son los tiempos muertos que aprovechan los futbolistas para visitar a Peris y son los tiempos que aprovecha Peris para resucitar a sus futbolistas. Y entre todos, en un ambiente de aplastamiento y redención, aparece la figura de Sañudo para imponer su físico sobre el de sus compañeros. Por Sañudo no parecen pasar los minutos. "Balones a mí", grita. Y él es el encargado de hacer lo que Luis Regueiro perpretó duranto los primeros cuarenta y cinco minutos. Abusar de la pelota, dirigir el juego, comandar las tropas. El Barcelona sabe que el tiempo juega en su contra y no se puede permitir resurrecciones de ningún tipo. Balmanya, de nombre Domingo y que con el tiempo se haría un hueco en la historia como entrenador y comentarista radiofónico, busca a Sañudo y choca violentamente contra él. No hay concesiones al rival. El tiempo es oro y solamente hay una copa a repartir entre los dos.

El equipo madridista es un clamor al comprobar como Ostalé no amonesta a Balmanya. Algo debió quedar patente en la conciencia de Ostalé cuando, apenas un minuto después, amonestó a Bayo por una entrada de menor impacto contra Eugenio. El Barcelona ha pasado de ser un equipo timorato a ser un equipo agresivo. No encuentra el término medio. Los nervios terminan por desatarse con una cesión imposible de Arezo que Iborra se las ve y se las desea para conseguir despejar a córner. Regueiro, agotado y desdibujado, lo saca en corto. El despeje es fácil y el fútbol vuelve a morir en anodinos saques de banda. Como si de una súplica se hubiese entendido, Pedro Regueiro escucha el corazón de su hermano y se dispone a relevarle en el esfuerzo. Tú adelante que atrás me las compongo yo solo. Y no fue fácil, porque el tiempo pasaba y el Barcelona, ahora sí, venía apretando.

Zamora despeja fuerte, de puños, un centro escorado de Munlloch. No eran momentos para zamoranas ni para adornos más excelsos; balón fuerte al centro y vuelta a empezar. Souto, desatado en su esfuerzo, fuerza un córner. El público ya está totalmente entregado a él, y más que lo estará cuando comprueben que será el propio Souto quien, de un cabezazo, aleje el peligro tras el saque de esquina. La grada está alborozada y más conseguirá extasiarse cuando vean como Sañudo marca el tercer gol ante la pasividad de Iborra. La desilusión no tarde en hacer mella en la tribuna y la pasividad de Iborra tendrá justificación en cuanto todos se cercioren de que tanto el línea como el árbitro habían señalado fuera de juego ante el desmarque de Sañudo. Al encargado de mover el marcador le dan una orden: todo sigue igual.

Pero algo ya había cambiado. El Barcelona, ahora, quiere ganar y eso es un concepto nuevo en el transcurso del partido. Ventolrá, genio y figura, pide el balón y encara sin cesar. Una y otra vez busca a Luis Regueiro, y una y otra vez se aprovecha del agotamiento del genio de Irún. En una de ellas dribla a Regueiro, a Bonet y a Quincoces y, cuando se disponía a centrar, el terreno le juega una mala pasada y el balón termina por la línea de fondo. Todos sabían de antemano que aquel terreno duro y hosco perjudicaría seriamente al Barcelona. Aunque si alguien o algo perjudicó al Barceloa fue más él mismo que el terreno de juego o el ábritro a quien empezaron a protestar tras cada jugada no finalizada. Como aquel centro mal despejado por Bonet y que dejó al campo en silencio durante un par de segundos. "¡Mano!", exclamó un espectador. Y seguidamente se escucharon quince mil gritos, unos acordándose de una madre y otros acordándose de un padre. Lo que bien viene a llamarse división de opiniones.

Y lo que está completamente dividido es el partido. El Barcelona es otro. Empujado por la inercia parece buscar un premio que, realmente, no sabe como encontrar. Pero busca. Rasca en el muro de hormigón y busca resquicios donde hacer aflorar el agua. Una vía de escape, un motivo para la esperanza. Ciriaco y Quincoces, que habían vivido tranquilos en su guarida, comienzan a emplearse con seriedad. Su presencia es notoria. La vieja escuela era así de concisa: o el balón o el jugador. Nunca los dos al mismo tiempo. Escolá es quien más quebraderos de cabeza les está dando. Quien lo iba a decir; el tosco Escolá, con esa pinta tan suya de camionero, siempre buscando el choque, el remate, el fallo del rival. No le tenían especial miedo y, sin embargo, se está convirtiendo en una mosca cojonera en el plato de sopa.

Bonet, el encargado de echar una mano a los centrales en materia de contención, está más desentonado que de costumbre. Hasta el pobre Sañudo parece más dispuesto a evitar el empate que el medio central. No encuentra a Escolá y Escolá vive lejos de él para buscar el balón suelto. Y el balón suelto llega. Después de el enésimo córner y justo después del enésimo bostezo, el Barcelona inicia un contraataque. No es especialmente peligroso y tanto Ciriaco como Quincoces viven en la seguridad de haber atajado antes otros contragolpes mucho más incisivos. Pero resulta que Raich, quien recibe en posición franca para encarar, comete un error y el balón se cuela entre sus piernas. Resulta que el error es inesperado y tanto Ciriaco como Quincoces quedan con el molde mientras el balón bota despacio hacia los pies de Escolá. Y resulta que Escolá, quien ya había anotado el primero, tiene en su bota la ocasión más certera del partido. El disparo es fuerte, cruzado, con la izquierda y el balón sale como una centella, ocasionando una nube de polvo y arena. Zamora no puede ver la pelota y tira de intución, observa la posición del jugador tras el disparo y se lanza como un felino hacia el poste izquierdo de su portería. Cuando aparece el balón, su mano ya está en posición de despeje. Palmea la pelota, esta toca el poste y se marcha, levantando más polvo, hacia la línea de fondo. El momento, inmortal, quedó reflejado en una fotografía que aún hoy recorre las redacciones de España como uno de los mayores ejemplos de milagro futbolístico.

La grada blanca, cuyo corazón se encogió durante el instante que precedió al golpeo, hace amago de invadir el campo. Está tan enloquecida con la parada que no son conscientes de que al partido aún le quedan los dos minutos de rigor que suponen el alargue. El córner es sacado sin consecuencias, el Madrid achica agua con fuertes patadas al balón y el Barcelona no encontrará el momento para volver a poner a prueba al mito. Aquella instantánea supuso la última gran parada de Ricardo Zamora como jugador de fútbol al máximo nivel. El pitido final desata los instintos. Ahora sí, el público invade el terreno y los aficionado más pasionales buscan a Zamora para alzarle en hombros. Una faena así bien merece puerta grande.

En un momento, las gradas, pasaron a tener un color azulgrana bastante tristón. Los aficionados, que sabían que su equipo podía haber dado mucho más, se lamentaban de la imagen ofrecida y dejaban caer sus banderines mientras observaban a la plebe blanca enfervorizada con el resultado final. En la entrega de trofeos, mientras Zamora recibe la copa, es Ventolrá, capitán azulgrana, quien inicia, con un aplauso, la sonora ovación que acompañará al portero mientras levanta el trofeo. En una mano la copa de campeón de España y en la otra, vacía, un dedo índice levantado hacia el cielo en señal inequívoca de que allí estuvo y seguía estando, el verdadero número uno del fútbol español.

Tras el partido, la entrega y los estertores, sobre el terreno de juego quedó el silencio, miles de banderines y las cuatro o cinco botellas de gaseosa que no habían conseguido acertar al trío arbitral. Pese a ello, las crónicas de la época cuentan que el público supo comportarse. Y cuentan como, desde Barcelona, se asumió la derrota como merecida y se felicitó al Madrid por su trabajada victoria. Cuentan, en general, que fue una final aburrida, en la que el Madrid hizo mejor lo que tuvo que hacer, que forzó la máquina en un primer cuarto de hora excepcional y después supo nadar y cuidar la ropa. Pero cuentan, por encima de todo, el asombro que generó aquella última parada de Zamora a disparo de Escolá y afirman que aquella acción le dio el campeonato al Madrid. El veterano Zamora, el viejo zorro que había vuelto desde los infiernos para apostillar al equipo que no le quiso dar un sueldo de ministro. El hombre que amedrentó al bisoño Barcelona, el hombre que levantó una ciudad mientras apagaba las esperanzas de redención de la capital de Cataluña.

"El resultado ha sido el previsto", apostilló tranquilamente tras el duelo. Los honores colmaban su figura, los agasajos circulaban tras sus oídos, la inmortalidad se había ganado estirada a estirada. Aquel balón con arena, aquel polvo del camino, aquellos botes imprevisibles y la mano salvadora cacheteando la pelota hacia la línea de fondo. "Yo no entiendo de fútbol", sentenció el ministro Funes al ser inquirido tras el partido. Realmente, no hacía falta entender para admirar una obra de arte tan plástica, un milagro tan excelso. El milagro que hizo llorar a Ventolrá; tantas veces compañero y ahora amigo y enemigo que lamentaba el fracaso. "No lloro por mí", exclamó entre sollozos mientras era sacado en automóvil y la multitud aclamaba al ídolo caído, "lloro por estos señores y por Cataluña". Señaló a la gente, recordó a la directiva y entonó el mea culpa sentado en un coche con destino a ninguna parte.

Todo lo contrario que el tren del Madrid, que llegó a Atocha entre vítores y paró máquinas ante el estruendo de la multitud. Fueron miles los que acudieron a felicitar a sus héroes. Fueron miles los que quisieron volver a levantar a Zamora en hombros y hacerle sentir de nuevo maestro inmortal de ceremonias. Aquel día, nacionales y republicanos se unieron en un solo grito; el grito del deporte. Días más tarde, los mismos que se habían abrazado en la estación de Atocha, se estaban matando incrustados en barricadas y dando paseos infames hacia el muro de cualquier cementerio. Los mismos hermanos que apresaron al presidente del Barcelona, Josep Sunyol, en su viaje de vuelta a casa y le asestaron dos tiros antes de lanzar su cuerpo a una cuneta. Los mismos que olvidaron el fútbol y se dieron a las armas dejando en el olvido aquella última parada de un Zamora que se vio obligado a huir llevando en el pasaporte una foto en blanco y negro y ninguna referencia a las cinco copas y dos ligas que había levantado como jugador de fútbol.

En la guerra no existía el pasado y en un presente ficticio se quiso reprogramar el fútbol creándose una copa de la España Libre que no convenció a nadie. Aquellos títulos fueron obviados por el tiempo y por la Federación de fútbol. Los libros de historia hablan de disparos a bocajarro, de trincheras improvisadas y de batallas infames que visten de luto nuestra memoria reciente. Zamora, utilizado por ambos bandos como el símbolo de una España que fue y no pudo, fue recluido en la cárcel modelo de Barcelona a la espera de mejores tiempos para la lírica. De allí fue trasladado a la embajada francesa en Madrid en espera de un salvoconducto que le sacara de aquel infierno de balas y sangre. En uno de sus viajes hacia la estación de tren, uno de los soldados creyó ver el rostro del héroe tras aquella frondosa barba. "¡Zamora, hombre, qué haces con esas pintas!". No supo si reir o llorar. Pese al camuflaje, había sido identificado y, durante un segundo, temió por su vida. Pero el soldado le estrechó la mano, le incitó a seguir y el portero se marchó de España dejando lágrimas y recuerdos. Atrás quedaba el mar y delante quedaba una vida. El exilio le esperaba al mejor portero de la historia del fútbol.

En Francia se enroló en las filas del OGC Niza donde ofreció sus últimas paradas y donde comenzó su carrera como entrenador. Una carrera que le llevó a lo más alto una vez hubo regresado a España y se hizo cargo del Atlético Aviación. Pasaba a formar parte, de esta manera, de la historia de los tres equipos más importantes del fútbol español. En el banquillo su imagen distó mucho de la ofrecida bajo los palos. Cambió el jersey de lana por una chaqueta de paño y la gorra por un pelo sujeto con fijador. Fumaba mucho, algo que ya hacía de joven pero que no hizo realmente público hasta convertirse en director de orquesta. El Atlético ganó sus dos primeras ligas y la gloria se agrandó para quien, durante muchos años, fue considerado como el mejor deportista español de todos los tiempos.

Tras su exitoso paso por los banquillos, alcanzó el puesto de seleccionador, pero aquella silla eléctrica no tuvo piedad ni para el más grande. Poco a poco se fue alejando del fútbol y se dejó envejecer mientras protagonizaba películas de bajo presupuesto y preparaba a su hijo mayor para el salto a la primera división. Las cosas ya habían cambiado mucho, España vivía bajo el puño de hierro de la dictadura, el miedo había dejado paso al silencio y el silencio abría viejas heridas que no terminaban de supurar. Le dio tiempo a volver a vivir en democracia y cuando ya hubo contado a todos sus historias, falleció un día de verano de 1978, cuando a España le regaba aquel sol que había sido testigo de su parada más espectacular. Para entonces, muchos habían olvidado a Escolá y había quien aseguraba que Zamora había volado como un superhéroe. No era cierto; había sido una parada inmortal protagonizada por el más admirado de los mortales. Un mortal que dejó un legado vestido con jersey de lana y calado con una gorra de fieltro.

Un mortal cuya memoria reside en el nombre de una plaza en el barrio de Sarriá, allí, junto al lugar donde estuvo el estadio donde vivió sus mejores tardes, un lugar en la leyenda del fútbol español reconocido en nombre de premio al portero menos goleado, un lugar en el ideario de nuestra historia y una leyenda que recorre las calles cada vez que una final de copa se acerca y los abuelos cuentan la historia de una parada imposible, la misma historia que habían escuchado en boca de sus padres. Algunos, con un poco de fortuna, pudieron estar allí. Pudieron aplaudir el vuelo, reconocer al mito y sacar al maestro en hombros después de su faena más recordada.

lunes, 1 de junio de 2020

Volver a vernos

Volver a vernos para saciar la necesidad, para soltar los abrazos, para desperdigar las palabras, para vaciar el alma de sentimientos y vomitar todas las frases que teníamos guardadas en el cajón de las conversaciones pendientes. Volver a vernos para valorar, porque más allá del día a día que nos regala la rutina está la verdad que esconde la soledad; siempre, por mucho que nos quejemos, podemos estar peor.

La vida es una sucesión de hechos inesperados. Porque más allá de los planes, de las agendas y los cuadrantes, existen los designios, existen esas especies de efecto mariposa que ponen el mundo patas arriba y las individuales en situaciones inesperadas. Saber reaccionar es saber asumir. Saber asumir es saber superarlo. Pero, más allá de los sentimientos, existen las sensaciones y es de ellas de quienes se alimenta el cerebro. Podemos sentir y desear, pero si la sensación no acompaña, jamás habrá un regreso a la tierra prometida tal y como nos habían contado.

Por eso es importante volver a verse, volver a compartir, volver a sentir que el mundo sigue siendo el mismo, que podemos cambiar como sociedad e incluso como personas, pero seguimos siendo los mismos individuos con ganas de descubrir la vida. Es importante saber que los demás están como nosotros, que también han sufrido y que también tienen ilusiones. Porque no nada peor que una sociedad aterrada y, sobre todo, no hay nada peor que una sociedad conformista y poco plausible a los cambios. Porque la zona de confort no se limita a nuestro lado del sofá sino a un planeta susceptible a cualquier tipo de cambio.