Llevaba tiempo postergando el momento de volver a comprarme un coche. Entre achuchones, fallos y averías he ido alargando la vida de mi 206 hasta que las necesidades me han dicho basta. No es el mejor momento porque en apenas una semana parto hacia Azuqueca de Henares para pasar dos años de penuria a setenta kilómetros de mi casa y los gastos se van a ver aumentados molestamente. Pero el motivo era más que evidente, un coche con trescientos mil kilómetros y un embrague para el arrastre no iba a tener muchos años más de vida. Urgía cambiarlo ahora que me voy a castigar el ánimo a golpe de kilómetros. Sin salir de la Peugeot y embargado hasta las cejas me he comprado un 407. Salía bien de precio y pago una financiación sin intereses. Eso sí, previa felación al banco. Antes tenía coche, pero ahora vuelvo a no tener nada mío. Esperaremos sentados a que acampe el temporal.
Llevamos más de tres años sufriendo la opresión de una crisis que nosotros no nos buscamos. Primero fueron los bancos, después las empresas y ahora es el gobierno quien nos ahoga. Mientras el ejecutivo estuvo de brazos cruzados viendo como el barco se iba a la deriva, los sindicatos le tocaron las palmas porque les interesaba bailar al son de quien sabía silenciarlos. Ahora, cuando ya hemos tocado el fondo y cuando las soluciones son más complicadas que los problemas, se proponen parar al país para hacer mucho ruido y, seguramente, cascar pocas nueces. La huelga es necesaria, sí, pero llega muy tarde.
Llevo unos días viviendo entre niños y expectativas.
Los primeros me están dando todas las alegrías. Por un lado, mi niño Pablo que como el campeón del mundo al que está destinado a ser va creciendo a pasos agigantados, se va convirtiendo en una preciosidad y cada vez va aprendiendo más las costumbres y rebeldías de la vida. Un crack.
Por otro lado, mi sobrina Raquel. Esa luz de esperanza que esperábamos para el mes de octubre y que llegó por sorpresa en mitad del mes de agosto. Esta pequeñita peleona nos tiene a todos con el alma en pie. La pequeñita será gigante y los sustos se convertirán en anécdotas.
Luego andan, despacio y sin rumbo, las expectativas multivariables de cada año. Las de este otoño se viste de incertidumbre y esperanza. Ambas me las proporciona un puñetero trabajo a setenta kilómetros de mi casa y la espera interminable de una llamada del banco para decirme que me conceden el crédito para poder comprarme el coche.
En fin, que al final no habrá dinero, ni habrá coche. Habrá un trabajo que me amargue y cientos de madrugones que no sepa controlar.
Pero también habrá un hijo y una sobrina que vivirán de mis sonrisas. Menos mal que siempre hay algo por lo que tirar hacia adelante.