Se corría la penúltima vuelta y el 
portugués Carlos Lopes aceleró la marcha. Atrás quedaron un puñado de 
buenos corredores y tras él, manteniendo el aliento en el cogote, dos 
hombres; uno, Brendan Foster, británico y elegante, otro, Lasse Viren, 
finlandés y arrebatador. La historia terminó en una vuelta olímpica con 
los pies descalzos y una atronadora ovación. Pero había empezado mucho 
antes, en el campeonato nacional de atletismo de categoría junior 
celebrado en Inkeroinen en el verano de 1969.
Finlandia era cuna de dioses de las carreras de fondo; Paavo Nurmi, 
Ville Ritola y Hannes Kolehmainen habían regado el honor patrio con 
sudor y lágrimas. A ellos se iba a sumar un flacucho sureño que corría 
con el pecho erguido y la cabeza tintineante. Ganó el campeonato junior,
 batió el record del mundo y jamás volvería a pasar inadvertido por las 
calles de Helsinki.
La historia de Lasse Viren es la de un fondista bestial perseguido, 
durante toda su carrera, por la sombra de la duda. Su primera aparición 
en la élite se produjo en 1971, dos años después de pulverizar el record
 mundial junior y después de una minuciosa preparación. Quedó en el 
séptimo lugar en los europeos celebrados en Helsinki y dejó atisbar una 
fuerza que poco más tarde sería arrebatadora. Tenía veintidós años, se 
confinó en los bosques del norte y se prometió no volver a perder una 
carrera en la élite.
Se presentó en los Juegos Olímpicos de Munich como un aspirante al trono
 y salió de allí con trono, corona y vítores de leyenda. Su carrera en 
los cinco mil metros fue impecable; ganó y batió el record del mundo. 
Pero lo mejor estaba aún por llegar. En la duodécima vuelta de los diez 
mil metros lisos, presa del nerviosismo e intentando encontrar una mejor
 posición en el grupo, tropieza con Mohamed Gammoudi y 
ambos caen al suelo ante el asombro general. El grupo se escapa y ellos 
permanecen en el suelo, lamiéndose las heridas físicas y morales. El 
tunecino permance sobre el tartán, tocado y hundido, pero Viren es más 
fuerte y sabe que no ha estado todo un año entrenando para terminar 
rodando por el suelo. Un par de vueltas más adelante echa mano al grupo y
 poco a poco va ganando posiciones, termina colocándose en cabeza, 
aprieta los dientes, esprinta y termina ganando por aplastamiento. 
Medalla de oro y record del mundo. Hubiese habido un nuevo gran héroe en
 el olimpo si a un tal Mark Spitz no le hubiese dado por coleccionar 
medallas de oro.
Pero Viren ya es dueño de su propio destino. Pocos 
meses después, y aprovechando su incontestable pico de forma, bate el 
record mundial de los cinco mil metros ante el clamor de sus paisanos. 
Había nacido una leyenda, pero la leyenda prefirió la sombra para 
asomar, sólo muy de vez en cuando, la cabeza hacia la luz.
 
 
Pasa el año 1973 y nadie sabe qué ha sido de Lasse 
Viren. Llega 1974 y deja una discreta participación en los campeonatos de 
Europa. Todos comienzan a hablar de él en pasado y la sensación de que 
ha sido un héroe efímero se agranda tras un 1975 en el que pasa 
absolutamente inadvertido. Pero mientras otros hablan, él actúa. 
Mientras otros corren, él entrena. Arropado por la Federación Finlandesa
 de Atletismo, Viren se entrena en secreto en Colombia y en Kenya. 
Algunos dicen que lo hace para aumentar su capacidad de resistencia, 
pero los más suspicaces comienzas a hablar de doping de sangre. Algunas 
veladas acusaciones dicen que extrae su sangre oxigenada en altura para 
volvérsela a inyectar horas antes de la competición. La práctica, aunque
 moralmente desechable, no está prohibida por ningún comité deportivo 
por lo que, hiciese lo que hiciese, Viren está seguro de correr amparado
 bajo un manto de legalidad.
Pero el silencio es absoluto y en él se ocultan Viren y
 sus entrenadores para preparar la cita olímpica de Montreal. La primera
 piedra de toque son los diez mil metros. Carlos Lopes ataca a falta de 
dos vueltas, le siguen Viren y Foster, el británico queda rezagado y el 
finlandés aguanta el pulso, suena la campana, última vuelta, Viren 
sobrepasa a Lopes, esprinta, es un animal desbocado, un huracán 
incontenible, levanta los brazos y el público aplaude estupefacto ¿Dónde
 estuviste durante los cuatro últimos años? Parecen quererle preguntar. 
Pero Lasse Viren sigue callando. Con aquella sonrisa enigmática que 
vestía su rostro en cada ceremonia de entrega de medallas, vuelve a 
presentarse en la línea de salida para participar en los cinco mil 
metros lisos. La historia se repite, ritmo frenético, esprint final y 
victoria. Ahora no quedan dudas, solamente nombres y un olimpo. Los 
periodistas desenfundan sus plumas y escriben: Paavo Nurmi, Emil 
Zatopek, Lasse Viren. No hay más héroes.
El campeón mira al cielo, guiña un ojo y se sienta 
sobre la pista. Resopla, se descalza y, con una zapatilla en cada mano 
vuelve a ponerse en pie para dar una vuelta olímpica, los brazos en 
alto, la marca deportiva que le calza, más alta aún. Aquel sacrilegio, 
en la época del amateurismo, es visto como un delito para el COI quien 
impone una dura sanción a Viren y le advierte sobre posibles 
consecuencias en el caso de que se le vuelva a ocurrir algo parecido. 
Viren sigue callando y sigue celebrando. Su doblete ya es historia; 
nadie, ni Nurmi, ni Zatopek, ni tantos otros dioses de carne y hueso 
habían conseguido repetir el cinco mil y el diez mil en dos juegos 
olímpicos diferentes. Él es el único.
Y tan único se siente que busca el milagro en forma de 
locura. Criado con cuentos de campeones junto a la chimenea de su casa 
de Myrskyla, intenta cobrar lo imposible imitando la hazaña de Zatopek 
en el cincuenta y dos. Dieciocho horas después de vencer en el cinco mil
 se presenta en la línea de salida del maratón. Quería ganarlo y ser 
inmortal. Queda quinto, pero sigue siendo inmortal. Ve de lejos la 
ceremonia de entrega de medallas y piensa que él debió estar ahí, sin 
recapacitar en la gesta que, con un simple quinto puesto, había 
protagonizado.
Tan único se siente que vuelve a refugiarse en la 
oscuridad. Aparece en el europeo de 1978 aparentemente más pesado, 
visiblemente más lento y vuelve a caer derrotado. Aquello supone un caso
 único en la historia del deporte; un campeón olímpico al que no le 
motivan el resto de medallas. Intratable bajo el pebetero, mundano lejos
 de él. Y, por encima de todo, una celebridad imponente en Finlandia 
quien, tras cada victoria olímpica le recibe en multitud como si se 
tratara de un jefe de estado.
Pero más allá de las fronteras finesas, el campeón 
sigue siendo observado con lupa. Los desconfiados no pueden creerse 
victorias tan apabullantes seguidas de derrotas tan calamitosas como la 
que sufrió en su país ante Foster semanas después de los Juegos 
Olímpicos de Montreal. Gana primero, pierde después y, como por arte de 
magia, vuelva a desaparecer de la escena. Los dedos acusadores le 
señalan y él se fotografía con la pierna vendada después de haber 
sufrido una operación. Las lesiones le sirven como excusa pero las 
presiones son cada vez más fuertes; otros atletas finlandeses, como 
Maanika y Allaleppilampi, son sancionados por doping, pero no existen 
pruebas contra Viren. Las autotransfusiones están permitidas y más allá 
de la ley solamente encuentran silencio y una colección de medallas de 
oro.
Las victorias sacian su ego. Disminuye el ímpetu, 
disminuye el entrenamiento y, acuciado por las presiones externas, 
abandona las concentraciones en altura. El resultado es catastrófico; en
 los Juegos Olímpicos de Moscú 80, se presenta un corredor fuera de 
forma, un veterano de mil batallas que, con tan solo treinta y un años, 
tiene la palabra "basta" escrita en la frente. Sufre lo indecible para 
acceder a la final de los diez mil y en la misma, tras un arreón de 
orgullo, consigue terminar en el quinto lugar. Un buen puesto para un 
buen corredor, un mal puesto para un campeón. Tras contemplar a Myrus 
Yfter con la medalla de oro desde la lejanía, comprende que la élite ha 
quedado lejos y que regresar es imposible. Tras los Juegos Olímpicos se 
apunta a un par de maratones y decide retirarse tras correr el cross de 
Gareshead en Gran Bretaña. Demasiado viejo para el deporte, demasiado 
joven para vivir.
Se construye una casa sobre un terreno donado por el 
estado finlandés y recopila imágenes de una vida sobre las pistas de 
atletismo. En las portadas, su sonrisa ilumina el mundo, en cada pie de 
foto, su nombre junto al de Paavo Nurmi. Él es el nuevo "finlandés 
volador". Intenta vivir alejado del ruido pero las suspicacias le siguen
 persiguiendo; le siguen acusando de tramposo y él sigue guardando 
silencio. Pero llega un día en el que el polvorín finlandés termina 
volando por los aires; Martí Vainio, medalla de plata en los Juegos 
Olímpicos de Los Ángeles, termina confesándolo todo. "Debéis estar entre
 los mejores", les dijeron. "Para conseguirlo, tomad todo lo que 
necesitéis". La vista se vuelve hacia atrás y el pasado riega las 
sospechas. Si Vainio lo hizo ¿Por qué no lo pudo haber hecho Viren? 
Suena el teléfono de casa y una editorial alemana le ofrece una 
jubilación prematura en forma de cheque en blanco. "Si lo cuentas todo 
será un Best Seller". "Sólo tengo una cosa que contar". Silencio. "El 
secreto de mi éxito". Más silencio. "Todo fue gracias a mis 
entrenamientos en el bosque". Silencio total.
Las sospechas terminaron por apagar el mito y Viren 
sigue viviendo en paz, en su casita de campo y con todas sus medallas 
colgadas en la pared del salón. Pero ya nadie habla de él cuando 
mencionan a los grandes héroes del olimpo; hablan de Nurmi, de Owens, de
 Zatopek, de Fosbury, de Lewis, de Gebresselasie, de Bolt, pero no de 
Viren. Un campeón bajo sospecha, un hombre tranquilo que arrasaba en las
 últimas vueltas, un atleta que consiguió un hito aún pendiente de 
igualar. El finlandes volador que se concentraba en altura para, 
después, "beber" de su propia sangre. Lícito o no, los números quedan y 
los recuerdos nunca se apagan.