Carlos Buticce era una eminencia en el
ciclón. San Lorenzo ganaba ligas, los matadores aniquilaban defensas y
bajo los palos, el batman Buticce atajaba balones como quien atajaba
ovillos de lana. En 1968, en plena apoteosis, a San Lorenzo llegó un
chico grandote, Jorgito, le llamaban y, seguidamente calzó unos guantes
para pasar el primer entreno. Buticce era el amo, Jorgito solamente
podía ser su suplente. Pero Jorgito tenía agallas, se comía la hierba,
besaba los postes, se estiraba como un gato. Buticce le enseñó a atajar y
a su sombra vivió como quien vive el éxito de un buen amigo. Seis años,
cuatro títulos y Jorgito, a quien ya apodaban "El gordo", dispuesto a
dar el salto y hacerse dueño de la portería.
Alguien llamó a la puerta del vestuario. "Chicos, preparense porque nos
vamos a España". Los chicos hicieron el petate e intentaron averiguar
quien era ese equipo contra el que iban a jugar. De España conocían al
Real Madrid, también al Atlético y al Barcelona, habían oído hablar del
Valencia y de los compatriotas que jugaban en el Sevilla, pero nadie
sabía en qué división jugaba el Salamanca. Era verano en España y los
equipos estaban de pretemporada. El Salamanca era un equipo fuerte,
aguerrido, que no renunciaba el choque y que sabía montar el
contraataque con mucho peligro. Jorge D'alessandro ya era el portero
titular de San Lorenzo en aquel caluroso verano de 1974. Y Jorge
D'alessandro hizo un partido memorable en aquel partido amistoso contra
el Salamanca "¿Cómo se llama ese gordito?" Se preguntaron las directivas
entre sí. "Ese es Jorgito, el alumno de Buticce". "¿Cuánto piden por
él?".
La negociación fue dura, la AFA prohibía a los futbolistas menores de
veintiseis años jugar fuera de Argentina, por lo que a la directiva del
Salamanca le tocó mover hilos y pasar noches en vela hasta conseguir un
contrato con el portero de San Lorenzo. Apenas un mes después,
D'alessandro debutaba como portero de la Unión Deportiva Salamanca y, en
apenas unos meses, ya era el gran ídolo del Helmántico. Aquella
temporada terminaron séptimos, un puesto sensacional para el Salamanca.
La gente jaleaba al gordo y el gordo respondía con paradones de época.
Junto a su amigo Ricardo Rezza, formó una columna vertebral casi
infranqueable y aún hoy recordada a orillas del Tormes. Lo que Rezza no
podía detener, D'alessandro lo atajaba. Años dorados y días de vino y
rosas.
El día de año nuevo de 1978, al Salamanca le tocó rendir visita al
mítico San Mamés de Bilbao. D'alessandro, con la cabeza en Salamanca y
totalmente arraigado a las costumbres españolas, ultimaba los detalles
de la tienda de artículos deportivos que acababa de abrir cerca de la
Plaza Mayor. El Athletic era un gran equipo; meses antes había perdido
injustamente la final de la Copa de la Uefa y había visto como Iríbar
encajaba el último penalti de la tanda frente al Betis en la final de la
Copa del Rey. Iríbar, en Bilbao, era más que una palabra; un humano que
trascendía a lo divino, un semidios con jersey negro y mirada de tipo
duro. Un tipo estilizado que nada tenía que ver con D'alessandro.
Andares desgarbados, barriga incipiente, pelo alborotado y sonrisa
picarona. En un lance del juego, el gordo saltó a por un balón bombeado y
atajó sin problemas la pelota mientras sentía un fuerte golpe en el
costado. Dani, el avispado delantero bilbaíno, había saltado junto a él
para ver si sucedía el fallo y, en el ímpetu, le había clavado una
rodilla sobre el riñón. Nada que no se pasara con un pequeño masaje y un
chorro de agua milagrosa.
El Salamanca empató y salió vivo de San Mamés, aunque a D'alessandro
estuvo a punto de no ocurrirle lo mismo. En el autocar que transportaba
al equipo de regreso a Salamanca, el portero comenzó a sentirse mareado y
solicitó al conductor que parase en un par de ocasiones para poder
bajar a vomitar. Todos lo achacaban a lo duro del viaje, a las malas
carreteras y a que, quizá, el portero había pasado una mala noche. Nada
que no se solucionase con un par de días de descanso. Pero el descanso
no llegó ni en casa. Eran bien entrada la madrugada cuando su mujer
descolgó el teléfono y marcó el número del presidente del club. "Mi
marido se está muriendo". Aquello tomó connotaciones de tragedia. El
dolor era insoportable, los mareos le hacían perder la conciencia y ya
no le quedaban más restos para vomitar. El diagnóstico fue rápido y
certero; desgarro de riñón. Había que extraerlo de manera urgente. Nadie
había dado importancia a aquel choque con Dani, pero aquel choque con
Dani le estaba costando la vida al portero del Salamanca.
El día dos de enero de 1978 a Jorge D'alessandro se le practicó una
nefretomía en el hospital del Salamanca. Fuera de peligro y con los
efectos de la anestesia aún sobre su cabeza, intentó incorporarse para
buscar a algún compañero y preguntarle si podría alinearse el siguiente
domingo. Pero a Jorge D'alessandro ya no le quedaban más domingos. O al
menos eso es lo que dijeron los médicos. Y también lo que dijo la
Federación quien, inmediatamente le retiró la ficha y le apuntó en la
lista de incapacitados para continuar con el juego.
Pero D'alessandro no era un tipo que le gustase disputar batallas
perdidas. Otro golpe podría haberle costado el otro riñón y eso le
hubiese costado la vida, pero ¿De qué vale una pasión si no puedes
disfrutarla? Jorge luchó contra el mundo y, sobre todo, luchó contra sí
mismo. Consiguió que la Federación volviese a aceptar su ficha y
escogió, para su vuelta, el partido más emotivo del mundo. Era el mes de
mayo, la primavera, en Salamanca, suele desvestir el frío de la piedra
de Villamayor para vestir la ciudad de luces, flores y encanto. Al
Heliodoro llegó el Athletic y frente a D'alessandro se encontró Dani. Un
saludo selló una paz y una mirada selló un compromiso. El gordo
D'alessandro siguió defendiendo la portería de la Unión durante cinco
temporadas más, justo hasta que visitó otro templo y recibió otro golpe
que le hundió definitivamente.
En 1983, el Salamanca perdió por tres goles a cero en el Bernabéu y
perdió, para siempre, como futbolista, al mejor portero de su historia. A
un balón largo sobre Johny Metgod, salió D'alessandro con su fogosidad
de siempre. El crack se escuchó en todo el estadio. Silencio, gritos y
una camilla. El diagnósitco indicó rotura de menisco y de ligamento
anterior cruzado. Aquello eran muchos meses de baja. Aquello era un
adiós precipitado al fútbol.
Regresó meses después, pero como ya había hecho con Buticce, hubo de
aprender a vivir a la sombra de Ángel Lozano, quien se había hecho con
la titularidad en su ausencia. D'alessandro dejó entonces de ser un
ídolo y pasó a ser un suplente incordiante. Demasiada ficha para un
portero suplente y pasado de años y de kilos. Despachó con el club su
baja y aceptó un último partido en el Camp Nou en el homenaje al Cholo
Sotil donde defendió la portería de una selección de futbolistas
sudamericanos. Era el diecisiete de mayo de 1984 y decía adiós uno de
los porteros más carismáticos de nuestra liga. Dieciséis años como
profesional, nueve de ellos en la Unión y el jugador que más veces ha
vestido la camiseta del Salamanca en la primera división. Un loco que
quiso jugar con la muerte, un gordo que voló a la escuadra para evitar
el gol más importante de su vida. Aquel día de año nuevo en San Mamés
murió un portero y nació un valiente. Un valiente de un solo riñón.
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