En el año 803 d.c., gobernaba en
Córdoba, capital del califato de Al-Andalus, el emir Al-Hakam I. En la
ciudad de Toledo, sometida al Califa, convivían musulmanes, judíos y
cristianos, muchos de ellos nobles y, la mayoría, molestos con la forma
de gobernar del wazir de la ciudad, Jusuf-Ben-Amru. Amru era despiadado,
injusto y nada benevolente. Tras una decisión en la que aprobó un
edicto que iba en contra de los nobles toledanos, estos se rebelaron
contra el wazir de tal manera que asaltaron su palacio y le hicieron
preso para después decapitarlo en la plaza pública. Muley, el consejero
que el emir tenía en Toledo, corrió a Córdoba para contarle a Al-Hakam
todo lo sucedido. La respuesta del emir fue enviar a Toledo al padre del
decapitado Wazir, Amru I.
Amru, el padre, gobernó la ciudad con condescendencia, bondad y
comprensión. Se formó un Consejo de nobles, que tras el recelo inicial,
posaron toda su confianza en el nuevo wazir al comprobar que éste no
tomaba ninguna decisión sin consultarla primero con ellos. De tal forma
se apaciguó a la ciudad hasta que a esta llegó el príncipe Abderramán I.
El primogénito del emir llegaba desde Córdoba camino de Zaragoza y
había hecho parada en Toledo para descansar, dar de comer a sus hombres y
de beber a sus caballos. Amru, en su condición de wazir de la ciudad,
organizó un festín en honor al príncipe e invitó a su palacio a todos
los nobles de la ciudad. Adornó las oscuras calles con antorchas y
engalanó la entrada al palacio con las mejores sedas. De aquella forma,
ningún noble se perdió por el camino y pudo entrar emocionado a lo que,
creían, sería una recepción inolvidable.
Y lo fue, pero no por lo que ellos habían imaginado. A medida que los
nobles iban entrando al palacio, fuertes guerreros musulmanes los iban
conduciendo a un patio interior donde habían cavado una fosa. Al pie de
la misma, todos los nobles, uno a uno, fueron siendo decapitados y
arrojados al fondo. Una vez no quedó un noble con vida, cada una de las
cabezas fue clavada en una pica para que, a la mañana siguiente, los
ciudadanos de Toledo comprobasen qué les ocurriría si volviesen a
perpretar una revuelta. Amru, satisfecho por la perfecta ejecución de su
plan, se dirigió a la tumba de su hijo y le expresó con devoción
palabras que habían sido promesa. "¡Hijo mío, ya puedes dormir en paz,
pues ya has sido vengado!".
Desde entonces, cada vez que alguien pasa una noche en vela por un mal
motivo, bien no puede dormir por encontrarse mal, por tener alguna
preocupación o porque alguien no le ha dejado hacerlo, al levantarse por
la mañana y sentirse preso del agotamiento, suele decir que ha pasado
una noche toledana. La referencia proviene de aquella noche del siglo IX
en el que cientos de nobles toledanos fueron pasados por la espada tras
ser engañados con palabras serviles.
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