Si algo nos ha enseñado este año, es que el tiempo nos tiene presos de sus vicisitudes. Porque mirando atrás, ahora sí somos timoratos, ahora sí somos nostálgicos, ahora sí nos sentimos débiles. Porque el tiempo no se recupera y, cuando pierdes un año y la vejez asoma por los costados, eres consciente de que esas canas de más, esas arrugas nuevas y esas rencillas pendientes contigo mismo, seguirán ahí y nadie borrará lo que no has conseguido.
Llegados a este punto, hemos sobrevivido al desastre dos tipos de personas; los que tienen miedo a la vida y los que tienen miedo a la muerte. Los primeros, más preocupados de vendarse los ojos que de destaparse el cerebro, buscan vivir el instante sin pensar en nadie, sin pararse a analizar el peligro que su inconsciencia puede provocar en sus seres más cercanos. Los segundos, más castigados por el miedo y más azotados por la experiencia, hemos decidido calmar los ánimos, templar el sentido común y conocer el peligro de un momento vital capaz de dejarnos solos ante la parca.
Porque un año no se recupera, pero menos aún se recupera una vida que se pierde. Así que, para sanarnos por dentro nos nos queda otro remedio que ser pacientes, generosos, comprensivos y comprometidos. Y saber que, en cualquier momento, siempre habrá un nuevo motivo, una nueva compañía o nuevo plan a la vuelta de la esquina. Porque esto es sólo una parada, la meta aún está lejos.
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