Las tormentas suelen ser mensajeras de un desastre o, al menos, avisadoras en ciernes de un peligro casi inminente, por lo que, cuando anuncian cielos negros y vientos helados, solemos escondernos en casa por temor a que nos pille desprevenidos y una ráfaga, un rayo o una corriente nos lleve por delante. Por eso, guardar silencio, esperar pacientes y rezar porque no haya daños considerables, es nuestra única receta ante el desastre, porque sabemos que siempre que llueve escampa, que pasada la tormenta y arreglados los caminos, la vida sigue su cauce, unos van a su rosal, otros a su portal y el avaro a sus divisas.
Es por ello que ciertos políticos, a día de hoy, cuando les ataca una tormenta de distinto ímpetu, sean como sean las verdades y provengan de donde provengan los ataques, el acusado, culpable o no, escoge la estrategia del prudente, se encierra en casa, pone la televisión y mira por la ventana esperando a que escampe la tormenta y los daños, aunque sean colaterales, invadan lo menos posible el espacio personal confiando en el tiempo y los recursos ayuden a engrosar el olvido.
El novio de la señor Ayuso se ha lucrado de manera vil y servil a costa de su influencia en la planta noble de la Comunidad, ha regado de dinero a los directivos de la empresa que está cercenando a la sanidad pública y, para más inri, se ha sentido tan impune que ha sido capaz de defraudar a la Hacienda Pública la gran mayoría del dinero ganado de forma inmoral.
He ahí la tormenta.
¿La estrategia? Lanzar consignas populistas, abocarse a la capacidad de ocultación de los medios de propaganda y, sobre todo, esperar a que escampe. Quizá cuando pase un tiempo y el lawfare vire, esta vez, en su favor, saldrá de nuevo sacando pecho y mayoría absoluta. Porque este país la sinvergonzonería de sus gobernantes es directamente proporcional al aborregamiento de sus ciudadanos.
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