No hace mucho fui consciente de que, últimamente, estoy dedicando en este espacio más requiems de los que eran habituales. Como bien nos explicaron en nuestros días de colegio, las personas envejecen y mueren. Es el ciclo final de lo que llaman ley de vida. La puñetera vida.
Durante muchos años fue para nosotros, de carácter obligatorio, la visita a casa de la tía Agustina cada vez que acudíamos al pueblo. Nos acostumbramos a su voz aguda y a hablar con ella en voz alta porque tenía problemas de oído. En los primeros años de nuestra vida, nuestra abuela siempre nos esperaba sentada en una hamaca, en el rincón de la derecha de la salita de estar, y nos contaba sus anécdotas con voz pausada. Entonces, la tía nos sacaba un vasito de Konga y algunos cacahuetes. Pronto aprendimos a quererla como la mujer entrañabale que era.
A medida que fuimos creciendo nos fuimos convirtiendo en jóvenes despegados. De vez en cuando acudíamos a visitarla instigados por nuestra propia conciencia y por las palabras apremiantes de nuestra madre. Nosotros no éramos del todo conscientes, pero la tía Agustia iba envejeciendo y nosotros veíamos pasar la vida a través de sus palabras. Poco a poco se fue encorvando, fue necesitando una garrota y se fue acomodando cada vez más en su viejo sillón de paño.
La ley de vida se cumplió hace poco más de un mes. Un maldito ictus y la tía se nos fue para siempre. No se marchó sólo una mujer, si no una de aquellas heroínas de postguerra que hubieron de lidiar contra el hambre y las necesidades para salir adelante y ayudar a hacerlo a sus cuatro hermanos menores. Gente como ella son los verdaderos ídolos de la vida. Empeñados como estamos en fabricar ídolos de cartón piedra, olvidamos que, gracias a las gestas de la gente común, hemos podido alcanzar este estatus de libertad que hoy nos aploma el alma.
El destino me dejó una oportunidad para decirle adiós. No hacía mucho que Manuel y yo nos acercamos a su casa para volver a escuchar esa voz tan peculiar. En aquel momento no éramos conscientes de que jamás volveríamos a pisar aquella casa. Jamás volveré a tener la sensación de entrar en la salita y volver a ver a la abuela en su vieja hamaca, haciendo ganchillo en su rincón.
Durante muchos años fue para nosotros, de carácter obligatorio, la visita a casa de la tía Agustina cada vez que acudíamos al pueblo. Nos acostumbramos a su voz aguda y a hablar con ella en voz alta porque tenía problemas de oído. En los primeros años de nuestra vida, nuestra abuela siempre nos esperaba sentada en una hamaca, en el rincón de la derecha de la salita de estar, y nos contaba sus anécdotas con voz pausada. Entonces, la tía nos sacaba un vasito de Konga y algunos cacahuetes. Pronto aprendimos a quererla como la mujer entrañabale que era.
A medida que fuimos creciendo nos fuimos convirtiendo en jóvenes despegados. De vez en cuando acudíamos a visitarla instigados por nuestra propia conciencia y por las palabras apremiantes de nuestra madre. Nosotros no éramos del todo conscientes, pero la tía Agustia iba envejeciendo y nosotros veíamos pasar la vida a través de sus palabras. Poco a poco se fue encorvando, fue necesitando una garrota y se fue acomodando cada vez más en su viejo sillón de paño.
La ley de vida se cumplió hace poco más de un mes. Un maldito ictus y la tía se nos fue para siempre. No se marchó sólo una mujer, si no una de aquellas heroínas de postguerra que hubieron de lidiar contra el hambre y las necesidades para salir adelante y ayudar a hacerlo a sus cuatro hermanos menores. Gente como ella son los verdaderos ídolos de la vida. Empeñados como estamos en fabricar ídolos de cartón piedra, olvidamos que, gracias a las gestas de la gente común, hemos podido alcanzar este estatus de libertad que hoy nos aploma el alma.
El destino me dejó una oportunidad para decirle adiós. No hacía mucho que Manuel y yo nos acercamos a su casa para volver a escuchar esa voz tan peculiar. En aquel momento no éramos conscientes de que jamás volveríamos a pisar aquella casa. Jamás volveré a tener la sensación de entrar en la salita y volver a ver a la abuela en su vieja hamaca, haciendo ganchillo en su rincón.
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