De nada nos sirve pedir perdón si estamos dispuestos a repetir los errores. Cuando uno tropieza, o hace tropezar a los demás, ha de saber que la vida aporta lecciones y que de nosotros mismos depende el saber o no aprenderlas. Uno vive más tranquilo cuando sabe perdonar, pero aún más cuando aprende a perdonarse a sí mismo, porque de nada vale la palabra si la conciencia no baila al son de las cicatrices.
Huir no es siempre de cobardes. Se puede ser valiente si sabes hacia donde vas, se puede ser consciente y al mismo tiempo sentirse una piltrafa porque del valor no depende el bienestar, sino que depende de saber que lo correcto vive en consonancia con lo naturalmente establecido. Para poner una vida patas arriba es necesario correr con los ojos cerrados, para restablecer una conciencia en necesario abrirlos, mirar hacia uno mismo y, sí, saber perdonarse.
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