Los instintos se remueven, a menudo, por temas banales. Todos hemos
llorado, alguna vez que otra, aunque fuese en nuestra más lejana
infancia, por alguna que otra nimiedad. A menudo por temas elementales y otras, quizá más de las que nos
gustaría, por temas tan triviales como un simple partido de fútbol. Un balón extraviado, un reloj
sin pila, un castigo inoportuno o una derrota al parchís. Manejar la
frustración es una tarea compleja cuando se ponen en liza el orgullo y
la ilusión. Cuando uno termina herido y la otra termina en mil pedazos,
es cuando damos riendo a los instintos y nos dejamos llevar por la furia.
Recuerdo con nitidez lo que aconteció minutos después de que el Atleti
perdiese la final de la Recopa de 1986. Resulta curioso que guarde
recuerdo de algo que no está relacionado con el juego cuando apenas
recuerdo un par de lances del partido. Sonó el timbre y varios vecinos
entraron en casa con el fin de mofarse de mi padre. Si, a mis diez años,
aún no tenía muy claro por qué equipo debía tifar durante el resto de
mi vida, al menos sí me quedó claro de qué equipo jamás iba a ser.
Puede que por vengar aquella afrenta y por decidir vivir en el escondite de la frustración tras cada derrota, me resulta imposible no acordarme de todas aquellas sonrisas de mofa que he sufrido durante mi vida, cada vez que el Atleti termina un partido con derrota. Será por eso, por la frustración generada y la vergüenza oculta latente, que me cuesta conciliar el sueño más de lo normal en noches como la de ayer. Resulta curioso y reconozco que hasta vergonzante ver como algo tan trivial como un simple partido de fútbol nos puede descompensar el ánimo hasta convertirnos, durante horas, en un ser más huraño de la normal. Y es que a menudo, intentando desconectar de ese monstruo devora conciencias que es el día a día, intentamos escapar hacia el mundo de las banalidades para buscar un consuelo de tontos. Lo malo es que nuestro consuelo de tontos es, para nuestra desgracia, el bien de muchos. Y aunque arrepentidos los quiere Dios, siento que, por más que me refugie en mis propias contradicciones, me costará sacar la cabeza del agujero porque todos nos movemos por pasiones insensatas. Y sin pasión, la verdad, resulta difícil darle un sentido a la razón.
Puede que por vengar aquella afrenta y por decidir vivir en el escondite de la frustración tras cada derrota, me resulta imposible no acordarme de todas aquellas sonrisas de mofa que he sufrido durante mi vida, cada vez que el Atleti termina un partido con derrota. Será por eso, por la frustración generada y la vergüenza oculta latente, que me cuesta conciliar el sueño más de lo normal en noches como la de ayer. Resulta curioso y reconozco que hasta vergonzante ver como algo tan trivial como un simple partido de fútbol nos puede descompensar el ánimo hasta convertirnos, durante horas, en un ser más huraño de la normal. Y es que a menudo, intentando desconectar de ese monstruo devora conciencias que es el día a día, intentamos escapar hacia el mundo de las banalidades para buscar un consuelo de tontos. Lo malo es que nuestro consuelo de tontos es, para nuestra desgracia, el bien de muchos. Y aunque arrepentidos los quiere Dios, siento que, por más que me refugie en mis propias contradicciones, me costará sacar la cabeza del agujero porque todos nos movemos por pasiones insensatas. Y sin pasión, la verdad, resulta difícil darle un sentido a la razón.
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