
Son muchas las ocasiones en las que me encuentro con gente capaz de ponderar su vida hasta un límite inalcanzable. Luego les miro y les escucho y llego a la conclusión de que su vida no es mejor que la mía, pero la única diferencia es que a mí no me gusta hablar.
Cómo soy de los que vierten sus desahogos con letras y sus presunciones con textos, baste este post para encumbrar a ese pequeño campeón que es mi hijo de ocho años. Una vez más, se ha apuntado a una gran caminata conmigo y, una vez más, me ha vuelto a dar una lección de voluntariedad. Doce kilómetros en poco más de dos horas y la abnegación de quien sabe que hace las cosas por placer.
¿Cuándo hacemos otra ruta? Me pregunta. Y yo sigo ideando mis propuestas sin caer en la tentación de la soberbia.
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