jueves, 7 de abril de 2022

Liberales

El neoliberalismo ideológico, a grosso modo, viene a defender la doctrina de que cada palo aguante su vela. Es decir, inhibe al estado, de sus obligaciones fundamentales para convertirlo en su simple órgano de gestión interna, mientras que los servicios públicos caen en manos de empresas privadas que habrían de gestionarlas, en teoría, de acuerdo a unos preceptos de dignidad, cooperación y, sobre todo, sana competencia.

Conviene recordar que no hace demasiado tiempo, muchas de las empresas que prestaban servicios de primera necesidad, eran de gestión pública. De esta manera, el precio de la electricidad, los combustibles fósiles e incluso el tabaco, eran marcados por el gobierno en connivencia con las fluctuaciones del mercado. Desde el momento en el que se soltó la cadena y los amigos del presidente de turno se hicieron con el control de las empresas, comenzó una competencia pactada que derivó en precios inflados, nuevos millonarios y, en muchos casos, una vergonzante pobreza energética por parte de gente abandonada por su gobierno y a merced del mercadeo de un grupo de ávaros sin escrúpulos.

Quisiera suponer que en el origen de esta ideología que ha conducido a occidente hacia el capitalismo salvaje, había un principio de decencia presupuesta. Es decir, quien optó porque liberalizar servicios era una buena idea, debió pensar que siempre que los empresarios fuesen decentes y pensasen en la ciudadanía antes que en su beneficio extremo, los ciudadanos no tendrían porque verse abocados a la ruina siempre que el propio mercado terminase generando riqueza y, por ende, ellos mismos se fuesen beneficiando no sólo con mejores servicios sino con mejores salarios. Una especie de quid pro quo que jamás se materializó como tal.

Porque como todo sistema, cuando se entra en el abuso, se deriva en indecencia. Durante muchos años, en Madrid, la señora Esperanza Aguirre, autodenominada como una Margaret Tatcher de alta alcurnia, se dedicó a frivolizar con los servicios públicos construyendo hospitales para enriquecer a constructores primero y a especuladores de la salud después. Se trataba de derivar la atención pública en entes privados que jamás mirarían por la salud del ciudadano en exclusiva si eso incidía en pérdidas económicas. De esta manera, en los hospitales públicos de toda la vida, se despidieron sanitarios y se dejó el grueso de la contratación a las nuevas empresas de gestión que nunca ofrecerían ni los sueldos ni las condiciones que sí lo hacían las instituciones comunitarias. Después de la sanidad fue la educación, después los servicios sociales y así, poco a poco, externalizando servicios hasta que pudieron ofrecer su particular dumping fiscal a costa de una oferta de necesidades de alto stánding sólo a alcance de bolsillos privilegiados.

Porque aquí llega la derivación final de este liberalismo salvaje con el que nos han tapado los ojos y cultivado los oídos. No se trata de gastar dinero para el servicio del ciudadano, sino para permitir que los ricos, si pueden sean aún más ricos. Levantarme con la noticia de que dos pájaros pijos han saqueado las arcas públicas a costa de una pandemia y en connivencia con el Ayuntamiento, no hace más que retrotraerme a la imagen del hermanísimo de la presidenta, del hotelero Sarasola, de los dueños de los grandes holdings de residencias de ancianos o del dueño de Telepizza. Labor social con gente rica para tratar de hacer creer a los pobres que necesitamos su dinero cuando ellos nunca harán nada gratis ni quien les da la pasta nada sin recibir algo a cambio.

¿O acaso creeis que se levanta un hospital en dos meses, pudiendo abrir decenas de plantas vacías en hospitales, por un mero interés ciudadano?