jueves, 29 de octubre de 2020

La fiesta de la vergüenza

Nos restringen la movilidad en horarios y fronteras, nos dicen que no podemos juntarnos en familia, nos

condicionan la vida con medidas que, las protestemos o no, son necesarias. Y yo lo acepto todo porque sé que lo más importante es la salud, que hay que quedarse en casa y moverse lo menos posible y reducir la vida social a la nada. Pero después de pedirnos a todos el mayor sacrificio de nuestras vidas, van ellos y se plantan en un evento social con ciento cincuenta invitados y hasta las tantas de la noche. Sin distancia, sin mascarillas, sin predicar con el ejemplo. Mira que no me gusta ser demagogo y odio caer en comentarios populistas, pero esta vez no me lo puedo aguantar: "Váyanse ustedes a la mierda".

lunes, 26 de octubre de 2020

Bicho malo

Reconozco que soy un miedoso y que tiendo al alarmismo. Uno de mis mayores defectos es más que mi

hipocondría, mi sugestión. A medida que siento un pequeño dolor o molestia tiendo a creer que tengo una enfermedad grave. Todo se debe al miedo a caer, a dejar de ser, a sufrir. Hace unos días me levanté con un dolor de garganta terrible, me dieron escalofríos y comencé a toser, lo peor de todo llegó cuando me subió la fiebre. Sinceramente, pensé que tenía el coronavirus y fueron muchos los escenarios que imaginé y ninguno era positivo. Finalmente, la PCR me devolvió un resultado negativo y los síntomas, que empezaron a disminuir; se fue la fiebre, el dolor y, poco a poco, la tos, me hicieron saber que mi diagnóstico era mucho más simple: un resfriado común. Eso sí, el miedo, el alarmismo y el temor no me lo quitaron nadie durante aquellos días de pesadumbre. Sigo aquí, enterito, de momento. Y es que dicen que bicho malo nunca muere.

jueves, 22 de octubre de 2020

La perla negra

El seis de enero de 1955, el estadio Metropolitano de Madrid se llenó para recibir al Sport Wiener Club austriaco.

No es que fuese un equipo temible el visitante, el acontecimiento, de carácter lúdico festivo, se celebraba para conmemorar los diez años de Adrián Escudero como delantero titular del Atlético de Madrid. El club local, engalanado para el homenaje, se vio reforzado con tres jugadores del equipo rival; el impetuoso Oliva, el raudo Molowny y el inconmensurable Di Stefano. Ver a Alfredo Di Stefano con la camiseta del Atlético de Madrid era un motivo más que suficiente para acercarse una fría tarde de invierno al Paseo de la Reina Victoria. Durante años, el Atlético había sido el equipo referencia de la capital, pero desde la llegada de la Saeta Rubia, había sido el Real Madrid quien había tomado el testigo de equipo campeón. No fue un gran partido aquel del homenaje a Escudero; pero valió la pena ver como, ante la omnipresente figura de Di Stéfano, se imponía el corpachón de un negrito desgarbado de andares imposibles. Bastó un quiebro a cámara lenta, un chotis de pelota plana y un centro por encima de la defensa para que los más nostálgicos sacasen los pañuelos y pidiesen puerta grande para quien otrora fuese su gran ídolo.

El Metropolitano, puesto en pie, despidió en el cambio a Larbi Ben Barek como un padre que despide a su hijo pródigo en su viaje hacia nunca jamás. Tantas tardes de domingo bajo el sol de Madrid, tantos goles, tantos triunfos y tantos sueños cumplidos merecían un reconocimiento a la altura de los mejores recuerdos. Aquella tarde no solamente sirvió de homenaje a Adrián Escudero, fue la tarde del homenaje tardío al futbolista de los mejores sueños atléticos durante su poco más de medio siglo de vida.

Larbi Ben Barek nació en Casablanca una soleada tarde de 1917. Jugaba al fútbol desde que empezó a andar; corría detrás de la pelota y su padre, necesitado de mano de obra, le obligaba a cargar sacos mientras él soñaba goles. Endureció sus piernas jugando en barbechos de tierra con los pies descalzos. Convirtió el amague en un arte y el regate en una costumbre para los días de fiesta. El caso es que, en algún rincón de Casablanca, todos los días eran festivo si jugaba al fútbol el pequeño de los Ben Barek. Cuando cumplió los dieciocho años y los edictos le señalaron como, oficialmente, una persona mayor de edad, el Club Casablanca le hizo debutar en la segunda división marroquí. La diversión continuaba; como Ben Barek nunca había entendido el fútbol como un compromiso sino como una fiesta, los agraciados espectadores pudieron disfrutar de un tipo que driblaba a medio equipo rival y marcaba goles a puerta vacía. Un año allí y el Club Casablanca ascendió a la división de honor marroquí y se plantó en la final de la Copa de Marruecos. Demasiado bonito, demasiado deprisa. La derrota en la final le enseñó a afrontar la vida con cautela y el fútbol con pasión. El poderoso U.S. Marocaine le incorporó a sus filas y el siguiente verano ya estaba celebrando el campeonato de liga. Era cuestión de tiempo que el joven Ben Barek deslumbrase al mundo. La oportunidad le llegó en un enfrentamiento amistoso entre Marruecos y Francia, su país protector. La victoria francesa por cuatro goles a dos quedó en anécdota ante la portentosa exhibición de Larbi Ben Barek. Dos goles, cien regates y mil detalles. Un emisario viajó a Marruecos y llamó a la puerta de la joven promesa del fútbol marroquí. "Trabajo para el Olympique de Marsella. Haz la maleta. Te vienes conmigo".

Y allí viajó Ben Barek; con la maleta llena de ilusiones y el sueño cumplido de jugar en Europa. Era el año 1938 y el Olympique organizó un encuentro amistoso contra el poderoso Racing de París. La presentación en sociedad de Ben Barek ante el público francés no pudo ser más asombrosa; goleada por cinco goles a dos y una actuación portentosa del delantero marroquí. En apenas dos días era el dueño de las portadas y en dos meses ya era el dueño de la liga francesa. La revolución en el juego pasó por sus pies, el histórico Olympique se convirtió, de la noche a la mañana, en el equipo al que todos querían ver. Era tal la belleza de su juego, que el prestigioso cronista Max Urbini llegó a bautizarle como "el poeta del fútbol". Y es que sus jugadas eran versos de autor y sus goles estrofas dignas de ser cantadas por la multitud. "La Perla Negra" dijo otro periodista. Una perla sin pulir pero de un valor bruto incalculable. Quilates de fútbol en botas de piel.

Francia lo incorporó a su selección en el otoño de 1938 y con ellos alargó un romance que duró quince años y dos meses. Nunca otro jugador disputó partidos vestido de bleu en un periodo de tiempo más largo. A los diecisiete partidos y tres goles anotados hay que sumar la expectación generada antes de cada partido. El viejo Parque de los Príncipes se llenaba de gente ávida por ver jugar al genio de Casablanca. Siempre dejaba algún detalle, siempre presto al espectáculo, siempre señalado como el máximo precursor de un juego que no habían conocido hasta entonces. Días de vino y rosas que se ensombrecieron de golpe cuando se tuvieron noticias del avance alemán sobre los países de la Europa del este. Hitler tenía hambre de imperio y en el viejo continente estalló una guerra que provocó la huida de millones de personas.

Uno de ellos, el futbolista Ben Barek, consiguió el salvoconducto y cruzó el mar para regresar a casa. Libre de una guerra que no había provocado, volvió a calzarse las botas de fútbol y volvió a hacer lo que más le gustaba: magia con el balón. El U.S. Marocaine vuelve a incorporarle a filas y Ben Barek responde con goles y títulos. Hasta cinco campeonatos de África del Norte consiguió el equipo de Casablanca antes de que rusos y americanos abordasen Alemania por ambos costados y se firmase el tratado que ponía fin a la guerra en la vieja Europa. Y fue entonces cuando el balón volvió a rodar por los prados europeos y fue entonces cuando las fronteras volvieron a abrirse para dar la bienvenida a equipos exóticos prestos a dejar un puñado de goles y un dinero en las resentidas taquillas. El Stade Français, equipo con glorias lejanas y presente ilusorio, confirmó la presencia del U.S. Marocaine el día que se abría la temporada postguerra de 1945. Y a Francia regresó Ben Barek para refrescar la memoria de aquellos que alguna vez le habían visto danzar sobre el césped. Regresó Ben Barek para volver a dejar su sello y el sello volvió a quedar impreso en una tierra francesa en la que volvió a quedarse para echar raíces. El Stade Français le dio un sueldo y un techo y, como aquel Olympique de años atrás, se convirtió, de la noche a la mañana, en el equipo de moda del fútbol francés.

Goles, regates y jugadas de ensueño. Y partidos amistosos contra los grandes de Europa dignos de museo. Uno de ellos le enfrentó al Atlético de Madrid de Helenio Herrera. El argentino, criado en Francia y curtido en campos de segunda, buscaba revolucionar el fútbol pero no encontraba una tecla sobre la que depositar su ego. Aquel Atlético en construcción fue vilipendiado por el Stade Français y desde aquel día, Herrera supo que para llegar a lo más alto, el equipo debía hacer un esfuerzo para contratar al negrito que les había mareado. O Ben Barek o nadie.

Y a punto estuvo de ser nadie. Nada más conocerse la noticia del interés del Atlético por Ben Barek, el propio Urbini publicó en letras grandes: "Vendan la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo. Vendan París. Pero no vendan a Ben Barek". Pero la oferta era irrechazable y el marroquí quería crecer. Había alcanzado la treintena y sabía que aquella era la última oportunidad de cazar un buen contrato. Corría el verano de 1948 cuando Stade Français y Atlético de Madrid llegaron a un acuerdo, lo que nadie se imaginaba era que el acuerdo con el jugador iba a tardar mucho más tiempo en llegar. Pasó el verano y empezó la temporada y en Madrid no se sabía nada de Larby Ben Barek. Llamaron a Francia y tampoco. Nadie lo había visto en Marruecos. Parecía habérselo tragado la faz de la tierra. Cuando las mofas y chanzas comenzaban a poblar los rincones del Madrid más futbolero, a la sede del Atlético llegó un telegrama: "Mi mujer ha fallecido. Tuve que volver a casa para buscar acomodo a mis hijos. Estaré allí dentro de dos días".

El catorce de septiembre de 1949 una delegación del Atlético, encabezada por el portero Marcel Domingo, amigo personal del jugador, acudió al aeropuerto de Barajas para recibir a Larby Ben Barek. Al tipo que vieron aparecer por la terminal le sobraban kilos y arrugas, pero en su sonrisa cansada se adivinaba un halo de ilusión. En su primera comparecencia ante la prensa fue explícito: "Me siento como un chaval de veinte años". Aquello parecía una bravuconada propia de un tipo que desconocía lo que le esperaba en el campeonato español; defensas aguerridos, sistemas defensivos complejos y centrocampistas con gusto por la velocidad. Pero el Atlético, que había perdido sus dos primeros partidos de liga, necesitaba a alguien que diese la vuelta a los malos augurios y disparase al equipo hacia los primeros puestos. Y el debut no fue lo que se esperaba. El equipo salió goleado de Sarriá y la gente quedó con la impresión de que se había fichado a un hombre mayor que solamente sabía trotar por el campo ¿Dónde está la perla? Se preguntó algún cronista. La mitad blanca de la capital salió a sonreir aquel lunes. La otra mitad, herida en el orgullo, agachó el cuello y guardó silencio mientras contenía su decepción.

Las expectativas habían sido altas, por lo que el Atlético ya había organizado un partido amistoso para presentar a Ben Barek en sociedad. El rival fue el Racing de Santander y el resultado fue de ocho goles a uno. Aquel día comenzó la historia que derivó en leyenda. Ben Barek bailaba en el campo; buscaba la pelota, la tocaba con suavidad, a veces driblaba, otras veces jugaba en largo y en dos ocasiones apareció en el área para hacer un gol. Los cronistas borraron con el codo lo que habían escrito con la mano y en pocos meses, la denostada delantera del Atlético pasó a ser bautizada como la maravillosa "delantera de cristal". Juncosa, Ben Barek, Pérez Payá, Carlsson y Escudero. Maravillosa porque gustaba del verso, del artisteo, del riesgo, de la genialidad. De cristal porque eran muchas las veces que maravillaban, pero pocas las veces que coincidían los cinco juntos sobre el terreno de juego. Siempre había una lesión, un contratiempo, una pequeña causa que les impedía comparecer en grupo ante la sociedad.

Pero el asombro era constante y el negro era colosal. El negro era Ben Barek, bautizado así por los castizos por su color de piel. Blanca sonrisa siempre presente, el negro del Metropolitano completó una magnífica primera temporada y voló en verano a Marruecos para meditar sobre el punto que sería capaz de alcanzar en la temporada siguiente. En la que se convirtió en su temporada de confirmación, el equipo comenzó perdiendo en Bilbao para ir remontando poco a poco sacando victorias imposibles en campos inaccesibles. Ben Barek era el jugador total en el que Herrera confiaba la suerte del juego. Disciplina, orden, esfuerzo y pocas contemplaciones con el rival; y el balón siempre para el negro. Desde la zona de tres cuartos, Ben Barek recibía, miraba y jugaba. Fluía el fútbol cuando el balón salía de sus pies, ganaba el equipo cada vez que asomaba media docena de veces por el borde del área.

La remontada comenzó en Mestalla. Después de unos primeros malos resultados, el Atlético asaltó Valencia y dejó seis goles en el zurrón visitante. Herrera, sometido a la crítica diaria por un sistema de juego demasiado heterodoxo, se quitó aquel día el lastre que le acusaba de ser un tipo frío y conservador y que aquellos valores los transmitía a un equipo plano y aburrido. Ben Barek, que había llegado al puzzle para convertirse en la pieza que hiciese encajar todo lo demás, no tuvo una fácil adaptación debido a su tendencia por el vedetismo. A menudo, los defensores, conocedores de que el carácter del delantero estaba forjado con sangre de horchata, le buscaban las cosquillas y le provocaban por lo bajini y con patadas a destiempo. Eran las tardes en las que Ben Barek desaparecía para volver a aparecer frente al micrófono de algún reportero y repetirle su mantra de que él había viajado a España para jugar al fútbol, no para disputar una guerra. Fue entonces cuando llegaron las palabras de Helenio Herrera al que, con el tiempo, terminaron llamando "El Mago". "Escúcheme. Usted se achica ante los fuertes y se esconde ante los rápidos. No pasa nada. Usted tiene talento. Le dejo achicarse y esconderse, pero a cambio, por favor, le pido dos hombradas por partido. Solamente dos". Pero fueron muchas más. Crecido en su ego por la confianza depositada, Ben Barek jugó al fútbol como los ángeles y bailó en el césped como un profesional del Bolshoi.

Aquel negrito gordo producía ternura y admiración por partes iguales. En un fútbol de ataque como era el de los cincuenta, Ben Barek entendió su rol y se dejó retrasar unos metros para convertirse en un exquisito medio creativo. De sus botas nacieron cientos de jugadas que morían en las redes contrarias previo pase en profundidad buscando las alas. Conformó una sociedad inolvidable junto a Adrián Escudero, el primer "Niño" del Atleti, que cabalgaba la banda izquierda como el gamo que busca una pradera infinita. Una sociedad que alcanzó el cénit una tarde de domingo en el viejo Chamartín. El Atleti visitó al Madrid y le endosó seis goles para firmar la que, hasta ahora, ha sido su victoria más holgada frente al máximo rival. De aquel partido quedó el recuerdo del marcador final y del baile con el que Ben Barek deleitó al fondo norte del estadio rival mientras celebraba el gol que redondeaba la goleada.

Piernas largas, zancada de bailarín y goles, muchos goles. Tantos como cincuenta y ocho en los ciento cuarenta y cuatro partidos que jugó como rojiblanco. Aquel equipo que ganó dos ligas provocó un éxtasis sin precedentes en el Metropolitano, hasta el punto de que el estadio se quedó pequeño en más de un partido viendo como mucha gente que acudía en masa para ver al negro, se quedaba a las puertas en espera de una mejor ocasión. Fútbol de quilates que llenaba campos propios y ajenos. Una expectación nunca antes conocida para el disfrute de un fútbol de salón pocas veces deleitado por el espectador.

La apoteosis llegó en la última jornada en un partido a cara de perro disputado contra el Sevilla. Aquel era un gran Sevilla, probablemente uno de los dos o tres mejores equipos en la historia del club. Allí, en Nervión, los más viejos del lugar aún no olvidan lo que ocurrió una soleada tarde de abril de 1951. El Real bullía con la feria y los sevillistas acudieron en masa al estadio para ver salir a su equipo campeón. Tenían que ganar el partido mientras que al Atlético le valía el empate. Ante la baja de Silva, Herrera optó por colocar a Ben Barek en la zona central de terreno de juego. El equipo perdía fuerza pero ganaba en toque. Sin embargo, todas las expectativas se fueron al traste ante el empuje del equipo sevillista. Un Sevilla en tromba tardó cinco minutos en adelantarse y en meter el miedo al equipo rojiblanco. Y ante el miedo, decisión. Ante la duda, fútbol. Ben Barek dibujó una fabulosa pared con Pérez Payá y cruzó la pelota hacia la red de Busto. El ánimo, que durante minutos se fue enfriando ante el ritmo de crucero impuesto por el Atlético, terminó de caldearse cuando el señor Azón anuló un gol de Araujo al considerar que la pelota había traspasado la línea de fondo en la jugada previa. Una decisión discutida para una jugada que aún los años no han terminado de aclarar. Una lluvia de objetos que invadió el césped y que obligó al Atlético festejar la liga en el vestuario antes de salir corriendo para evitar males mayores.

El año siguiente Ben Barek regresó a Sevilla y volvió a marcar un golazo, pero el Atlético perdió un partido que significó el comienzo de su declive. Al declive rojiblanco le siguió el declive de su estrella. Cansado por la exigencia y vencido por la edad, Ben Barek pasó de jugar mucho a jugar poco antes de jugar muy poco. Los estadios se habían olvidado de él y ahora se llenaban para ver jugar a un fenómeno de pelo rubio apellidado Kubala. El frío Europeo había vencido a la memoria de la cálida África del Norte.

Tras Kubala llegó Di Stéfano y la luz de Ben Barek terminó por apagarse. Al Atlético triunfador le siguió un Real Madrid arrasador. Cuando los blancos ganaban Copas de Europa por doquier, Ben Barek ya había regresado a Casablanca. Allí seguía chutando a la pelota, tocando, driblando, bailando. Había salvado al Olympique del descenso en una segunda etapa triunfal y había vuelto a la tierra prometida para descansar en paz. Volvió al Metropolitano en aquel día de Reyes en el que el Atlético homenajeó a Escudero y la afición terminó por homenajearle a él. Tanto nos das, tanto te agradecemos. Tanto nos diste, tanto te recordaremos.

Tras dejar el fútbol pasó a los banquillos para convertirse en el primer seleccionador de Marruecos libre del protectorado francés. Desde el banquillo cumplió un sueño internacional que no pudo hacer como jugador; disputar un partido oficial como marroquí. El momento fue simbólico pero poco duradero. Fuera del césped Ben Barek era más espectador que instructor, más historia que memoria. Por aquel entonces despuntaba en Brasil un joven flacucho y veloz que regateaba como un demonio y marcaba goles como un fusilador profesional. Le llamaban Pelé y algunos le apodaron "El Rey". "Si yo soy el Rey", dijo entonces, "Ben Barek es Dios". He aquí la dimensión de un tipo que traspasó fronteras e hizo felices a muchas personas. El recuerdo imborrable de un amago, una finta y una celebración bailando salsa en el fondo norte de Chamartín.

Murió solo, muchos años después, como solo había vivido una vez le hubo abandonado el fútbol. La gente recuerda a Herrera y su libro de estilo. El Mago llegó a ser mago porque un día encontró un negro que jugaba al fútbol como los ángeles. Aquel Atleti le hizo despegar hacia el estrellato; el Atleti de Ben Barek. La delantera de Cristal y los goles en blanco y negro. Nada más conocer su muerte, la FIFA le condecoró a título póstumo, era el reconocimiento que no le dieron en vida, el del mejor jugador marroquí de la historia. La historia de un tipo que fue película y fue feliz jugando al fútbol. La sonrisa de marfil, la perla negra. El niño que jugaba descalzo y eclipsó a Di Stéfano el día que este se puso la rojiblanca para rendir homenaje al capitán del equipo rival.

miércoles, 14 de octubre de 2020

El gobierno y el poder

Hacen lo que pueden para mantener el gobierno. Tratan de aprobar leyes progresistas, tratan de negociar

con los agentes sociales, tratan de exculpar sus causas, de perimetrar sus confinamientos, de lavar su imagen en ruedas de prensa y de poner buena cara con el mal tiempo.

Están tratando de desbloquear el reparto del poder judicial, están aguantando, estoicamente, todos los ataques, están negociando por la espalda un indulto que les va a poner de cara a la pared y una acusación de inviolabilidad que les va a situar en la espalda del mundo. Tratan de resistir y se creen fuertes, se saldrán con la suya en algunas decisiones y sentencias, pero jamás podrán para el mordisco de Lucifer porque ellos tienen el gobierno, pero no tienen el poder.

Porque el poder lo tienen los bancos, los multimillonarios que exilian sus capitales y los medios que les dan voz e, indirectamente, voto para quienes les mantiene en su posición de privilegio. Porque Pablo Iglesias podrá sentirse inocente y seguramente lo sea, pero la campaña de descrédito orquestada por los Vallés, Alsina y Anarrosas de la parrilla está servida y aquí dará igual que el Ministerio del Interior organice una misión secreta para robar un móvil y desacreditar un partido, porque aquí lo que se cuenta es que Pablo Iglesias es un corrupto, un machista y un manipulador

Porque la izquierda tuvo el gobierno unos años, lo vuelve a tener ahora y, probablemente, en esta alternativa cíclica que enriquece la democracia y hace virar al electorado, lo vuelva a tener en el futuro, pero aunque tenga el gobierno, jamás, jamás, tendrá el poder, porque el poder, el verdadero, el que maneja los hilos y condiciona la opinión de las masas, siempre estará en manos de otros. De los de siempre.


martes, 6 de octubre de 2020

Miedo

Tengo mocos. Tengo tos. Tengo dolor de garganta. Tengo dolor de pecho. Tengo frío. Tengo miedo.