viernes, 27 de marzo de 2020

Tiempo

Tiempo para pensar, para valorar, para tenernos en cuenta, para tener en cuenta lo que no teníamos, para conocer a los demás, para conocernos a nosotros mismos, para mirar atrás y saber lo que nos perdimos y para mirar hacia adelante y preocuparnos por aquellos que creíamos olvidados. Porque nada mueve el mundo como la confraternización, nada nos mueve como el deseo de ser útiles.

Y ahora, más que nunca, es tiempo para ser útil. Tiempo para obedecer, para quedarse en casa, que no cuesta tanto, para colaborar en la contención de un bicho que nos está retratando como especie y nos está juzgando como sociedad. Tiempo para saber lo que somos y tiempo, sobre todo, para saber lo que queremos ser.

Tiempo para perdonar, pero también para pedir perdón. Tiempo para reír, para esperanzarse, pero también para poder llorar, para arrepentirse por los errores, para arrepentirse, sobre todo, por lo que no nos atrevimos a hacer. Para dejar que las heridas curen, para dejar que las cicatrices nos sigan recordando lo que fuimos y, sobre todo, lo que queremos ser. Tiempo para ser, tiempo para seguir amando.

martes, 24 de marzo de 2020

Sin preparación

Nadie está preparado cuando las cosas pasan por vez primera. Se han cometido fallos, muchos, pero ninguno derivado de la inacción inicial porque a cualquier gobierno esto le hubiese desbordado como a anteriores gobiernos les desbordó el terrorismo, las catástrofes naturales o el hundimiento de un petrolero.

Porque nadie lo hubiese hecho mejor, eso está claro. Porque nadie hace un pedido ingente de material que no necesita, porque nadie habilita camas en un hospital si no las precisa, porque otros cerraron plantas enteras ya que, según ellos, eran un gasto innecesario. Se actuó mal en los días anteriores a la alarma sanitaria y ello obligó a hacerlo todo de forma precipitada. Y esa precipitación condujo al miedo, el miedo a la desesperación y la desesperación a la crítica fustigadora.

No se debió celebrar la manifestación del ocho de marzo, estoy de acuerdo. Pero igualmente no se debieron celebrar los partido de fútbol del fin de semana, ni los de baloncesto, ni otros mítines y concentraciones políticas y sociales. Ese fin de semana encendió una mecha muy importante que ahora, prendida hasta el final, nos está demostrando las dimensiones de la explosión.

Se actuó días tarde, quizá una semana tarde, seguramente el gobierno debería haber puesto sus barbas a remojar cuando vio las italianas afeitar, pero si hubiese actuado cuando ahora los enterados dicen que debería haberlo hecho, le hubiesen acusado de alarmista, de profeta del apocalipsis y de mensajero del miedo. No olviden que, hasta hace un mes esto no era más que una simple gripe.

jueves, 19 de marzo de 2020

El antílope de ébano

La familia Owens, originaria de Ohio, se había trasladado a Oakville en busca de un mendrugo de pan y un pedazo de campo donde ofrecer mano de obra en la cosecha y recogida del algodón. Eran tiempos difíciles; Estados Unidos lamía heridas y la segregación racial seguía siendo un problema en las calles donde el racismo imperaba y los derechos tenían dos bifurcaciones, una para los blancos y otra para los negros.

En una vieja y raída casa de Oakville, en septiembre de 1913, la señora Owens dio a luz a un enjuto bebé al que bautizaron como James Cleveland. Aquel, el octavo hijo del matrimonio, debía convertirse, como los demás, en mano de obra de cultivo apenas tuviese edad para sujetar una alforja. Pero no fue en los campos de algodón donde pasó su infancia sino entre calles y caminos, trabajando como chico de los recados. Y comenzó a realizar, por obligación, aquello que para él era una afición: correr. Corría de aquí para allá, con un paquete, un telegrama, un sobre, una bolsa. De vez en cuando iba al colegio, aprendía a leer, a sumar y a escribir su nombre. En casa le llamaban J.C., derivado de las iniciales de James Cleveland, y en su pronunciación, "yi sí", nació el nombre que le encumbraría en la historia; Jesse. Desde el colegio, el joven chico de los recados era Jesse Owens, el hijo del granjero. El nieto de esclavos que ganaron su libertad a golpe de látigo.

Una vez, cerca del instituto Fairview Junior High de Camden, el profesor Charles Riley vio correr al joven Jesse. Llegaba tarde a casa tras su último recado y le siguió con la vista antes de preguntar a un vecino quien era el chico que corría como un antílope. Tras obtener las señas, el profesor Riley se presentó en Oakville y convenció a la familia Owens de que el lugar de Jesse no estaba en el campo, sino en las pistas de atletismo. Él mismo se ofreció a ser su entrenador personal y le instruyó en técnica y física. Las condiciones del chaval eran innatas. Condiciones que le llevan a ganar setenta y cuatro de las setenta y nueve carreras que disputó durante sus años de instituto. Se estaba forjando una leyenda.

En su último año, meses antes de dar el paso definitivo hacia la universidad, bate, en un mismo certamen, los records mundiales junior de cien metros lisos y salto de longitud. Aquello hace que las más prestigiosas universidades del país le ofrezcan incorporarse a su equipo de atletismo. Pero Jesse lo tiene claro; su familia había regresado a Ohio y él quería estar cerca de ellos, por lo que se matriculó en la Universidad estatal de Ohio. Un equipo menor, pero en el que seguiría cosechando éxitos.

Sería en el final de su tercer curso universitario, en 1935, cuando se presentó al mundo como el mejor atleta de la tierra. En Arbor, Michigan, se celebraba la Big Ten Conference; por entonces, la más prestigiosa prueba atlética del país. Recordemos que en aquella época el deporte seguía siendo amateur y que los estudiantes, una vez dejaban de serlo, dedicaban su vida a otros menesteres dejando el deporte en el lado de las aficiones por debajo de otras prioridades.

El Jesse Owens que se presentó en Arbor aquel veinticinco de mayo era un chico flaco, fibroso, no muy alto, pero que demostró unas condiciones nunca vistas hasta entonces. En solamente cuarenta y cinco minutos, gracias a su zancada corta pero explosiva y su capacidad de salto colosal, el joven Jesse batió los records mundiales de cien yardas lisas, doscientas veinte yardas lisas, doscientas veinte yardas vallas y salto de longitud. Todo ello en menos de una hora. Una hazaña que jamás se ha vuelto a repetir. Los cronistas, impactados por aquella elegancia en la zancada y aquella perpetuidad en el salto, le bautizaron como "El antílope de ébano". Una suerte de animal oscuro que parecía haberse escapado de la sabana africana para dejar al mundo con la boca abierta.

Era una época, aquella, en el que el mundo convulsionaba a cuenta de la cruenta crisis económica que había precipitado el crack bursátil del veintinueve. Estados Unidos buscaba vías de cohesión y Europa buscaba vías de escape. Era cuestión de tiempo que algún movimiento populista terminase calando en la población con un discurso directo y demagogo. En Alemania, aquel movimiento lo habían bautizado como nacional socialismo y su líder, Adolf Hitler, había sido aupado al poder en unas elecciones en las que el pueblo alemán le había votado de manera mayoritaria.

Antes de sentar las bases de lo que bautizaría como "Tercer Reich", Hitler se vuelca en la organización de los juegos olímpicos que tendrán lugar en Berlín en el verano de 1936. Para ello, diseña un plan específico para los deportistas alemanes con el fin de que dominen los juegos desde el primer hasta el último día. Así, les inhibe de cualquier responsabilidad laboral y les convierte, en la sombra, en deportistas profesionales que dedicarán jornadas completas a prepararse física y mentalmente para la cita.

Pese a que en los ideales de Hitler primaba la idea de la superioridad racial aria y pese a que su mayor intención era que los recios y arios deportistas alemanes dominasen los juegos, su idea promocional de los juegos era la de presentar al mundo a una Alemania global y cosmopolita. Para ello, encargó la propaganda del evento a Goebbels e ideó una película de los Juegos Olímpicos a la prestigiosa directora Leni Riefenstahl. Tanto la organización, como la película, fueron sendos éxitos que aún perduran en la memoria colectiva. Pese al amago de boicot de las grandes potencias mundiales, que veían a Hitler como un peligro para la paz mundial que imperaba desde el tratado de 1919 firmado en Versalles, los juegos terminaron, no solo disputándose, sino siendo un éxito total.

Uno de los países que no cedió a los encantos de Hitler y rechazó su participación en los juegos, fue España. El país, que vivía una época de recelos y esperanzas, intentaba tirar hacia adelante con una república democrática que daba sus primeros pasos y como una manera de hacerle ver al mundo que eran una nueva nación, con una nueva interpretación de la sociedad y el deporte, organizaron sus propias olimpiadas populares que habrían de tener lugar en Barcelona. Pero no se llegaron a inaugurar. El día previsto para su comienzo era el diecinueve de julio de 1936, pero un día antes el ejército tomó el Parlamento y dio un golpe de estado que desencadenaría en la guerra civil que todos nuestros abuelos nos han relatado con el nudo en la garganta y las ansias de olvido en la mirada.

Ajenos a lo que ocurría en el sur de Europa, los atletas fueron llegando a Berlín con el fin de afrontar la cita de sus vidas. En algunos equipos correrían atletas negros, el partido nazi no los vetó aunque sí dio algunas consignas en cuanto a la participación de atletas judíos. En el propio equipo alemán, la saltadora de altura Gretel Bergmann, fue excluía por su condición de judía. Lo mismo ocurrió con el equipo estadounidense en el que los atletas judíos Sam Stoller y Martin Glickman tuvieron que deshacer la maleta días antes de la cita, sustituidos por los afroamericanos Ralph Metcalfe y Jesse Owens.

Bajo las suspicaces miradas de sus compañeros blancos, Owens y Metcalfe, viajaron en el mismo avión que el resto del equipo e incluso les dispusieron habitaciones en el mismo hotel donde se hospedarían todos los atletas de la competición, la mayoría de ellos blancos, algo que en su país nunca hubiesen podido ni imaginar.

Los atletas pasearon por un Berlín remozado en el que las calles aparentaba normalidad. Los carteles de "los judíos no son bienvenidos aquí" se quitaron de las puertas de los negocios y la ciudad se engalanó con veinticinco pantallas gigantes que retransmitirían los mejores momentos vividos en el estadio olímpico. Las imágenes de televisión, espectaculares en comparación con lo que se había vivido antes y las ceremonias anexas a cada competición obnubilaron al director de la cadena americana NBC quien felicitó personalmente a Goebbels por su trabajo.

Carl Diem, secretario general del comité organizador de los juegos, tenía la idea de que los antiguos griegos, tan puros en la ética y la estética, eran los antecesores directos de los arios alemanes, por lo que recuperó la ceremonia del encendido olímpico en el estadio por parte de un atleta llegado desde Olimpia. Se trató de un último relevo que arribó al estadio olímpico el día uno de agosto de 1936, mientras el colosal dirigible Hindenburg surcaba el cielo berlinés y los espectadores aplaudían entusiasmados semejante demostración de opulencia. Siegfried Eifring, adorado atleta alemán que no participaría en los juegos y que posteriormente sería hecho prisionero en África, fue el encargado de encender el pebetero.

Para Eifring, y para los demás aduladores de las bondades de la raza aria, tanto Jesse Owens como el resto de deportistas negros que formarían parte de los juegos, eran netamente inferiores a los atletas alemanes. Todos pensaban que no tenían nada que hacer. Pero quizá ninguno de ellos se habían informado de que el joven James Cleveland Owens poseía varios de los records mundiales en vigor y que había aterrizado en Berlin para batir alguno más. La fiesta se inició el día tres de agosto y culminó el día nueve ante ciento diez mil espectadores que, ahora sí, aplaudían alborozados ante un joven tímido que les saludaba desde la pista con la mirada agachada y el brazo en lo más alto.

El día tres de agosto se disputó la carrera de cien metros lisos. Desde la línea de salida salieron ocho corredores pero solamente uno llegó destacado a la meta. El reloj, parado en diez segundos y tres décimas, indicaba que Jesse Owens había batido el record del mundo. "Mientras corría", declararía posteriormente, "hubo un momento en el que creí tener alas".

Un día antes, su compatriota Cornelius Johnson había ganado el oro en salto de altura. Hasta ese momento, Hitler había saludado personalmente a todos y cada uno de los ganadores, pero alguien le recomendó saltarse el protocolo y dejar de saludar a los campeones. Hay quien dice que la recomendación llevaba implícita la voluntad de no retrasar las pruebas durante más tiempo, otros, más suspicaces, aludían a la deshonra que le hubiese supuesto al presidente alemán estrechar la mano de un negro.

El caso es que Hitler no saludó a más campeones y Jesse Owens no resultó una excepción. Algunos diarios dieron la información de que Hitler le había negado el saludo a Owens pero Owens se encargaría de negar tal información afirmando que le saludó desde la distancia. "El levantó la mano cuando yo pasé y yo le correspondí levantando la mía". Saludo nazi o saludo a Owens, nadie lo sabría jamás. Lo que sí sabía ya la gente de Berlín es quien era el chico tímido que había volado sobre la pista. Durante dos días, Jesse Owens anduvo firmando autógrafos sin parar, pero viendo que no le dejaban un momento de tranquilidad con el que preparar mentalmente su siguiente reto, solicitó su ayuda a Herb Fleming. Fleming era otro atleta negro a quien la gente confundía con Owens en sus paseos por las calles de Berlín. Y Fleming se metió en el papel y le dijo a todo el mundo que sí, que él era Jesse Owens, y firmaba autógrafos sin parar mientras el verdadero Jesse Owens descansaba en su habitación pensando en la carrera del día siguiente.

El cuatro de agosto se disputó la carrera de los doscientos metros lisos. El record del mundo de la disciplina estaba en veintiún segundos y treinta décimas y Owens lo había igualado, sin esforzarse demasiado, en la ronda previa. Todo un anticipo de lo que estaba por llegar. El joven Jesse, desde la calle cuatro, salió disparado como una centella y solamente paró para bajar los brazos después de haberlos levantado y comprobar que había parado el cronómetro en veinte segundos y siete décimas. Nuevo record mundial. Y ya eran dos.

Alemania, que ya había sufrido un inesperado golpe con la derrota de su equipo de fútbol ante la sorprendente Noruega, no podía permitirse más humillaciones y menos ante un raza a la que consideraban inferior. Les quedaba la baza de Lutz Long, un espigado y recio saltador de longitud que había sido campeón de Alemania en varias ocasiones y amenazaba con batir el record mundial la disciplina.

Un día después de la sorprendente carrera de doscientos metros, Owens volvió al estadio olímpico para enfrentarse a Long en la final de salto de longitud. La final, como se preveía, fue apasionante. Ambos llegaron igualados a la penúltima ronda con un salto de siete metros y sesenta centímetros y Long se dispuso a tomar carrerilla. Owens le miraba atento, los ojos clavados en la forma atlética de su rival; mentón prominente, pecho erguido, brazos fuertes, piernas largas, respiración pausada. La carrera fue elegante y el salto larguísimo. Algunos espectadores, creyendo que su compatriota había alcanzado los ocho metros, comenzaron a festejar, alborozados, la medalla de oro. Los jueces recogieron la cinta y levantaron el cartel. Siete con ochenta y siete. Espectacular. A Long se le puso cara de medalla de oro y a Owens se le puso cara de competidor afligido. Se levantó hacia el tartán, espoleado por los gritos de la gente que aclamaban a Long y se concentró para llegar hasta los ocho metros. Aquello sería indescriptible. Corrió, saltó e hizo nulo.

El público estalló en algarabía y la megafonía recordó que aún quedaba una última ronda. Long, que ya se había asegurado la medalla, volvió a saltar, esta vez sin tensión, y repitió el nulo de Owens en la ronda anterior. Le tocaba el turno al antílope de ébano, una última oportunidad para convertirse en leyenda. Miraba absorto la arena cuando sintió una mano posarse sobre su hombro. Miró asombrado. Era Lutz Long. No supo como reaccionar. Por un momento pensó que había ido a amenazarle o a meterle más presión, pero para asombro propio y de todos los presentes, Long le dio dos consejos. Visualiza el salto. Olvídate de todo. Y Owens lo hizo. Se olvidó del mundo y se centró en el salto. Por un momento estaba en su Oakville natal, rodeado de campos de algodón y sobre un camino de tierra seca. Corrió hacia el montículo, saltó, no había nadie más en el mundo, voló, y cayó como una pluma encima de un colchón de lana. Las huellas se esparcían hasta más allá de los ocho metros. Había que medir. La caída había sido perfecta. El vuelo, inolvidable. Los jueces volvieron a medir una vez más y otra. Se miraron y finalmente optaron por apuntar el registro en el tablón. Se alzó el cartel. Ocho metros y seis centímetros. Medalla de oro y un record del mundo que perduraría durante treinta y dos años, cuando Bob Beamon saltó ocho con noventa y le hizo saber al mundo que los límites del ser humano son sobredimensionales.

Owens saltó alborozado y se acercó a Long para agradecer sus consejos. Su máximo rival había sido su mejor maestro. Long le estrechó la mano con firmeza y le felicitó cordialmente. Nadie supo si aquellas palabras habían significado realmente un consejo o había sido un intento de desestabilización. Owens, medalla de oro al cuello, escuchó el himno de su país con la mano en la frente, Long lo hizo con la mano abierta, señalando hacia el cielo. Sus ideologías distaban mucho de parecerse pero sin embargo se hicieron buenos amigos. Tras los juegos, Long se incorporó al ejército y murió en el frente en 1943. Dicen los que le vieron, que Owens lloró amargamente la pérdida de quien, en la distancia, se había convertido en su amigo más desinteresado.

El día antes de la clausura de los juegos se disputó la carrera de cuatro por cien metros lisos. Owens, que buscaba su cuarto oro y coronarse como el rey indiscutible de los juegos, formó parte del equipo estadounidense junto a sus compañeros Ralph Metcalfe, Foy Draper y Frank Wykoff. Dos afroamericanos y dos blancos, rubios como el trigo de verano. La sintonía fuera de la pista no era la mejor, pero dentro funcionaron como una dinamo y volaron hasta parar el reloj en treinta y nueve segundos con ocho décimas. Nuevo record mundial. Era el cuarto que Owens batía en los juegos al tiempo que, con la victoria, se colgaba su cuarta medalla y establecía una marca muy difícil de igualar. Decían que los negros eran inferiores a los blancos y, sin embargo, los diez atletas negros que Estados Unidos envió en su delegación había ganado siete oros, tres platas y tres bronces. Habría que replantearse todas aquellas teorías sobre la superioridad racial.

Tras la cuarta entrega de medallas a Owens, el héroe local Siegfried Eifring, que había encendido el pebetero olímpico entre vítores, estalló de ira: "Los estadounidenses deberían estar avergonzados de sí mismos dejando que los negros ganen sus medallas por ellos. Nadie le ha dado la mano a ese negro ¿Creen que voy a dejarme fotografiar por un negro?". Tras el telón, aparecía la verdadera esencia del anfitrión. Pese a que Alemania  había terminado en primer lugar en el medallero, Hitler no había podido probar la supremacía aria por encima del resto de razas, y todo por culpa de ese atrevido corredor de Alabama que les había dejado en ridículo. Lo que en principio iban a ser los Juegos Olímpicos de Hitler, en honor y gloria al nuevo caudillo alemán, se habían convertido en los Juegos Olímpicos de Jesse Owens. Imposible olvidar una afrenta como aquella.

Pero, más allá de las esferas políticas, Owens no se sintió discriminado por el pueblo alemán que le aclamaba por las calles. De ser ninguneado y despreciado en su país se había convertido, de repente, en un héroe en tierra extraña. Tan cómodo se sintió con el calor del pueblo alemán que aceptó participar en una exhibición en Colonia días después de terminados los juegos. Tras el éxito de la misma, la federación estadounidense le conminó a realizar una gira por Europa mostrando sus capacidades al tiempo que, entre unos y otros, se llevaban un generoso pellizco al bolsillo. Pero Owens, que siempre había sido más familiar que materialista, se negó en rotundo y solicitó su regreso a casa donde, se suponía, le recibirían como a un héroe.

Pero no hubo recibimiento. Apenas sus familiares más cercanos le esperaban en el aeropuerto. Por allí andaba algún periodista y el profesor Charles Riley. Cuando preguntó por las autoridades le hicieron saber el por qué de su soledad. "Compréndelo, hijo, esto es Ohio y el presidente está en época preelectoral". Comprendido a la primera. Hubiese sido demasiado incómodo para el presidente Roosevelt dejarse fotografiar junto a un negro en el aeropuerto de una ciudad segregacionista. "No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, es cierto", se lamentó, "pero tampoco me invitaron a estrechar la mano del presidente de mi país". Todo lo conseguido; el esfuerzo, los records, las medallas, se convertía en humo y desaparecía por el aspirador. Owens no volvió a correr. Ni eso le dejaron. Aquel desplante en Colonia ante la Federación de su país le costó la licencia. Con ello le cortaron las alas, aquellas que creyó tener una soleada tarde de agosto de 1936 cuando, jaleado por ciento diez mil personas que habían comenzado abucheándole, voló por encima de una pista de atletismo y batió el primero de sus cuatro records mundiales.

La vida suele ser injusta para quien pretende vivirla sin pedir nada a cambio. Tras los juegos, Owens volvió a la realidad, volvió a la parte de atrás de los autobuses, a los trabajos mal remunerados y a los devaneos infructuosos. Fue promotor, pinchadiscos y un tipo al que, de vez en cuando, alguien reconocía por la calle. Owens, que se había convertido en fumador empedernido buscando una vía de escape a la memoria, sonreía con el gesto torcido y la mirada perdida. Un cigarrillo tras otro fue enfermando hasta que sus pulmones pidieron árnica antes de decir basta por penúltima vez. Murió sólo, de cáncer, en su casa y acompañado por sus gatos. Durante años, el último recuerdo que quedó de él fue una tumba solitaria en el cementerio de Tucson. Hasta que la conciencia de unos pocos decidieron rescatarlo de la memoria. A título póstumo renombraron una calle con su nombre en Berlín y el presidente de los Estados Unidos le otorgó la medalla de honor del congreso.

Honor a quien honor merece. Cuando Carl Lewis tumbó a todos sus rivales y se colgó cuatro medallas de oro en Los Ángeles 1984, algún estadístico removío papeles y les dijo a todos que aquello era una proeza, sí, pero que no era sino la reedición de un logro con medio siglo de antigüedad. Jesse Owens fue primer gran atleta negro. En una época en la que quisieron hacer creer al mundo que solamente existía una raza por encima de las demás, James Cleveland Owens respondió sobre la pista y dejo claro que sí, que solamente una raza predomina sobre las demás cuando es de deporte de lo que se habla. La raza negra de un antílope de Alabama que ganó el corazón de Europa mientras moría de pena en su propio país.

viernes, 13 de marzo de 2020

Irresponsables

Irresponsable el gobierno, por no haber visto venir la crisis, por haber puesto paños calientes en mesas frías sólo para contener la opinión y no para contener el virus, por no haber actuado con premeditación y hacerlo ahora con alevosía, por no haber previsto que, por la irresponsabilidad de los gobiernos anteriores, ahora está sin personal sanitario, sin camas, sin recursos, sin margen. Por haber mirado hacia Italia y haber seguido pensando que eso aún quedaba muy lejos.

Irresponsables los políticos que, con síntomas o sin ellos, promovieron la participación en mítines o manifestaciones masivas durante el pasado fin de semana. Aquellos que se burlaban del destino y aquellos que preferían soltar sus proclamas por encima de la emergencia. Aquellos que ahora no piden ni perdón y aquellos que ahora cierran la boca mientras ponen un comunicado en redes sociales y dejan que las gargantas ahuyen mientras ellos dejan pasar el tiempo y el temporal.

E irresponsable yo. Si, yo. Lo reconozco. Soy un irresponsable con cierta dosis de miserabilidad por haberme dejado llevar por el corazón antes que por la razón. Por haber cumplido los preceptos de mi sentimiento y haber picado mis billetes a Liverpool comprados hace tres meses y haber acudido a Anfield a cumplir el sueño de ver en directo el "You'll never walk alone" y a animar al equipo de mi alma en pos de una gesta. Sí, soy un irresponsable y lo reconozco. Pero hay virus que no tienen cura.

jueves, 5 de marzo de 2020

Entender o no querer

Existe un punto de maniqueísmo en la manera de entender cada mensaje, una ambivalencia cognitiva que, conducida por el éxtasis ideológico termina generando un debate unilateral, porque nadie querrá dar su brazo a torcer cuando crea que tiene razón simplemente porque el odio hacia lo opuesto así se lo ha dictado.

Pero, para entrar en el debate, es necesario entender primero el contexto del mensaje. Porque se trata de eso, de entender o de no querer. Cuando la ministra Montero habla de "Sola y borracha quiero llegar a casa" no se refiere a una intocabilidad tangible en lo práctico, se refiere a que ninguna mujer debe ser víctima de abuso alguno sólo porque su condición de invulnerabilidad así lo certifique.

Por supuesto que seguirá habiendo chicas que beban alcohol y practiquen sexo, por supuesto que seguirá habiendo chicas que busquen compañía para llegar a casa y por supuesto que seguirá habiendo chicas que salgan en busca de sexo porque nadie tiene la patente de cómo deben pasarlo bien los demás. Pero mientras no tengamos claro que el alcohol es un vehículo hacia el abuso, que la soledad es una oportunidad para el miedo y que la mujer es un objeto sexual para muchos hombres, seguiremos sin entender el mensaje. Y, lo que es peor, sin querer entenderlo.