viernes, 28 de diciembre de 2018

El toro del Bronx

Cuando, el día catorce de febrero de 1951, "Sugar" Ray Robinson y Jake Lamotta subieron al ring para enfrentarse por sexta vez, ambos sabían que aquel no sería un combate más en sus carreras. Las gradas del estadio Olympia de Detroit estaban alborozadas, no quedaba un asiento libre y los espectadores clamaban por ambos boxeadores como si el mundo se dividiese en dos: el bien y el mal; Robinson y Lamotta. Lamotta, el mejor perdedor de la historia, era el campeón, y Robinson, el mejor boxeador del peso medio, era el aspirante. Un combate a vida o muerte, una enésima revancha y en juego, más allá de un cinturón de campeón del mundo, había un orgullo, una reputación y un lugar escrito en oro en el libro de la historia del boxeo.
Los ojos de Robinson bebían sangre. Era un boxeador ambicioso, imparable en el mano a mano, rápido, estilista, vistoso, un espectáculo para los aficionados. Los ojos de Lamotta bebían odio. Igual que Rocky Graziano, Lamotta estaba marcado por el odio; había llorado lágrimas de sangre, había sudado un mar de lágrimas y había vivido más vidas que un gato. Se miraron a los ojos, se odiaron con la mirada y esperaron en el rincón el momento del gong. La campana marcaría para siempre sus destinos.
Giacobbe Lamotta, Jake para todo el mundo, nació en el corazón de Nueva York un caluroso día de verano de 1922. Pronto descubrió que la vida y el mundo no regalaban nada. Sus padres, sicilianos de nacimiento, buscaban en la capital del mundo la oportunidad que Philadelphia les había negado y encontraron en el Bronx un techo donde vivir y un trabajo donde ganar los dólares suficientes para llevar un pedazo de pan a casa.
El pequeño Jake era bajito y cabezón, testaduro, flaco y algo debilucho. Quizá por ello, los niños del barrio se cebaban con él propinándole fuertes palizas mientras jugaban a las peleas callejeras. Su padre no tardó en proporcionarle un arma y le dio un viejo consejo siciliano "o aprendes a defenderte o acabarán por matarte". Vida o muerte, aquello era el Bronx. Tras los primeros pinchazos asestados con el picahielos que le regaló su padre, los niños empezaron a respetarle; el flacucho iba en serio. Pero pronto aprendió, que el verdadero respeto se ganaba con los puños. La primera gran paliza se la proporcionó a su hermano Joey el día que le vio flirtear con su primera novia, pero fue la paliza asestada al librero Harry Gordon la que le atormentó durante gran parte de su vida.
Gordon, quien regentaba una librería en un callejón del Bronx, se disponía a cerrar su negocio cuando vio llegar a un jovenzuelo corriendo directamente hacia él. "Está cerrado", le espetó. Pero el chico no venía a saludar y, mucho menos, a comprar libros. Era Jake Lamotta quien, armado con una barra de acero, golpeó incesantemente su cabeza y no cesó hasta comprobar que había perdido el sentido. Buscó en los bolsillos de la chaqueta y se llevó la cartera sin comprobar su contenido antes de salir corriendo. La primera angustia llega en forma de decepción al comprobar que la cartera no tiene un solo dólar en su interior. La segunda angustia llegará en forma de impacto al hojear el periódico del día siguiente: "Matan al librero Harry Gordon en un atraco y se dejan la recaudación del día que guardaba en el bolsillo delantero del pantalón". Aquello terminó por superarle. Se consideraba un chico rebelde, sin muchas aspiraciones en la vida, un ladronzuelo de poca monta con ínfulas de importancia, pero no quería ser un asesino. Atormentado por sus propios actos, Lamotta se convierte en un joven arisco y encerrado en sí mismo, un peligro público que corre demasiados riesgos sin importarle el peligro. Tras uno de sus numerosos robos es detenido por la policía y encerrado en un reformatorio. Tenía dieciséis años y una ficha policial demasiado cargada de delitos como para seguir dejándole suelto por las calles.
Lamotta siempre pregonó que había tenido dos escuelas: La calle y el reformatorio. Tras cumplir dos años de prisión y alcanzar la mayoría de edad, regresa a la calle con intención de redimirse. No le sería fácil; la mala fama y la depresión económica no le daban muchas alternativas. Curtido por los golpes recibidos durante su encierro y deseoso de descargar toda su frustración, se presenta en el gimnasio de Mike Capriano para aprender lecciones de boxeo. Capriano, perro viejo de la calle y maestro de más de mil jóvenes, le hace la pregunta más existencial de su corta vida de pendenciero. "¿Por qué quieres pelear?". "No quiero, me obligan. Pelear es algo natural para mí". Con esa premisa se sube al ring y descarga sus puños en sus compañeros de gimnasio. Su hermano Joey, empeñado en sacarle del agujero, le insistía; "No lo pagues con el mundo, Jake, descarga tu rabia en el ring. Toda tu rabia en el ring".
Así lo hizo. Pronto conoció el sabor de la sangre mezclada con el lilimento y, para sorpresa propia, descubrió que le gustaba. Alternó sus primeros combates entre el peso medio y el semipesado y alcanzó un ranking de 14-0-1 en sus quince primeras peleas. Por su forma de fajarse en el cuadrilátero y su forma suicida de pelear, fue bautizado como el Toro del Bronx. Lamotta, que seguía atormentado por la muerte del librero Gordon, se presentaba en los combates con la nariz aplastada y la voz gangosa buscando intimidar al adversario. Poco a poco se fue labrando un prestigio hasta caer derrotado contra Jimmy Reeves en Ohio, en un duro combate que creyó haber ganado de principio a fin. Enfadado con los jueces y aprendiendo que nadie seguiría regalarle nada, se volvió más uraño y más duro si cabe. Una roca imposible de derribar. De esta manera, alcanzó las treinta peleas con un record de 27-4-2. Ya era un tipo conocido en el mundo pugilístico y solamente le quedaba un paso: pelear contra el mejor.
La primera pelea contra "Sugar" Ray Robinson tuvo lugar en 1942 en el Madison Square Garden de Nueva York. Lamotta, descuidado por la fama, se presentó en el pesaje más gordo de lo habitual y terminó pagando el sobrepeso en forma de fatiga. Robinson le castigó con su famoso uno-dos y terminó ganando aquel combate a los puntos.
Aquella derrota supuso un punto de inflexión en la carra de Jake Lamotta. Avergonzado por su falta de profesionalidad, trabajó a tope para volver a los primeros lugares del ranking y se citó de nuevo con Robinson en Detroit el cinco de febrero de 1943. Aquella pelea fue colosal; Lamotta aguantó en pie el castigo de Robinson y se lanzó a un intercambio de golpes suicida. En el penúltimo asalto, con las cartulinas de los jueces echando humo, El toro del Bronx descargó un gancho de izquierda brutal sobre la mandíbula de Robinson. El ídolo de masas, el profeta del pueblo negro americano, cayó desplomado a la lona y se enfrentó sin remedio a la cuenta fatídica de diez. No llegó a completarse porque la campana sonó cuando el árbitro iba por el nueve. Pero Lamotta sabía que Robinson no podía seguir teniendo tanta suerte y, aprovechando su aturdimiento, se propuso castigarle con un último asalto bestial. Robinson aguantó de pie, pero los jueces impartieron objetividad y dieron como ganador a Lamotta quien celebraba la victoria en la esquina mientras Ray Robinson mascaba el sabor de la derrota por primera vez en su carrera.
La federación de boxeo, viendo el filón económico que suponía la rivalidad generada entre Robinson y Lamotta, no tardó en conceer una nueva oportunidad para la revancha. Veintiún días después, y de nuevo en Detroit, ambos púgiles volvían a subirse al ring para ofrecer un nuevo espectáculo. Robinson, con la lección bien aprendida por la derrota anterior, mantuvo a distancia a Lamotta mientras castigaba su rostro con su rápido uno-dos. Los espectadores que abarrotaban, una vez más, el Olympia Stadium, se preguntaban cuando llegaría el gran golpe de Lamotta. No tuvieron que esperar tanto como la última vez; esta vez fue en el séptimo asalto y de nuevo fue un gancho de izquierda a la mandíbula. Como si de una mala broma del destino se tratase, una vez más, a Robinson le salvó la campana cuando la cuenta iba por el número nueve. Con mucho más tiempo para recuperarse que en el combate anterior, Robinson se abrazó a Lamotta para dejar pasar el octavo asalto y recuperó fuerzas para seguir castigando su rostro sin piedad. Los jueces, de nuevo imparciales, dieron la victoria a "Sugar" por unanimidad y Lamotta bajaba del ring derrotado en el orgullo pero con todo el aliento de la grada en su espalda. Había nacido un nuevo héroe.
Envalentonado por el ánimo que le insuflaba la calle, Lamotta siguió preparándose para ser el mejor. En ataques cada vez más suicidas, fue sumando victorias y aprovechó el momento para volver a citarse con Jimmy Reeves. El pequeño toro había cambiado; ahora era más fuerte y no conocía el dolor. Todo un peligro en el ring. Con el rencor por la injusticia cometida en Ohio dos años antes aún latente en su orgullo, se lanzó a por Reeves desde el primer gong y no cesó en su empeño hasta tumbarle en el sexto asalto. El toro estaba desbocado. Poco después derrotó a un buen boxeador como Fritzie Zivic y retó a un nuevo combate a "Sugar" Ray.
En 1945, Robinson y Lamotta volvieron a enfrentarse en dos ocasiones y en las dos, el vencedor fue Sugar. En cualquier combate, y contra cualquier rival, aquel Robinson pletórico hubiese finiquitado el combate en tres o cuatro asaltos a lo sumo, pero pelear contra Lamotta era distinto. Cuando peleaban contra el campeón, la mayoría de los boxeadores renunciaban al cuerpo a cuerpo y a menudo sucumbían, exhaustos, ante su juego de piernas. Robinson era un uno-dos constante, nunca se cansaba. Pero a Lamotta le divertía aquel juego; cuanto más le pegaba Robinson, más se crecía en la adversidad. No cesaba de entrar en la guardia, siempre buscando un golpe, siempre fajándose en el cuerpo a cuerpo. Robinson ganaba siempre a los puntos pero siempre bajaba del ring con la sensación de no haberle ganado del todo. Todos caían, pero Jake Lamotta siempre permanecía en pie.
Lamotta era como una roca indestructible ante los azotes climatológicos. Se le podía erosionar, se le podía castigar durante un combate entero, pero él siempre permanecía inquebrantable, nunca doblaba, nunca se quejaba. Gran culpa de aquello la tenía su inmunidad al dolor; fue él mismo quien llegó a declarar "Peleo como si no mereciese vivir". Realmente, él mismo creía que no merecía vivir. Llevaba casi una década sintiéndose un asesino arrepentido, pero la culpa no le servía de nada, solamente para sentirse aún más despreciable. Era por ello que creía merecerse cada golpe que recibía y era por ello que buscaba más y más golpes en cada pelea. Y era entonces cuando reaccionaba. Necesitaba que le pegasen, necesitaba expiar cada pecado en el puño de cada rival.
Fuera del ring era aún peor. Atormentado por la culpa, el ídolo de masas se había convertido en un tipo irreconocible, huraño, agresivo, irascible. Un matratador que jugaba a los sacos de boxeo con todas sus parejas, un celoso recalcitrante que necesitaba reivindicarse en cada combate cada vez que una de sus mujeres le hablaban de lo guapo que era su siguiente rival. Quien más pago el pato fue Tony Janiro, quien después de recibir un halago en privado por parte de su esposa Vicky, recibió una paliza que le mandó al hospital. Cuanto más miraba su cara bonita, más ganas tenía de destrozársela.
Valiente dentro del ring, huraño y desconfiado fuera de él, Lamotta juega con su destino el día que rechaza recibir a los matones de la Mafia. A partir de entonces su vida profesional se convierte en una tortura; ningún promotor le llama, ningún rival le reta y la federación parece haber olvidado su nombre. Aconsejado por su hermano Joey, quien se había convertido en su mánager y único confidente, decide descolgar el teléfono y hacer esa llamada que siempre quiso evitar. El precio a pagar será caro. En primer lugar, la Mafia le "invita" a perder un combate fácil contra Billy Fox a cambio de que algún capo se forre en una casa de apuestas y más tarde le piden veinte mil dólares en concepto de gastos de gestión como fianza a pérdida a cambio de un combate por el campeonato del mundo.
El caso es que la extorsión recibida al final tuvo su fruto y el campeón francés Marcel Cerdan viaja a Detroit para enfrentarse a Lamotta y defender así su corona. Nadie debió haber avisado al Cerdan de contra quién se enfrentaba; Lamotta, ebrio de gloria y rabia, le castigó hasta que le hizo gritar "basta". Avergonzado por la derrota, Cerdan aceptó una revancha que jamás se disputaría puesto que el avión que le conducía de vuelta a los Estados Unidos se estrelló sin dejar ningún superviviente.
Durante la noche que venció a Cerdan, Jake Lamotta espantó todos sus fantasmas. El primero tenía forma de cinturón dorado y el segundo tenía la figura encorvada de un anciano cuyo rostro era igual al del librero Harry Gordon. Enfundado en su bata de leopardo, Lamotta se dispuso a recibir a todo aquel que le quisiera felicitar y su respiración se cortó cuando vió a Gordon ante la puerta del vestuario. Frotó los ojos, imploró al cielo y estrechó una mano. No era una visión, era el hombre al que había matado doce años antes en un callejón del Bronx. "No puede ser, usted está muerto". "No, Jake, no estoy muerto. La prensa se precipitó y un buen médico me salvó la vida. Y ahora he venido para perdonarte".
Aquello fue más de lo que pudo haber pedido. Durante los siguientes meses se dedicó a vivir, a descuidarse y a presumir por el campeonato obtenido. "Le gusta tanto el cinturón de campeón del mundo que incluso se lo pone para dormir", llegó a declarar su esposa. La vida ya no era una jungla en mitad de una tormenta; había motivos para disfrutar y Lamotta lo estaba haciendo. Tanto que hasta llegó a olvidarse que tenía obligación de defender su cinturó y que algún día debía volver al ring para ponerlo en juego.
La primera defensa fue contra Tiberio Mitri, un boxeador italiano que le llevó hasta el decimoquinto asalto y al que terminó derrotando a los puntos. La segunda defensa le enfrentó al francés Laurent Dauthuille al que noqueó en el último segundo del último asalto después de haber sido dominado durante todo el combate. Y la tercera defensa se produjo el catorce de febrero de 1951 y enfrente tendría, por sexta vez, a "Sugar" Ray Robinson, convetido, ya, en leyenda viva del deporte.
En el pesaje previo, Robinson enseñó sus músculos y se bebió de un trago un vaso de sangre de toro. Era su manera de decirle al mundo lo fuerte que se sentía y como iba a aplastar a Lamotta en la noche siguiente. Y la verdad es que los nueve primeros asaltos no dijeron mucho a favor de Robinson quien rehuyó el cuerpo a cuerpo y se dedicó a bailar alrededor de Lamotta sin apenas castigar su rostro. Fue en el décimo asalto donde comenzó la épica. Lamotta, harto de esperar un ataque para pasar al contraataque, se fajó en cuerpo de Robinson hasta hacerle caer al suelo. Parecía que el campeón iba a retener su título que las fanfarronadas de Robinson en la previa no eran más que ínfulas de un tipo subido en una nube. Pero Ray Robinson no era un boxeador cualquiera, era el mejor. Saltó enrabietado de su taburete cuando sonó el gong que daba inicio al undécimo asalto y se cebó con todas sus ganas en el rostro de Lamotta quien comenzó a manar sangre como si de una fuente se tratara. La gente aterrorizada ante aquel dantesco espectáculo, prefería tapar los ojos y gritarle a Lamotta que se tumbase; era imposible que aguantase en pie un castigo así. Pero Lamotta aguantó los tres minutos del undécimo asalto y desoyendo los consejos de su esquina, se puso en pie para disputar el duodécimo parcial. En lo que aún hoy se recuerda como el asalto más sangriento de la historia del boxeo, Robinson castigó la cara de Lamotta hasta casi desfigurarlo, pero Lamotta, lejos de caer, incitaba a Robinson para que no cejase en el castigo. "Vamos, Ray, ven aquí, veamos si eres capaz de derribarme, vamos", le espetaba. Y Robinson fue, y siguió pegando y pegando hasta que el árbitro se interpuso entre ellos y puso fin a la carnicería. Levantó los brazos del nuevo campeón y le mostró al mundo las virtudes de un boxeador inigualable. Los asistentes se agolparon sobre la esquina de Lamotta, pero Jake era demasiado orgulloso como para dejarse amedrentar por una veintena de golpes, se zafó del mundo, buscó a "Sugar" Robinson y le gritó tan alto que incluso el pabellón quedó en silencio. "Oye, Ray. No me has derribado. Jamás me vas a derribar". Jamás volverían a enfrentarse y Lamotta jamás volvió a ser un boxeador lo suficientemente fiable como para otorgarle la esperanza de optar al campeonato del mundo.

Al día siguiente, la prensa bautizó el combate como "La masacre de San Valentín". La gente hablaba de un perdedor que luchaba como un ganador, pero poco a poco le fueron perdiendo la fe. Hubo un día que el público admirada a un boxeador valiente, pero tras aquel catorce de febrero, muchos puristas comenzaron a rechazar a un boxeador temerario. Peleado con el libro de estilo y acuciado por la crítica, Lamotta comenzó a gastar su dinero en alcohol y mujeres. Fue una cuesta abajo demasiado dura, una autodestrucción a cámara lenta. Primero le abandonó su mujer y después le abandonó el boxeo. Tras caer derrotado ante Billy Kilgore, decide colgar los guantes y poner fin a su carrera profesional.

La caída a los infiernos le llevó de nuevo hasta la cárcel. Propietario de un club nocturno y desencantado por la vida, inició una relación con una menor de edad que no tardó en cantar la traviata ante la policía poco después de que el propio Lamotta, arrepentido, confesase el amaño en el combate ante Billy Fox. Sin blanca y sin más futuro que una botella de whisky, inicio una breve carrera como comediante al tiempo que veía como la federación de boxeo le borraba, como si de un apestado se tratase, de las listas de grandes púgiles de la historia. Nunca entró en un salón de la fama y sintió un profundo dolor en el alma el día que no fue invitado al homenaje a "Sugar" Ray Robinson. Precisamente él, que había sido el primer boxeador en hacerle besar la lona.

El verso libre del ring se transformó en un adulto tranquilo que aprendió a pedir perdón y a perdonarse a sí mismo. Encontró una nueva mujer, un empleo estable y un bar alejado del mundo donde poder contar su historia a los clientes que le quisieran escuchar. Uno de ellos le aconsejó escribir una autobiografía y el libro cayó en manos de un director de cine. Scorsese pidió contar su historia y Robert de Niro le convirtió en leyenda en la gran pantalla. Tras el estreno de "Toro salvaje", al que había acudido toda la gente que le había importado a lo largo de su vida, y aterrorizado ante lo que había visto en el cine, se acercó a Vicky, su ex mujer, y le preguntó, casi llorando "¿Yo era así?". Vicky guardó silencio unos segundos y recordó los años de tortura. "No", le contestó. "Tú eras peor".

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Navidad en familia

La Navidad en familia es un continuo viaje al lugar de reafirmación, una excusa para volver a sonreir, un motivo para celebrar la unión, una legítima correa de enganche para nuestros sentimientos. Los labios se alargan, los ojos se humedecen, las manos se ablandan. No somos conscientes de que, realmente, la fecha no es más que otro día en el calendario, pero como seres sociales, siempre buscamos un motivo para la celebración y si, además, sirve para la unión, bienvenido sea. Porque si no existiera este, inventaríamos otro.

La Navidad en familia son comidas tradicionales, partidas de bingo con los vecinos, gambón a la plancha mientras la suegra se sienta la última a comer o cordero al horno mientras la madre se quema las manos con la cazuela de barro. La Navidad en familia es egoísmo contraído y perdón perpétuo. Porque la familia es el motivo de la Navidad, porque sin familia no tendríamos Navidad.

martes, 4 de diciembre de 2018

Vox

Supresión de las autonomías para generar un estado centralista en un país donde la diversidad cultural es una seña de identidad, criminalización de la inmigración poniendo el foco de maldad en toda la gente que no tenga la nacionalidad española en su partida de nacimiento, derogar la ley de igualdad de género obviando un punto tan trascendental como que los hombres matan a doscientas mujeres cada año, derogación de la ley de matrimonio homosexual dando palabra de ley a la doctrina más radical de la iglesia católica, ilegalización de partidos políticos dando por hecho que no darán cabida a todos aquellos que no piensen como ellos, erradicación de las lenguas cooficiales no teniendo en cuenta el hecho de que la riqueza lingüistica es un motor de entendimiento en el país, protección de la tauromaquia para enfatizar en que les importan más las tradiciones rancias que las investigaciones prometedoras, derogación de la ley de memoria histórica para intentar que la historia se repita y no se cuente la verdad.

Sin son ultraderecha se dice y no pasa nada.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Martina Navratilova




El talento es una virtud inherente al ser humano. Todos lo tenemos de alguna u otra manera. El talento, unido al físico, es, para el deporte, una mezcla explosiva. Todo punto de fusión provoca un estallido de algarabía. Cuando Martina Navratilova apareció en escena, el tenis era propiedad privada de las niñas buenas. Chris Evert y Margaret Court se habían repartido los trozos del pastel, pero entonces llegó la revolución. Una niña checa, miope y talentosa que vivía dentro de un armario y le pegaba a la pelota con el alma para ser capaz de vencer a sus frustraciones. La historia no volvió a ser la misma.