viernes, 30 de enero de 2009

La olla mágica

Vaya por delante que todo el mundo tenemos defectos. Yo, para no ir más lejos, soy demasiado pegijero, orgulloso, cabezota y me cuesta un mundo reconocer mis errores. Mi suegra también tiene uno, pero qusiera dejar claro, antes de citarlo, que el mismo queda nublado por la cantidad de virtudes que aflora. Para mí, por delante de todas, está su capacidad para tratarme siempre como un hijo más, algo que jamás tendré suficiente tiempo para agradecérselo.

Ella tiende a creer que lo que es bueno para ella, es bueno para todo el mundo. Es decir, si a mí me gusta, a tí te gusta. No hace falta preguntar, porque yo lo sé. Viene esto a colación porque no hace mucho tuve la oportunidad de comentar, en una comida familiar, que nos hacía falta una olla express para nuestro piso. Llegados a este punto, y antes de continuar con el asunto, cabe contar que mi suegra vende ollas mágicas sin ser consciente de que alguien se está llevando todas las comisiones que, realmente, le corresponden a ella. Esto quiere decir que lo hace de forma altruista en cuanto desde el momento que descubrió lo bien que funcionaba su olla, se empeñó en colocarle una olla a cada uno de sus conocidos.

La olla mágica, quede bien aclarado, se trata de una imitación de la Cocimax; es decir, una olla eléctrica de esas a la que le metes todos los alimentos en crudo y, a través de una programación, es capaz de hacerte una comida perfectamente cocinada. La diferencia con una olla express, en mis caso, es que nosotros necesitábamos ésta y no teníamos ganas de cargar con aquella. Dieron igual las quejas; si a mí me gusta, a tí te gusta. Apenas quince días después de haber abierto la boca en aquella comida familiar, la cocina de mi casa estaba decorada con una olla mágica que tuve que tragar con patatas.

Yo, que como ya he comentado, soy un pejigero y un puñetas, puse la mala cara que me provoca el hecho de que me escriban la vida. Reconozco que en ocasiones soy demasiado desgradecido (¿Veis? Otro defecto) y es por ello que reaccioné sin ánimo ante el presente. Desde entonces, la pobre mujer, más interesada en nuestra comodidad que en nuestra pérdida de tiempo, tiende a decir que le tengo manía a la olla y que no la quiero usar porque no me gusta verla en mi cocina.

Viene esto a colación porque el otro día, mientras cocinaba mis primeras judías en la olla mágica, pensé en lo contenta que se pondría mi suegra cuando lo supiese. Hundido en mi propio orgullo, sigo recelando de la dichosa olla, pero como la tarde no estaba para concesiones, decidí introducir todos los ingredientes y pulsar la opción de menú legumbres. En favor de la olla diré que las judías salieron cojonudas. En favor de mi orgullo diré que, a fuego lento, y en una olla ordinaria, salen mucho mejor.

Y es que, por mucho que termine reconociendo los aciertos ajenos, jamás seré capaz de reconocer mi derrota porque yo nunca pierdo un duelo. Arrogancia. Ahí me tenéis. Otro defecto.

lunes, 26 de enero de 2009

Debajo de un puente

Cuando a uno le comunican la noticia de que su empresa se ha ido al garete, el primer pensamiento, previo a la angustia y la desazón, es el de imaginarte viviendo debajo de un puente. La cantidad de cosas que te da por pensar es inversamente proporcional a todo el conjunto de las ilusiones que fuiste fabricando durante tus días de arduo trabajo. Si ahora todo se viene abajo quizá tenga que renunciar a todos mis sueños; mi casa, mi vida de obrero aplicado, mis pocos caprichos y mis planes de futuro. Cuando no sabes qué cantidad de líquido se inyectarán en tus cuentas, eres incapaz de mirar más de un mes hacia adelante. Se acabó el sueño de tener un hijo en un plazo de dos años, se acabó el sueño de conocer España en furtivas escapadas de fin de semana y se acabó el sueño de subir un escalón más en el campo laboral. Ahora mismo me conformo ya con cualquier trabajo.

jueves, 22 de enero de 2009

Suerte

Ser negro en Estados Unidos a finales de los cincuenta significaba tener que andar con los pies de plomo y el complejo colgado en el cuello como un cartel recalcitrante. En aquella época, un tímido estudiante keniata, entró en un turbio bar de Hawai y fue expulsado a patadas por el color de su piel y el recelo que esta desprendía entre la población dominante. Cincuenta años después, el hijo de ese negro apaleado se ha convertido en el hombre más poderoso del mundo.

El joven economista apenas conservó su matrimonio con la antropóloga que había conocido en la universidad, pero durante aquellos dos años de relación dieron vida a un pequeño de tez morena y mirada avispada. Le llamaron Barack, cuyo significado, traducido al árabe, significa "suerte".

Cuando al joven Barack le tocó presidir la centésimo novena asamblea demócrata abogó por una legislación por el control de armas en los Estados Unidos. Para un país donde obtener una licencia y aprender a disparar están tan a la orden del día como para nosotros puede resultar el hecho de compara gominolas y aprender a masticarlas, aquel primer discurso sonó más a ilusión que a empeño. Pero no fue si no el comienzo de la carrera política de un tipo que se licenció en ciencias políticas y desarrolló todo su tiempo libre para presidir asociaciones sin ánimos de lucro con el fin de apoyar los derechos civiles y reclamar asistencia social para los más necesitados.

Como senador de Illinois carismatizó su discurso por su capacidad de ayudar a las clases más bajas, como senador de Estados Unidos abogó siempre por la transparencia del gobierno y el control de las actividades bélicas y como candidato fijó sus promesas en tres deseos universales; fin de la guerra de Irak, asistencia sanitaria para todos e independencia energética. Para un país en contínuo afán de conquista, sus promesas parecían más una quimera que una realidad para el resto del planeta. Por ello, ahora que le vemos investido y sonriente, no podemos evitar sentir un leve cosquilleo por creer que, por fin, el mundo ha dado un paso para girar hacia la senda correcta.

Acuciado por una grave crisis y puesto en duda por los más incrédulos, a Obama le toca la tarea de cambiar el mundo sin caer en la tentación de que el mundo le cambie a él. En los ojos del hijo del negro que un día fue expulsado de un bar todos reconocemos los sueños que muchos pensamos que jamás se cumplirían. El simple hecho de que Estados Unidos haya elegido un presidente negro cambia muchas cosas. Llegó su turno. Barack Barack. Suerte Obama.

domingo, 18 de enero de 2009

Los restos del naufragio

Las pequeñas reuniones en casa con los amigos tienen implícita la condición de ser más fructíferas de lo que piensas y que acaban demasiado tarde. Por eso, cuando les despides enla puerta del ascensor y cierras la puerta de tu casa, lo primero que tiendes a pensar es "tengo tanto sueño que voy a destrozar la cama". Suele pasar también, que en el mismo momento en el que lo piensas, desvías la mirada hacia la mesa del salón y... catástrofe; a ver quien se pone a recoger todo esto ahora.

Montar la fiestecilla en casa es lo que tiene, si eres anfitrión cuentas con la comodidad de terminar la charla e irte el primero a casa, pero has de cargar con la desventaja que supone tener que recogerlo todo. Un vistazo al desorden y un pensamiento de inquietud que ronda la cabeza, "cuando vea este desastre mañana Sagrario seguro que se cabrea". "Total, son cuatro pipas, que diría aquel. Me voy a la cama y ya lo recogeré mañana".

Y mañana llega la pereza. Buf. Si tengo ganas que me maten. En fin. Las pizzas las pediste por no ponerte a preparar nada de cena. Los cubatas de los bebiste con gusto porque te salían gratis. El agua la sacaste de la nevera porque siempre llega un momento en el que vence la sed. El picoteo surge espontáneamente en la undécima conversación de la noche. Los vasos vaciós junto a la hielera encharcada indican que no lo escupísteis. Y el mando de la play aún te recuerda las risas provocadas por no saberse la canción de Pastora. Dos viajes al lavavajillas, un par de ellos a la basura y nada más que abrir y cerrar el mueble bar del comedor. Ya está ¿Ves cómo no era para tanto? Eso sí, la próxima la montamos en la casa del Rubio. Y que recoja él y sepa lo que siente padre cuando se emborracha.

miércoles, 14 de enero de 2009

Así limpiaba, así, así

Una de las principales cosas de las que aprendes a ser consciente cuando cambias el hogar paternal por la emancipación en pareja es que dejan de producirse milagros. Los calcetines dejan de aparecer debidamente doblados en el cajón como por arte de magia, los pantalones dejan de estar cada lunes debidamente planchados y doblados después de haberlos dejado sobre la primera silla del comedor y la pila deja de estar libre de cacharros tras las comidas.

A los que hemos tenido la suerte (y la inconsciencia) de criarnos con una madre de la segunda generación postguerra, no hemos terminado nunca de agradecer la comodidad por haber vivido como auténticos reyes durante los primeros treinta años de nuestra vida. Por ello, tras el momento en el que tomas la transcendente decisión de compartir gastos e ingresos con tu pareja y apartar parte del sueldo mensual en abonar un techo bajo el que convivir, nos cuesta bastante ser conscientes de que quien se sienta a nuestro lado para ver películas y compartir manta y sofá, no es la misma mujer que durante años te preparaba la cena sin preguntar y te hacía la cama cada mañana.

Como estoy casado con una mujer que trabaja durante el turno de noche, en tres años de convivencia mutua aún no me he visto en la obligación de hacer la cama por las mañanas, pues lo que yo dejo deshecho, mullido y caliente, ella lo toma con ansia y mucho, mucho sueño. Pero no tener la obligación de estirar sábanas y edredones, no me ha eximido de hincar la lomera y aprender a realizar eso que tantas veces vi hacer a mi madre y que llaman tareas del hogar.

El pasado domingo, roído por la mala conciencia y la necesidad de ver nuestra casita bien limpia, tomé los trapos y la aspiradora y compartí faena con Sagrario mientras de fondo, los altavoces del equipo de sonido retumbaban con el sonido de los goles del Carrusel Deportivo. No fue un gran domingo porque perdió el Atleti, pero fue uno de esos domingos tan nuevos para mí en los que, poco a poco, voy convirtiéndome en un auténtico amo de mi casa.

sábado, 10 de enero de 2009

Hacer sin hacer nada

Me incomodan las multitudes. Me incomoda tener que hacer las cosas porque sí; sólo soy de planificar si el momento es el adecuado y si no lo es, me muevo más por impulsos que por preconcebimientos. Después de un día anodino pintado con sofá, internet y unos huevos rotos que ya quisieran en "Lucio", tuve que vestirme para ir a por mi coche. La nieve y la desconfianza generada por un jefe más proclive a mirarse el ombligo que a generar compañerismo, hicieron que ayer dejase mi coche en Valdemoro, justo a la puerta de mi lugar de trabajo.

Mientras regresaba a Getafe en el cercanías pensé en la facilidad que tiene la vida de cambiarnos los planes cuando menos lo esperamos. Bastó una nevada de aúpa y el miedo a circular entre el hielo, y viernes y sábado quedaron marcados en el calendario. Ayer, regreso en tren, hoy, vuelta a la obra a por el coche. Y ya que íbamos, me dice Sagario que podríamos ir a comprar ropa. Como preveo que por culpa de las prisas y la acumulación de gente, tendré que comprar sin mirar y conozco mis alteraciones de humor, decido dar la vuelta en pleno parking (repleto hasta el último hueco) y volver a casa.

Total, que un día para hacer cosas e ir a hacerlas para no hacer nada. Como la noche no me podía pillar con los brazos cruzados y la mente perdida en la inopia, he enchufado el portátil y he visto el blog de Sagrario, y ya que hoy no he hecho nada ¿Por qué no hacerme un blog yo también? Dicho y hecho.