jueves, 20 de mayo de 2021

Libertad

La libertad es un concepto demasiado serio como para convertirlo en manido y restarle la importancia que realmente tiene. La libertad tiene que ver con la expresión antes que con el disfrute, con la consecución antes que con la relación, con la causa antes que con la consecuencia. Porque la libertad es un trabajo colectivo con recompensa individual. Libertad no es salir de tu casa para disfrutar del sol, libertad es conseguir que nadie te prohiba disfrutar del sol.

Porque durante mucho tiempo, en este país, muchas cosas estuvieron prohibidas. No se podía tener libertad de conciencia, ni libertad moral, ni libertad sindical, y si eras mujer, todas tus libertades estaban supeditadas a los caprichos de tu marido. Fueron nuestros abuelos y nuestros padres los que labraron huelga a huelga, grito a grito, reivindicación a reivindicación, todas las libertades de las que ahora mismo gozamos. Porque ahora podemos elegir a nuestros gobernantes, nos podemos manifestar contra ellos y les podemos inducir a tomar ciertas decisiones. La libertad no es un señuelo, no, la libertad es un compromiso.

Hoy en día tenemos un contrato de trabajo; libertad. Estamos dados de alta; libertad. Nuestra jornada es de ocho horas; libertad. E incluso disfrutamos de días libres y vacaciones; libertad. Poder tomarse una cerveza no es libertad, es simplemente nuestra recompensa. Porque, si analizamos fríamente lo que debería ser obvio, hay gente que no tiene contrato, ni está dada de alta, su jornada es de doce horas y no disfruta de días libres ¿Cuál es su libertad ni siquiera pueden tener su recompensa? La verdadera libertad se gana en la calle, en el congreso y en la sociedad.

Porque la libertad que ellos venden en la libertad de los privilegiados. La libertad de los que se pueden tomar un Gin-tonic a las tres de la tarde después de una comida de negocios, la libertad de los que se pueden beber una cerveza después de su partido de pádel, la libertad de los que pueden ir a cenar a un restaurante de etiqueta porque tienen tiempo y gente que les cuide a los niños. Pero la libertad de vivir y, sobretodo, la de sobrevivir, no se adquiere en los bares, se adquiere en la calle y se disfruta con una buena atención médica, una educación de calidad y, sobre todo, con un sistema igualitario en la que todos tengan las mismas oportunidades. Eso sí sería libertad.

martes, 11 de mayo de 2021

Un año

Hace poco más un año todo eran planes, ignorancia, ilusiones, listas pendientes de completar, carreras pendientes de terminar, abrazos pendientes de repartir. Hace poco más de un año el mundo giraba a nuestro alrededor y no nos parábamos a mirar a los ojos de nadie porque nadie era obstáculo en nuestro camino hacia la vida completa. Soñábamos, remábamos, algunas veces alcanzábamos la orilla y, sin tiempo para admirar el paisaje, volvíamos a ponernos el mono y, precipitadamente, nos volvíamos a poner en marcha porque no teníamos miedo al abismo del tiempo.

Si algo nos ha enseñado este año, es que el tiempo nos tiene presos de sus vicisitudes. Porque mirando atrás, ahora sí somos timoratos, ahora sí somos nostálgicos, ahora sí nos sentimos débiles. Porque el tiempo no se recupera y, cuando pierdes un año y la vejez asoma por los costados, eres consciente de que esas canas de más, esas arrugas nuevas y esas rencillas pendientes contigo mismo, seguirán ahí y nadie borrará lo que no has conseguido.

Llegados a este punto, hemos sobrevivido al desastre dos tipos de personas; los que tienen miedo a la vida y los que tienen miedo a la muerte. Los primeros, más preocupados de vendarse los ojos que de destaparse el cerebro, buscan vivir el instante sin pensar en nadie, sin pararse a analizar el peligro que su inconsciencia puede provocar en sus seres más cercanos. Los segundos, más castigados por el miedo y más azotados por la experiencia, hemos decidido calmar los ánimos, templar el sentido común y conocer el peligro de un momento vital capaz de dejarnos solos ante la parca.

Porque un año no se recupera, pero menos aún se recupera una vida que se pierde. Así que, para sanarnos por dentro nos nos queda otro remedio que ser pacientes, generosos, comprensivos y comprometidos. Y saber que, en cualquier momento, siempre habrá un nuevo motivo, una nueva compañía o nuevo plan a la vuelta de la esquina. Porque esto es sólo una parada, la meta aún está lejos.

martes, 4 de mayo de 2021

La edad de oro

El chico zurdo acudió al torneo acompañado de su madre. Era rubio y tenía la mirada asesina de quien busca la gloria en cada instante. El rival, Roy Emerson, era más que una leyenda. Un Dios vestido en pantalón corto que pegaba bolas profundas y leía el juego como un maestro. Realmente aquella era la palabra adecuada. Maestro. El australiano había ganado doce títulos de Grand Slam y a los treinta y cuatro años estaba más para lo grueso que para lo fino, pero aún le quedaba tenis y, sobre todo, ganas de competir. Pero el chico rubio era más rápido, más fuerte y más agresivo. Le sacó de la pista y le ganó con una facilidad tan pasmosa que más de uno pidió anotar su nombre. "Se llama Jimmy Connors", dijeron, "tiene dieciocho años y la mujer que le acompaña, además de su madre, también es su entrenadora".


Un año después, aún como jugador amateur, rompió el molde en el campeonato de la Unión Atlética Universitaria de América. Se impuso a cada uno de sus rivales con un estilo directo y agresivo. Sin pausa, sin concesiones, sin descanso. Por entonces ya le llamaban Jimbo y como una especie de aeroplano que sobrevolaba por la pista, se lanzó al profesionalismo de la mano del sempiterno Pancho González; entrenador de estrellas y pulidor de diamantes. Era el comienzo de una carrera legendaria, y ya sólo en su primer año en la élite, ganó once títulos sobre superficie dura.

Por aquel entonces ya era casi imparable. Con un estilo agresivo y golpeo plano de la pelota, se había convertido en el mejor jugador del mundo en apenas tres años como profesional. En 1974 levantó tres trofeos de Grand Slam; Open de Australia, venciendo en la final a Phil Dent y Wimbledon y Open de Estados Unidos, después de ganar a Ken Rosewall en dos finales sin mucha historia. Porque lo suyo era ganar por la vía rápida; como un pegador profesional en el cuadrilátero, su estilo directo e insistente le había llevado al número uno y a ser el terror del circuito. “Jugar con Connors es como pelear con Joe Frazier. Siempre viene hacia ti. Nunca para”, llegó a decir uno de sus contrincantes.

Pero aquel Joe Frazier habría de encontrarse con su Mohammed Alí particular. Como todo gran héroe, o incluso como un buen villano, nunca hubiese sido nadie de no haber aparecido una némesis a su altura. Aquel mismo año de 1974, un joven sueco que pocos años antes practicaba el tenis en el garaje de su casa, se alzó con el único título de Grand Slam que Connors no quiso disputar. Se convertía, de esta manera, en el jugador más joven en ganar en París después de derrotar en la final a Manuel Orantes tras una épica remontada. Días atrás nadie conocía su nombre y, de repente, como una estrella del rock surgida de la nada, medio mundo se enamoró de Bjorn Borg después de alzarse con la Copa de los Mosqueteros en su primera participación en Roland Garros.

Borg era lo opuesto a Connors. Dados sus comienzos como jugador de hockey sobre hielo, y sus andanzas en la fría Escandinavia, había forjado un carácter frío y casi intranquilizador. Era un martillo desde el fondo de la pista; constante, incansable, con una derecha eficaz y un revés imposible. En 1972, con dieciséis años, había debutado como componente en el equipo sueco de la Copa Davis. Un año después, sufriría ante Orantes su primera derrota en la competición por países y allí, en el corazón del tenis sobre arcilla, había vengado aquella derrota dejando al español a las puertas de una gloria que jamás volvería a alcanzar.

Sería el comienzo de una frenética y exitosa carrera. Ese mismo año ganaría siete torneos sobre las cuatro superficies, lo que le convertían en un todoterreno del juego de raqueta. Pero para entonces, el número uno ya tenía dueño. Connors, sabedor de su dimensión en el circuito, se enfrentó a la ATP por un sistema de competición que consideraba inhumano y se enemistó con gran parte del estamento tenístico en un momento que alcanzó su punto más álgido en la disputa del torneo de Wimbledon de 1975. Connors, estrella y referente del tenis mundial, cruzó una apuesta con su compatriota Arthur Ashe, un tipo callado y honesto, que odiaba el ruido y las nueces de su rival. En un pacto entre caballeros, Ashe le promete a Connors, que si consigue llegar más lejos que él en ese Wimbledon, retirará todas las trabas sobre su persona, y le dejará jugar torneos fuera del circuito ATP con su correspondiente compensación económica. Aquella propuesta es un caramelo para Jimbo, que acepta sin dudar aun sabiendo que si perdía la apuesta habría de verse ligado por siempre al yugo de la ATP con sus causas y sus consecuencias. Pero ¿Por qué habría de perder? Él era el número uno del mundo y Ashe sólo un buen jugador más. Pero las rondas van pasando y el mundo, que desconoce la intrahistoria de aquel apretón de manos clandestino, observa, asombrado, como el bueno de Arthur Ashe realiza el torneo de su vida y va pasando rondas con la eficiencia de los mejores. Connors, por su parte, tampoco tiene demasiados problemas por su lado del cuadro y consigue confirmar los pronósticos plantándose en la final. Allí le esperará, para sorpresa de todos, el incombustible Arthur Ashe, que ha debido sudar sangre y tinta para derrotar a Roche en la semifinal. Así pues, el futuro de la ATP, debería dirimirse, como una gran película, en la final del torneo más importante del mundo. Connors, enérgico y joven, confiaba en doblegar a un Arthur Ashe que ya contaba con treinta y dos años y había pasado media vida luchando contra los intransigentes. Debido a su condición de afroamericano en una época en la que la que la lucha por la integración se dirimía a golpes, hubo de luchar el doble para conseguir menos de la mitad. Pero allí estaba, pletórico de moral y dispuesto a salvar la vida a la Asociación de Tenistas que él mismo había encabezado como líder fáctico durante los últimos años.

La final pasó a la historia como uno de los mejores partidos de Ashe. Fue, en realidad, su canto del cisne, pero un canto tan espléndido y celestial, que hubo merecido la pena todo lo anterior y lo posterior por haber podido disfrutar de aquel pedazo de gloria. Cuando Ashe se acercó a la red para saludar a su rival, sabía que aquel segundo apretón de manos iba a salvar la competición tenística y, al mismo tiempo, a pesar de la derrota física y moral, Connors sabía que, con ATP o sin ella, él seguiría siendo el mejor tenista del circuito por lo que debía recomponer su ánimo y preparase para regresar allí y levantar de nuevo una copa que, derrotado o no, consideraba como suya.

Como gran referente de la época, Connors se mantuvo como número uno del mundo entre 1974 y 1978. Y aquello habría de ser una batalla del niño mimado de América contra el resto del mundo, porque, con sus gestos de desprecio, su mal humor y su rictus de hombre serio, América, ávida de un campeón como aquel, adoraba a Jimmy Connors. Mientras tanto, en la lenta arcilla parisina, Borg seguía labrándose un nombre con un nuevo título. Tarde o temprano, habrían de verse las caras. Podría haber sido en Wimbledon, pero el incombustible Ashe de 1975 liquidó al sueco en cuartos de final por lo que el duelo se postergó hasta las semifinales del US Open. Aquella era la casa de Connors y no estaba dispuesto a consentir ninguna afrenta. No dio demasiadas opciones al sueco pero si algo sacaron en claro los allí presentes es que Borg, a poco que se tomara en serio las superficies rápidas, podía llegar a convertirse en el tenista más completo desde Rod Laver.

Si no fue así fue por la competencia feroz que encontró y por el estilo maniqueo de vida que optó por llevar cuando su fortuna se contaba con tantos ceros que era capaz de controlarlos. Pero de aquello ya hablaremos. Ahora estamos en septiembre de 1975 y el español Manuel Orantes da la campanada al vencer al gran Connors en la final de su torneo predilecto. En apenas dos meses se le habían escapado los dos torneos más prestigiosos del circuito y ambos ante dos jugadores veteranos que, en condiciones normales, no habrían tenido nada que hacer contra él. Se empieza a especular que algo hace “crack” en la cabeza de Connors cuando se enfrenta a un reto de envergadura. Al menos, los rivales, quieren ver eso como un síntoma de debilidad. Necesitan saber que el gran campeón también es humano.

Aquel curso termina con Suecia alzándose con el título de la Copa Davis. Borg es ya el tenista de referencia en el circuito europeo. Ha arrollado al gran Guillermo Vilas en la tierra parisina y ha culminado el año con el título del gran campeonato de naciones. Su juego de fondo es constante y preciso. Su físico, pese a su aspecto enclenque, es privilegiado y, cuando está en forma, es capaz de defenderse de los mejores golpes de su rival. Aparte, tiene duende, una derecha formidable y un revés más que certero. Necesita mejorar en hierba para saberse el mejor. Así se lo propone y así lo hace. Cambia el rito de sus entrenamientos y aprende a coger la raqueta por la parte más baja del mango. Hay que jugar más rápido, ser más directo y más explosivo. En 1976 el mundo fue testigo del nacimiento de un tenista casi perfecto.

Cuando llega a Wimbledon, ha acumulado cuarenta y una victorias consecutivas. Es un ser despiadado que no ofrece un milímetro al rival. Lo gana tan fácilmente que hay quien llega a pensar que no puede existir nadie capaz de bajarle de aquel trono de oro. Nastase, su rival en la final, declarará abatido, después de ser barrido en tres sets que a Borg deberían mandarle a otro planeta. Aquel no es un lugar lo suficientemente competente para él.

Poco antes, durante la celebración del torneo Conde de Godó, un chico enclenque y con cara de distraído, había tratado de disputar unos juegos contra los mejores. Toni Corominas, el gran preparador español de la época, observa en su estilo las maneras de un futuro campeón. Decide invitarle a una buena comilona para celebrar su participación en el torneo y consigue sacarle algunas palabras bajo su aspecto taciturno. Es checo, se llama Iván, quiere ser el número uno. Pero mientras el mundo le es ajeno, el planeta tenístico vuelve a poner su mirada en la pista central de Flushing Meadows. Allí, los dos mejores tenistas del circuito pondrán en juego la corona y el orgullo. Para satisfacción local, Connors vence a Borg y el mundo es consciente de que aquel duelo habrá de convertirse en eterno mientras el resto de tenistas sigan buscando una oportunidad.

Y a aquel Iván que había dado buena cuenta de la comida pagada por Corominas, habría de sumársele otro tipo de carácter extrovertido y celebraciones estruendosas que llegaría al tenis para cambiarlo todo. Mientras tanto, habría de jugarse el prestigio y el amor de América frente al gran Jimmy Connors en las semifinales de Wimbledon de 1977. Aquella aparición estelar de John McEnroe significó uno de los impactos más fulgurantes de la historia del tenis. Era un chico listo, voraz, valiente como pocos y demasiado temerario como para no tenerle en consideración. Vivía y moría en la red. Ponía de los nervios a sus rivales y aunque en aquel primer gran duelo contra Connors terminó hincando la rodilla, el mundo pudo contemplar el nacimiento de una gran estrella. Aquella derrota, sin embargo, dolió más al pobre McEnroe que al resto de la humanidad, ávida por ver la reedición del duelo entre Connors y Borg en la pista central de la catedral del tenis mundial. Borg, que había renunciado a jugar en París un mes atrás alegando una lesión, quiso confirmar sobre la hierba londinense que la verdadera gloria se alcanza a base de raquetazos perfectos. Fue Connors quien claudicó aquella tarde y fueron todos los que se marcharon del lugar sabiendo que, a partir de aquella edición, difícilmente el tenis volviera a ser lo mismo.

John McEnroe había nacido en una base naval alemana. Debido a su vida entre marines, obtuvo una educación casi militar y aprendió a jugar al tenis entre base y base mientras su padre le recordaba los valores de un ciudadano ejemplar. En plena adolescencia se incorporó como alumno a la prestigiosa academia tenística de Port Washington y, junto al insaciable Vitas Gerulaitis, aprendió los secretos del tenis y de la vida. Aquella primera gran aparición en escena dejó al mundo boquiabierto, pero él sabía que aquello era sólo una muestra de lo que era capaz de hacer. Se apuntó a las rondas previas y fue liquidando rivales hasta que en semifinales no pudo contrarrestar el carácter iracundo de Jimmy Connors. Entonces pocos lo sabían, pero acababa de nacer una de las rivalidades más enconadas en la historia del deporte.

Su educación marcial, determinada por la disciplina y el amor por el coraje, le habían convertido en una persona de lo más irascible. Odiaba errar y, sobre todo, odiaba verse superado en la pista. Las masas, deseosas de adorar a un nuevo símbolo del deporte, comenzaron a adorarlo y a imitar aquel look rebelde en el que una desaliñada cabellera rizada se escondía tras una ancha cinta que recorría su frente. Si Borg había sido bautizado como un icono pop, allí estaba la contrarresta. Una estrella del rock había llegado al tenis para quedarse. Zurdo, impredecible, agresivo y, sobre todo, demasiado temerario como para no ser tenido en consideración en la agenda de las preocupaciones. Pero existe un punto de locura que lo echa todo al traste. Un lugar en el cerebro del jugador que le juega malas pasadas y le convierte en una persona insoportable. Su poca tolerancia a la frustración le hace perder los nervios y enfrentarse a quien ose practicarle una crítica. En su primera participación en el US Open ya tiene su primeros enfrentamientos con el público, pero es en su primera participación en la Copa Masters, en la que lanza una raqueta a un espectador, cuando la gente se da cuenta de que aquel no es un tipo vulgar a quien adorar solamente en las victorias. El Daily News describirá su actitud de la siguiente manera: “McEnroe es la anarquía en zapatillas de tenis. Es el clásico ejemplo del histérico extrovertido”. Aunque él lo resumirá de una forma más sencilla: “Si me insultan, yo insulto”.

Los ataques de ira, asegura, le ayudan a concentrarse. Ataques de ira que alcanzan de igual manera a público, rivales o incluso árbitros. Uno de los momentos más recordados fue aquel en el que se dirigió a un árbitro y le espetó: “Usted ve menos que esas jodidas flores que además son de plástico”. No admitía errores, ni los propios ni los ajenos. De esta manera, el juego de comparaciones pasó a convertirse en inevitable. Todo era blanco o negro, frío o calor, fuego o hielo. McEnroe, el tipo agresivo, incandescente y expresivo. O Borg, el jugador de hielo que no perdía la compostura y mostraba siempre una educación exquisita. Le mente fría siempre presente, frente a la hostilidad inherente de McEnroe. Fuera de las pistas sin embargo, al estadounidense le seguía persiguiendo la competitividad mientras que Borg gustaba de los placeres y la vida contemplativa.

Sólo era cuestión de tiempo que el sueco le arrebatase el número uno a Jimmy Connors. Fue en septiembre de 1977, cuando el niño bonito de América perdió la final del US Open ante Guillermo Vilas, el momento en el que el testigo cambió de nombre. Ahí estaba Borg, el dueño de la tierra y la hierba, poniendo fin a un reinado de ciento sesenta semanas. Sin embargo, más allá de las realidades, quedaban las percepciones. Para Nike, por ejemplo, era más importante una imagen impactante que cien victorias. De esta manera, la marca americana se lanzó al mercado ofreciendo su primer gran contrato al aspirante John McEnroe, quien ya era una celebridad sin haber ganado prácticamente nada. Aquella rotura de relaciones de McEnroe con la sempiterna marca tenística Sergio Tacchini, cambió todos los moldes del mercado deportivo. Por primera vez, una marca ajena al deporte de la raqueta, irrumpía con fuerza en el mercado. Solamente faltaba esperar a que los dos iconos de la imagen cruzasen sus fuerzas por primera vez. De esta manera, no fue de extrañar que el mundo se parase para ver un partido del generalmente intrascendente torneo de Estocolmo. Allí, Borg y McEnroe cruzaron sus raquetas por vez primera. Ganó el sueco, quien, montado en la nube de la invencibilidad, se anotó también, pocas semanas después, su tercer Wimbledon consecutivo venciendo, una vez más, al sempiterno Jimmy Connors.

Pero mientras todo aquello ocurría, un nuevo tipo surgía de las categorías inferiores y se comía los torneos junior como quien devora una presa en la sabana. Algunos le recordaban por ser aquel tipo escuálido a quien un día Toni Corominas invitó a una comilona mientras se disputaba el torneo Conde de Godó. Muchos sabían que se llamaba Iván, muchos más supieron después que se apellidaba Lendl. Acababa de ganar los torneos junior de Roland Garros y Wimbledon con apenas un mes de diferencia y se disponía a dar el salto al tenis profesional.

Pese a todo, más allá de filias y fobias, de apariciones estelares y de apuestas arriesgadas, el único tipo capaz de hacer frente a Borg sigue siendo el propio Connors. De esta manera, tras vencer en la semifinal a McEnroe tras un duelo fratricida, hace gala de su superioridad en su torneo fetiche ganando, una vez más, en la final del US Open al sueco Borg. De esta forma, Connors se convierte en el primer jugador en la historia en ganar el abierto de su país en tres superficies distintas: cemento, hierba y tierra. Y pese a haberse mostrado como un jugador solvente en esta última superficie, jamás será capaz de afrontar la barrera de Roland Garros, torneo que, como a tantos norteamericanos, quedará atragantado para siempre en la frontera de su palmarés.

La de 1978 sería la tercera vez que Borg acabaría cayendo contra el mismo jugador y en la misma final. Para refrendarse como un buen jugador de pistas rápidas, el sueco terminaría ganando la Copa Masters de los años 1978, 1979 y 1980, y para refrendarse como el coco de Connors en la catedral del tenis, volverá a vencer a Connors en Wimbledon antes de dar un nuevo paso hacia su cuarta final consecutiva. Y es que Wimbledon fue el lugar donde el maestro sueco ofreció sus mejores lecciones. En una pista acostumbrada a la agresividad y el juego directo, el paciente y elegante juego de fondo del escandinavo había enamorado al mundo. Melena rubia, gesto adusto y cuerpo compacto, su presencia en Londres generaba una expectación no vista desde que los Beatles se habían hecho dueños de los corazones de la juventud. Más que le mejor jugador del mundo, era el niño guapo del deporte mundial.

Todo esto lo observaba desde la barrera el obseso Ivan Lendl. El junior de oro quería ser mejor que los americanos y, sobre todo, mejor que aquel sueco despreocupado que hacía ver que el tenis no iba con él. Lendl, hijo de tenistas, entrenaba y entrenaba con la ambición por bandera. Sin embargo, tras tanta obsesión, tras tanta manía por arrancarse las pestañas ante la imposibilidad de leer un partido, ante tanta ambición, tuvo que dar paso a la frustración una vez hubo comprobado como el joven McEnroe le adelantaba por la derecha y, por fin, en 1979 daba el salto definitivo a la élite tras romper la hegemonía de Jimmy Connors en Flushing Meadows y convertirse en el jugador más joven de la historia en conquistar el US Open.

1979 es un año extraordinario para McEnroe. No solamente ha destronado a Connors en su casa ganándole en las semifinales del torneo, sino que ha sumado un total de diez torneos individuales y dieciséis en dobles. Y es aquí donde se descubre la verdadera especialidad de un tipo que convirtió el juego de saque y volea en un arte. Era tan tenaz y agresivo que, por las características de su juego, terminó convirtiéndose en el mejor jugador de dobles de la historia. Y mientras McEnroe dibujaba su camino, Borg volvía a ganar la Copa Masters y terminaba el año como número uno del mundo. Había vuelto a conseguir el doblete mágico conformado por Roland Garros y Wimbledon y aunque las pistas americanas se le resistían, seguía manteniendo ese encanto y ese estado de forma que le convertían en único e inigualable.

Cuando empieza la década de los ochenta, Borg ya le ha ganado a Connors en trece de sus dieciocho enfrentamientos. El dato deja claro quién manda sobre el terreno y el tenis vuelve a poner a cada uno en su lugar. El comienzo de la década deja la estela de un jugador increíble e imparable. Una auténtica pop star que aparece en todas las revistas y al que invitan a todas los saraos de la alta sociedad. Vuelve a ganar Roland Garros sin ceder un solo set y se prepara para afrontar Wimbledon con la intención de repetir una hazaña que ya cuenta con muy pocos precedentes.

Entre tanto, McEnroe y Lendl cruzan sus raquetas por vez primera en el torneo de Milán y el americano se lleva el duelo sin mucha dificultad ante la mirada incrédula del checoslovaco. Uno promete seguir entrenando y el otro promete vencer al sueco intratable en su terreno predilecto. Para ello tendrá que pasar por encima, una vez más, del cadáver deportivo de Jimmy Connors. Tras un partido tenso en el que los jugadores terminan entre insultos y con el público extasiado por el espectáculo, McEnroe da el paso decisivo para el cambio de generación y se planta por vez primera en la final de Wimbledon con la intención de dar también su merecido a aquel maldito sueco al que nada le parecía afectar. Lo que la gente vio aquella tarde junio fue tan apoteósico que, aún hoy, se recuerda aquella final como “El partido del siglo”. McEnroe empezó tan fuerte e intenso que, tras barrer a Borg en el primer set, muchos pensaron que sí, que había llegado el momento de cambiar la corona de cabeza. Pero el sueco tenía mucho que decir. Se llevó los dos siguientes sets y ambos se citaron para un cuarto set que aún está grabado en los anales del tenis. McEnroe se lo llevó en un tie break agónico, con un resultado, dieciséis a dieciocho, que dejó a los espectadores anonadados y al americano muy tocado físicamente. Aun así, ambos jugadores llegaron al último set plenos de confianza pero sin apenas fuerzas para resistir. Cinco horas después, Borg se imponía por ocho juegos a seis y reeditaba su estatus de campeón. Se dieron la mano, se abrazaron, Wimbledon se rindió a ellos, el mundo se frotó los ojos.

El desquite de McEnroe llegaría, como en el año anterior, en las pistas de cemento de Flushing Meadows. El hijo pródigo de la américa rebelde doblegaría, consecutivamente, a Ivan Lendl, a Jimmy Connors y, por último, a Bjorn Borg, antes de levantar, por segundo año consecutivo, la copa que le acreditaba como vencedor del abierto de los Estados Unidos. Lendl se desquitó ante el mundo adjudicándose, junto al equipo checoslovaco, la Copa Davis de 1980. Era su primer gran título a escala internacional. Quería decirle al mundo que ahí estaba él, el hijo de Jiri y Olga Lendl, números quince y dos del mundo en su tiempo. Demasiada buena madera como para no tener en cuenta la calidad de la astilla.

Para dar buena cuenta de su presencia, eliminó a McEnroe en los cuartos de final de Roland Garros en 1981 y se plantó en la final dispuesto a terminar con el reinado de Borg. No pudo hacerlo. En el único enfrentamiento entre ellos en torneos de Grand Slam, el sueco ganó cómodamente al checoslovaco y se adjudicó, un año más, la prestigiosa copa de los Mosqueteros. El balance era ya de cinco a dos para el sueco; si bien era una estadística que indicaba que el sueco era un jugador superior, también era un indicativo de que Lendl podía hacer frente a los mejores jugadores del circuito.

Y así llegamos a uno de los puntos culminantes en la historia del deporte. Un McEnroe desatado se plantó en Wimbledon dispuesto a luchar contra la historia y ni la historia fue capaz de detener tal derroche de energía. Tras una final impecable contra el rey de la hierba, fue capaz de derrotar a Borg después de cuarenta y un partidos y escribir, así, una de las páginas más memorables de la historia del torneo. El All England Club, sin embargo, no le concede la membresía honoraria con que se otorga a los ganadores debido a sus malas formas en la cancha. Inolvidable, en la final citada, fue la recriminación al juez de silla tras cantar como mala una bola que él consideraba como buena. Aquel “You can not be serious” quedó tan grabado en la memoria colectiva que con el tiempo fue elegido como el momento más estelar de la historia del torneo amén de dar título a la biografía del jugador una vez hubo dicho adiós a las pistas.

Como una forma de refrendar aquel éxito, McEnroe vuelve a derrotar a Borg en la final del US Open. Aquel es el salto definitivo hacia el estrellato mundial. Ha ganado al sueco las dos finales de Grand Slam que ha disputado en el año. No puede pedir más. Se reivindica ante el mundo y hace saber que aquellos duelos de fuego contra hielo eran el mejor lugar del mundo hacia el que dirigir la mirada. Fueron un total de catorce enfrentamientos en los que cada uno ganó en siete ocasiones. Imposible discernir si fue el fuego quien derritió el hielo o fue el hielo quien congeló el fuego. Lo que sí quedó claro es que aquella última derrota en Nueva York significó uno de los mayores puntos de inflexión en la historia del deporte. Borg, incapaz de seguir luchando y viéndose superado por jugadores más jóvenes, decide retirarse ante el asombro de todo el planeta. Tiene veintiséis años, solamente un bagaje de nueve años como profesional y toda una carrera por delante, pero decide dejar el tenis antes de que el tenis le deja a él. No tiene ilusión. No siente pasión. Tiene más dinero que motivación y genera más ingresos por publicidad que por el propio juego, por lo que cree que es el momento de explotar su imagen pública y decide irse a Montecarlo para vivir entre lujos y sin preocupaciones.

El impacto es terrible pero el tenis sigue. Y sigue dominado por un McEnroe que, tanto en individuales como en dobles, da muestras de la versatilidad y calidad de su juego. Forma una extraordinaria pareja de dobles junto a Peter Fleming y consiguen arrasar en el circuito donde quieran que jueguen. Mientras tanto, y ante la retirada de Borg, Connors sale de su letargo y es consciente de que aquel es el momento idóneo para regresar a lo más alto. Ha perdido velocidad y fuerza, pero mantiene la ambición. Ese mismo 1981 se reincorpora al equipo estadounidense que gana la Copa Davis y se dispone a mostrarse, una vez más, como un jugador intratable.

Dejando de lado el inabordable Roland Garros, Connors prepara el año de 1982 concienzudamente. Tal es su mejoría que es capaz de derrotar a McEnroe en la final de Wimbledon. Jimbo ha vuelto y lo ha hecho a lo grande, lo que conduce a McEnroe a un nuevo estado de histeria. Decide tomarse la revancha en el US Open y alcanza la semifinal para terminar derrotado duramente por el incombustible Lendl. El rival del checo, una vez más, será el sempiterno Jimmy Connors quien, tras haber destrozado su mítica raqueta T200 en la semifinal ante Vilas, hace un llamamiento público a quien pueda tener una raqueta similar para poder disputar la final. Wilson ha dejado de fabricarlas y él se ha quedado sin reservas. El problema es que ha jugado todo el año con ellas y le ha ido tan bien que no se siente capaz de empuñar otro tipo de raqueta. La sorpresa es tan general que hasta el propio Connors se siente conmovido. Hay cientos de llamadas y decenas de requerimientos. Hay demasiada gente dispuesta a prestar su raqueta al bueno de Jimmy Connors. La inyección de moral es determinante y Connors aplasta a Lendl en la final.

Debe ser un nuevo punto de inflexión. Lendl ha vuelto a alcanzar una final, pero ha vuelto a perderla. Quizá el aspirante se quede en eso, en un simple aspirante. Para poner más fuego a su situación, Lendl se convierte en un renegado por su propio país después de jugar un torneo en la Sudáfrica del Apartheid. Durante mucho tiempo, el nombre de Ivan Lendl se convierte en tabú en Checoslovaquia; es como hablar del tipo que ha decepcionado a todo un país vendiendo su dignidad por un puñado de dólares. Aquello, sin embargo, no afecta a su juego y vuelve a plantarse en las semifinales del torneo de Wimbledon donde volverá a verse las caras con John McEnroe. Es un McEnroe de dulce y, como ya hiciese el año anterior, pasaría a la final contra el sorprendente Lewis para derrotarle por un triple seis a dos. Pero Lendl no quiere cejar en su empeño y, a base de constancia y golpes de revés, vuelve a plantarse, de nuevo, en la final del US Open. Y una vez más, vuelve a perderla, de nuevo ante Jimmy Connors. Aquello hubiese desesperado a cualquiera. No solamente ha sido incapaz de ganar una sola de las cuatro finales de Grand Slam que ha disputado sino que además tiene que ver como sus rivales por el número uno del mundo se encuentran a años luz de sus aspiraciones. Toca seguir remando, seguir trabajando. Por suerte para él, Lendl es el tipo más constante del mundo y no dejará de trabajar hasta ver su nombre inscrito en los anales de la historia.

1984 asoma, por otro lado, como el año mágico de John McEnroe. Se impone en los primeros majors del año y todo parece un camino de rosas hasta que llega el tercer set de la final de Roland Garros. McEnroe nunca ha ganado en Francia y puede sentirse campeón en el instante en el que pone el marcador con dos sets a cero por delante de Ivan Lendl. Ha derrotado, no sin problemas, a Connors en la semifinal y se dispone a retar la afrenta de su compatriota. En el saludo final parece decirle “Voy a ganar donde tú no lo has hecho nunca”. Y es un hecho que todos piensan que va a hacerlo. Pero Lendl gana en tercer set y siembra las dudas. De repente gana también el cuarto y pone los pronósticos patas arriba. Para cuando llega el quinto set ya todos saben que McEnroe es hombre muerto y el checo es un tipo con ganas de comerse el mundo. Aquel primer Grand Slam de Lendl significó el inicio de una rivalidad casi sin parangón en la historia del deporte. Nadie frustró más a McEnroe, nadie contrarrestó mejor los golpes de genio del hijo pródigo de la marina americana.

De hecho, McEnroe jamás volverá a ganar a Lendl en un partido de Grand Slam. Para poder pasar por encima de su cadáver tendrá que confiar en que sean otros los que se lo quiten de encima. Para volver a ganar Wimbledon tendrá que esperar a que sea Connors quien descabalgue a Lendl en semifinales. Tras aquel duro partido, Connors apenas podrá oponer resistencia ante un McEnroe que se coronaría en Londres por tercera vez. Tras aquella nueva victoria la gente quiere dudar. Un periodista se acerca Jimbo y le pregunta: “¿Tu rival es mejor que tú?”. Connors no sonríe, apenas le mira, apenas le contesta y, a paso lento, se aleja del mundo. “Nunca”.

Pese a todo, McEnroe vuelve a ganar a Connors, esta vez en su territorio. A pesar de ello, de que ya le ha ganado en veinte ocasiones y de que le ha demostrado al mundo que es mejor que él, el público americano sigue prefiriendo a Connors por delante de McEnroe. Uno es el niño bonito, el otro un simple histriónico con ganas de dar la nota. Aquella indefensión termina por bloquear a McEnroe quien, presa de los abucheos, cae ante en la final ante el tenis incombustible de Lendl y ante su propia autodestrucción.

Pero poco tarda aquel tiro al blanco contra el genio incomprendido. Basta empezar a ganar para que las iras cambien de bando. De repente, a Lendl se le comienza a observar como el enemigo de América. De aspirante sin aspiraciones se convierte, de la noche a la mañana, en el gran rival a batir. Y de repente, también, ni Connors ni McEnroe son capaces de contrarrestarle. Su rictus siempre serio les hace desesperarse, igual que esa estúpida manía de arrancarse las pestañas cuando algo le va mal. Para defenderse del juego de red, adopta la simple estrategia de tirar la pelota al cuerpo del rival y para contrarrestar el juego de ataque tira pelotas profundas una y otra vez. Algunos opinan que ha convertido el tenis en un tedio, él prefiere pensar que ha dado paso a una nueva época.

De aquella manera vuelve a dejar a Connors a las puertas de dos sueños. Primero le vence en la semifinal de Roland Garros rompiéndole el penúltimo sueño de coronarse como Mosquetero en París. Después le masacra en la semifinal del US Open impidiéndole alcanzar el que sería su sexto entorchado. De repente el tenis tiene un nuevo dueño y no es el que todos esperaban. McEnroe, al verse de nuevo incapaz de vencer al checo en la final del US Open, decide poner fin a la temporada y se aleja del tenis para tomarse un largo descanso. De repente acaba de sentir la misma frustración que Borg había sentido con él. Pero Lendl no parará. Tras ganar en Australia, París y Nueva York, se propone conquistar el mundo completando el Grand Slam, pero por algún motivo incierto, la hierba se le resiste. Pierde la final de Wimbledon de 1986 ante un adolescente Boris Becker y vuelve a perder la final de 1987 ante el incandescente Pat Cash.

Algo hace crash en una cabeza capaz de controlarlo todo. Se obsesiona con Wimbledon de tal manera que se vuelca en el juego de saque y volea. Aquello cambia su percepción del juego y le convierte en más vulnerable en torneos de tierra, pero una bestia indomable en torneos de pista rápida. Vuelve a ganar el US Open después de barrer, una vez más, a los americanos en su propia casa. Se convierte, por derecho propio, en el rey de Flushing Meadows tras tres victorias consecutivas y confiesa haber contratado para su pista particular, a la misma empresa que monta las pistas de Nueva York. No satisfecho con ello, se propone terminar con la carrera de John McEnroe y lo destroza camino de las finales de Australia y Roland Garros de 1988.

Pero es en París, en la edición de 1989, donde encuentra la cruz de su moneda. Y lo hace precisamente contra quien menos hubiese esperado. Tras alcanzar la final contra el improbable Michael Chang, el americano, de origen asiático, elige la estrategia de frustrar al campeón y lo hace mediante bolas profundas y bombeadas. De esta manera el partido se convierte en un tedio en el que Chang juega globos constantes a la línea de fondo y Lendl devuelve golpes cargados de hastío contra la red o más allá de las líneas de fondo. Es difícil describir aquello sin recurrir a la palabra frustración. La que sintió Lendl, quien harto de aquel juego de trileros, terminó haciendo saques de cuchara ante la irritación del público, y la que sintió el propio público que creyó asistir a una final y terminó viendo un espectáculo cargado de patetismo.

Le quedaría al menos, al checo, la inútil satisfacción de haber vuelto a eliminar a su gran rival McEnroe en cuartos de final al igual que lo había hecho en el Open de Australia. A lo largo de su carrera le ganaría en veintiuna veces, por quince victorias del americano. Fue una rivalidad histórica e histriónica. El método contra el talento. Lendl era el hombre más constante del mundo. McEnroe era pura improvisación. Lendl no dejaba nada al azar. McEnroe vivía a base de impulsos.

Con el gesto siempre serio, la mirada fría y su estilo de fajador, como el luchador clásico, Lendl era lo más parecido a un antihéroe en una pista de tenis. Lo más curioso de todo es que a él le daba igual tener más o menos adeptos; lo suyo era el trabajo y, como consecuencia del mismo, la victoria. “Si no practicase de la forma en la que lo hago, no jugaría de la manera en que sé que puedo hacerlo”. Todo un libro de estilo en una sola frase. No fue en vano que le conociesen como Iván “el terrible”.

Con el comienzo de la última década del siglo llegó el crepúsculo de los dioses. El declive se abrazó a la edad y los recuerdos se abrazaron a la añoranza. Atrás quedaban cuatro carreras gloriosas, cuatro formas de vivir, cuatro formas de jugar, cuatro formas de ganar. 

Connors, el hombre que cambió el circuito, jugó hasta los cuarenta y un años. Ganó un total de ciento nueve títulos individuales y sumó ocho títulos de Grand Slam. Ostentó el record de partidos ganados tanto en Wimbledon como en U.S. Open y se convirtió en el penúltimo gran héroe americano.

Borg, su antítesis, se marchó mucho antes. Se mantuvo durante ciento nueve semanas en lo más alto de la clasificación ATP y cuando supo que su lugar estaba un escalón más abajo, decidió marcharse dando un portazo para hacer saber que su trono había quedado vacío. Está considerado como el cuarto mejor tenista, por ranking, de la historia, y hubiese sido el más talentoso de todos si un genio suizo no hubiese nacido unos años más adelante.

McEnroe se marchó como un genio y como un magnífico doblista. Uno de los mejores de siempre. No en vano, conquistó un centenar de victorias en dobles y aún es el tenista americano con más victorias en la Copa Davis. Su palmarés se engrosó con tres copas de maestros y siete títulos de Grand Slam, tres en Wimbledon y cuatro en el US Open, así como otros diez en la categoría de dobles donde fue prácticamente un maestro. Llama la atención el logro de sus cuatro títulos en Nueva York si lo comparamos con las cuatro finales que perdió allí mismo Bjorn Borg y que le impidieron ganar una sola vez el título de campeón en Flushing Meadows.

McEnroe, que se mantuvo durante ciento setenta semanas en el número uno del ranking ATP, fue, realmente, el enemigo más feroz de sus grandes coetáneos. A Connors le costó cederle el sitio, Borg directamente se lo cedió y Lendl fue quien le robó el trono. Con los tres mantuvo duelos de altura y broncas de campeonato. Contra los tres dibujó algunos de los partidos más inolvidables de la historia del tenis. No llegó a más, según confesó, porque él mismo no quiso. “De haber entrenado en serio hubiese sido el mejor de la historia”.

En sus mejores tiempos es una estrella de rock venida a más, famoso es el anuncio de Gillette en el que discute con el árbitro si la bola entró o no lo hizo mientras este le espetaba aquel famoso “muy apurado señor McEnroe”. En sus tiempos más convulsos es una estrella de rock venida a menos. Se casa con Tatum O’Neal para posteriormente separarse de ella y, una vez más, con mucho ruido, volver a casarse con Patty Smith. En las buenas y en las malas se siente, continuamente, en la cresta de la ola.

Lendl, por su parte, es un tipo mucho más sobrio. Huye de los focos y de la popularidad. Trabaja y gana, y cuando no gana se machaca la cabeza con preguntas frecuentes. Es un perfeccionista obsesivo y un minimalista para los detalles. A lo largo de su carrera ganaría noventa y cuatro títulos individuales, ocho de ellos en torneos de Grand Slam. Hasta la llegada de Federer, Nadal y Djokovic, era el tenista que más finales de Grand Slam había disputado con un total de diecinueve, aún ostenta el record de más semanas consecutivas como número uno de la ATP y en los enfrentamientos directos ante todos sus rivales solamente dos tenistas, Borg, por anterior, y Edberg, por posterior, sacaron un saldo positivo de victorias frente a él. En total, a lo largo de su carrera, ganó mil setenta y un partidos por doscientos treinta y nueve perdidos. Un saldo, más que positivo, que habla a las claras de la clase de jugador competitivo que era.

De los tres, solamente Connors y Lendl, ambos en una ocasión, consiguieron ganar el Open de Australia. De hecho, Borg solamente lo disputó una vez a lo largo de su carrera, lo que habla del poco interés que despertaba el torneo en aquella época. El sueco que, tras su retirada, llegó a pensar que el tenis nórdico caería en una depresión, tuvo el honor de ser el precursor de una de las mejores generaciones del tenis de su país con la irrupción de dos genios de la volea como fueron Mats Wilander y Stefan Edberg. Aunque para volea majestuosa la que tuvo el honor de demostrar Boris Becker durante la final del US Open de 1989, el día que Lendl jugaba su octava final consecutiva en Nueva York e inició el principio del fin de su reinado. Un reinado que llegó a desesperar a McEnroe de tal manera que aún se recuerda aquel desafortunado incidente en el Roland Garros de 1989 en el que el americano le lanzó un pelotazo, preso de la frustración, y este lo recibió en el cuerpo sin apenas inmutarse. Algo que desesperó aún más al bueno de John McEnroe.

Pero si hay un torneo que marca el fin de una era, este es el US Open de 1990. En el mismo, un jovencito André Agassi derrota a un veteranísimo Jimmy Connors ante aquel famoso grito de ánimo de un aficionado nostálgico y enrabietado “Vamos Jimbo, tú eres una leyenda y ese es sólo un punk”. Fue el mismo US Open en el que Ivan Lendl perdió el número uno para no volver a recuperarlo, el mismo en el que la final, disputada entre los americanos Sampras y Agassi, marcaría el inicio de una nueva era y de una nueva legendaria y enconada rivalidad.

Jimmy Connors dirá adiós al tenis tras el US Open de 1991. Cae derrotado ante un inspirado Jim Courier y decidirá marcharse aprovechando que su casa mantiene abierta la puerta grande. La ovación es de época y los recuerdos son imbatibles. McEnroe, por su parte, y sin hacer tanto ruido, decide marcharse un año más tarde. Cambia la raqueta por la guitarra y se convierte en el papel que realmente siempre ha interpretado, el de rockero irreductible. Se marchaba el tipo que revolucionó el juego de ataque y el tipo que reinventó la Copa Davis para los Estados Unidos.

En 1992, Lendl decidirá, en el ocaso de su carrera, nacionalizarse estadounidense. Durante muchos años ha sido un proscrito en su país y, como medida de protesta, cambia el color de su bandera. Ya como jugador nacional, es eliminado en las primeras rondas de su torno predilecto y pasa a convertirse, a los pocos meses, en el protector del joven Pete Sampras, el nuevo gran fenómeno del circuito internacional. Terminará sus días como deportista tras derrotar a Connors en un torneo benéfico, dejando el balance ante Jimbo en veintidós victorias a favor por doce en contra.

El tiempo y la añoranza terminaron por hacer mella en todos ellos. En 1994, McEnroe, hundido por el fallecimiento de su mentor, Vitas Gerulaitis, acabó sumido en una depresión. Poco más tarde, redimido por la pena y auscultando su propia conciencia, reconoció haberse dopado durante los últimos años de su carrera. Le resultaba insoportable verse superado y, aun así, no pudo hacer frente a la inescrutable impiedad del tiempo. Como un hombre que ha dejado de ser niño y busca referentes en el pasado, terminó añorándose a sí mismo y se postró de rodillas ante su máximo rival. En 2006, tras conocer que Borg, acuciado por las deudas, había decidido subastar todos sus trofeos, se personó en su domicilio y le suplicó que no lo hiciera. No podía ser que la parte más legendaria de la historia del tenis terminase en el domicilio particular de cualquier adinerado con ínfulas. Borg, que ya había sido nombrado mejor deportista sueco de la historia, terminó por claudicar en sus proposiciones pero no pudo hacerle frente a sus nostalgias. Sigue viviendo del nombre y de su marca, pero aquella fortuna que amasó siendo el mejor jugador del planeta se fue esfumando poco a poco entre fiestas, caprichos y gorrones que se aprovecharon de la condición de estrella del tipo que revolucionó el mundo del deporte.

Por último, Lendl desapareció del circuito de la misma manera en que lo había hecho; en silencio. Poco se supo de él hasta que salió a la luz para promocionar la carrera como golfistas de dos de sus hijas. Y algo más de ruido hizo poco después cuando aceptó la oferta para entrenar a Andy Murray y sacarle de su letargo de eterno aspirante. Poco duró aquella relación entre el tipo frustrado y el tipo frustrante, pero dio de mucho ya que con Lendl en el banco, Murray ganó, por fin, su primer título de Gran Slam. Como siempre, trabajo y constancia, tenis y silencio.

La edad de oro del tenis quedó marcada por la llegada de cuatro tipos que revolucionaron el mundo. Antes de ellos estuvieron los grandes australianos, pero entre ellos no hubo una rivalidad tan enconada porque eran tiempos en los que el profesionalismo estaba mal visto y los torneos llevaban más pasión que competitividad. Junto a ellos convivieron Wilander, Edberg y Becker, pero, más allá de su elegancia y pasmosa calidad, no consiguieron enganchar al público y a mostrar una rivalidad de leyenda como lo habían hecho ellos y, aunque de manera inmediatamente posterior, aparecieron Sampras y Agassi, todos tuvieron la percepción de que aquella película ya tenía demasiadas escenas repetidas.