martes, 17 de diciembre de 2019

Madurar

Hay miles de frases en el universo de Internet, muchas de ellas sacadas de un catálogo de Mr. Wonderful de mercadillo, en las que te explican qué significa madurar. La primera realidad de madurar es que es hacerse viejo y eso es algo que nos cuesta más asimilar. Queremos creer que por ser más maduros estamos más preparados para afrontar la vida y más prevenidos ante las sorpresas, pero ambas, la vida y las sorpresas suelen ir siempre de la mano y lo único que nos ocurre es que no queremos salir de nuestra zona de confort y asimilar que estamos disponibles, como víctimas, para cualquier acontecimiento en forma de tropiezo vital.

Nadie va a vivir para siempre, ni nosotros mismos, por supuesto, pero tampoco todos aquellos que nos rodean. Nuestro único precepto vital, el de la supervivencia extrema, nos invita a vivir en calma y pensar que serán nuestros hijos quienes nos sobrevivan y seremos nosotros quienes sobrevivamos a los que nos precedieron. Pero ni para eso estamos preparados. Ni para el dolor, ni para el agotamiento, ni para la pérdida de agilidad. El tiempo es un juez circunstancial que solamente nos dicta consecuencias, nuestra manera de seguir viviendo es saber como manejar cada una de las sentencias.

Es por ello que vivimos ajenos al futuro y muy apegados al presente. Nuestra mayor preocupación se centra en qué vamos a cenar esta noche y a dónde nos iremos de vacaciones. Porque eso es lo que nos hace seres concitadores; vamos de la mano con nuestras pequeñas rutinas y nos alejamos del abismo que nos espera, porque siempre creemos que tendremos un paracaídas que nos amortigüe la salida. Si algo hace del ser humano una especie ligada a la felicidad, o la búsqueda constante de esta, es su honesta e inconsciente necesidad de vivir alejada de las preocupaciones. Por ello, cuando vas cumpliendo años crees que estás madurando cuando la verdadera putada es que estás envejeciendo.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Preso de su discurso

Nada peor en política que andar con pies de plomo porque cada paso que avanzas es un terremoto para los más asustados y un salto hacia atrás para los más viperinos. La derecha, desde la oposición, ha realizado siempre un papel censurador de todo, de agitador de masas que, generalmente, le ha regalado rédito y ventaja. Es una clase política que se siente cómoda en la confrontación.

En la confrontación de hoy gana el independentismo. Porque interesa asustar, hacer ruido, mitigar la derrota echando en cara a otro sus posibles errores. Igual que aquella oposición chabacana liderada por Acebes y Zaplana en la que se apuntaban a cualquier sarao organizado por la Iglesia y la extrema derecha, hoy son las Cayetanas y los Teodoros de turno los que saltan a la palestra para decirnos a todos que viene el coco.

El problema hoy, para ellos, es que también deben andar con pies de plomo. Azuzados por la derecha por las huestes de Abascal, dudan entre entregarse a la barbarie y ganar electorado a base de arrebatos o distanciarse y perder electorado a base de ambigüedades. Por eso le afean al presidente sus negociaciones pero no terminan de tender la mano a aquellos que han venido para quedarse con sus sillones.

Y el presidente, mientras tanto, asustado por la posibilidad de verse condenado por la opinión y, sobre todo, asustado ante la posibilidad de verse abocado a unas terceras elecciones donde lo perdería todo, nada entre dos aguas concediendo palabras a uno y tendiendo la mano a otros. Temeroso por tener que dar la razón a los depredadores, concede medias palabras y trata de evitar sometimientos. Pero, temeroso, más que nada, a caer derrotado por ellos, sabe que no tiene más remedio que escuchar a los que han de apoyarle y darles alguna discusión.

Preso de su discurso, del que le aprieta y del que le ahoga, el presidente vive ajeno a la realidad y ajeno, sobre todo, a aquellos que le piden una negociación acorde a las necesidades del país y no a las necesidades de sus enemigos. Porque nada hace perder más apoyo que la duda y nada hace ganar más afección que el poder de decisión.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Hablar por boca de ganso

Durante los siglos anteriores, retrocediendo a la época palaciega de la Ilustración, cuando el barroco y el rococó dieron paso al post clasicismo, las grandes familias solían contratar a un Ayo con el fin de que este ejerciese de maestro de letras y ciencias para sus hijos. El Ayo, un educador dogmático, pragmático y enciclopedista, dotaba de una educación rígida a los niños de familias nobles con el fin de instruirlos para su futura incorporación a la alta vida social.

Debido a que siempre iban equipados de plumas de ganso para mojar en tinta y escribir sus textos, los Ayos pasaron a ser conocidos, popularmente, como gansos. A la consolidación del apodo ayudaron también los paseos que, por pasillos y jardines, daban los Ayos con sus alumnos, quienes le seguían en fila india, a semejanza de una familia de gansos. En estos paseos, los niños iban repitiendo, de manera casi inconsciente y literal, cada una de las lecciones que les había enseñado su "Ganso".

Los niños lo repetían todo sin verificar si lo que decían era o no cierto. Lo daban por hecho puesto que era lo que les había enseñado su Ayo. Así, el paso del tiempo denominó a "hablar por boca de ganso" a todas las frases o palabras dichas simplemente porque lo habían leído o escuchado en algún sitio, sin pararse a pensar si lo que estaban diciendo era verdadero o coherente.

Así, hoy, cada vez que alguien dice algo con pinta de estar muy enterado y simplemente lo dice porque se lo ha escuchado decir a alguien o lo ha leído en algún sitio, decimos que está hablando por boca de ganso. Porque en realidad es lo que popularmente conocemos como un listillo y tiene muy poca idea de lo que está diciendo.

lunes, 25 de noviembre de 2019

#40CumpleSagra

Todo empezó con un hastag que dio nombre a un grupo de Whatsapp. Todo empezó con una idea que fue tomando forma meses atrás. Quien me conoce bien sabe que soy demasiado ansioso a la hora de organizar algo. Ansioso en el aspecto de gustarme dejarlo todo cerrado cuanto antes. Por eso, cuando en el mes de febrero reservé sitio y luego generé el grupo de Whatsapp con todos lo invitados, algunos se echaron las manos a la cabeza y dijeron: "Pero si queda un mundo".

Y sí, quedaba un mundo. Pero el tiempo es ese monstruo que siempre te termina devorando y los meses pasaron volando mientras hacíamos otros planes. Se acercaba el día, se concretaban detalles, se organizaban las cosas mientras yo las pensaba y Ángela las ejecutaba y, finalmente, todo quedó pendiente del desarrollo y del destino. Y todo, gracias a todos, salió perfectamente bien.

Ver feliz a las personas que más quieres es la mayor recompensa que te puede dar la vida. Yo vi feliz a mi mujer, muy feliz y, tan sólo con eso ya me doy por satisfecho. Sé que no soy perfecto, quizá, el polo opuesto pero que, mientras fuera junto a ella siempre lo intentaría.

Felices 40, Sagra.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

La sentencia de la vergüenza

Casi mil millones de dinero público. Casi mil millones que se podrían haber invertido en salud, educación, pensiones o seguridad ciudadana. Casi mil millones de los impuestos que los andaluces y el resto de españoles han estado pagando religiosamente para mantener el estado de bienestar. Casi mil millones de euros despilfarrados en chiringuitos, mamandurrias y juergas con putas y drogas incluidas. Todo muy educativo.

Se extrañará aún, el PSOE, de haber perdido la confianza del electorado en Andalucía. Se extrañará, más aún, si al calor de la noticia, saliera otra encuesta de esas cocinadas en el CIS y les dijese que han perdido la confianza del electorado en el resto de España. Porque la confirmación de que un partido político, sea la rama del mismo que sea, es corrupto suele cabrear en demasía a la ciudadanía. Y los españoles, que somos de castigar en las urnas, gustamos de decir, a parte de que nos gusta más una bandera que una golosina, que no nos gusta un pelo que nos roben.

La política, en cuanto dejó de convertirse en vocación (si es que alguna vez lo fue), pasó a ser un lugar de encuentro entre sinvergüenzas e interesados en el que acordaron repartirse los dividendos y obtener los mayores réditos posibles. El problema es cuando, pese a robar al pueblo, consigues activar el modo demagogia y llegas a convencer a los votantes que lo tuyo no fue por deshonor sino por necesidad. Todos lo hacen. Cuando el ciego es gobernado por un tuerto, cualquier rey es válido. Cuando el que gobierna se cree un pastor entre un rebaño de borregos, es cuando nace la necesidad de creerse amo y dueño del cortijo. Tantos años al frente de una institución solamente generan aires de grandeza. Y cuánto más grande te crees, más pequeños crees que son tus súbditos.

La sentencia de los ERE deja al descubierto dos cosas: Se creían los dueños y nos tomaban por tontos. Podemos agradecer, al menos, que sigan existiendo jueces independientes. De esos que, a día de hoy, se están convirtiendo en una especie en peligro de extinción.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Gordi



Si hubo una película que marcó toda una generación, esa fue Los Goonies. No se trata de la mejor película de la historia y ni siquiera su trama es digna de aparecer entre las obras maestras del cine, pero nos contaba la historia de un grupo de adolescentes que se adentraban en una cueva para buscar un tesoro pirata. Aquello nos evocaba todas las aventuras que habíamos imaginado en nuestros juegos de calle en la que a veces unos hacían de bueno y casi siempre otros hacían de malos. En aquella aventura cinematográfica, el personaje que nos ha quedado grabado con el tiempo era el del chico torpe del grupo. Gordi, como le apodaban el resto de la pandilla de Los Goonies, siempre metía la pata y siempre se metía en líos sin querer buscarlos. Tras una de sus patochadas, es atrapado por la banda de malos y sometido a un conato de tortura. Tras largar la traviata es encerrado en una sala con Slot, a quien termina convenciendo de que su familia es la reencarnación del diablo y que debe ayudarle a rescatar a Los Goonies de su trampa mortal. En una memorable escena en la que ambos se presentan y Sloth no para de repetir el nombre de ambos, Gordi entrega una chocolatina a Sloth y este comienza a gritar la palabra "chocolate" incontroladamente. Es el principio de una amistad y el principio del fin de los planes macabros de la familia Fratelli.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Los 50 de Juanra

Creo que ya he hablado de Juanra más de una vez por aquí y si no, pues lo hago, porque los buenos amigos siempre tienen espacio en cualquier lugar donde uno cuenta sus vivencias y diserciones. Juanra es mi mejor amigo desde hace unos cuantos años. Le conocí en 2001, en una obra perdida en mitad del campo. Yo era un administrativo sin apenas experiencia y él era un delineante de provincias que había llegado a Madrid para buscarse la vida. Como un Paco Martínez Soria de la vida, en su primer viaje hacia la obra se dio una vuelta entera a la M40 después de pasarse la salida. Aquella anécdota la marcó como un tipo peculiar a aun recurrimos a ella para contar nuestra historia y reirnos durante un rato.

Aquel día Juanra tenía treinta y un años, doce menos de los que tengo yo ahora y los mismos que tenía cuando empecé a escribir este blog. El paso del tiempo es tan inescrutable que es capaz de hacerte volar por la vida sin dejarte disfrutar, en muchas ocasiones, de los amigos. Juanra regresó a su tierra después de unos años infructuosos en Madrid. De aquella época quedaron noches de cenas, teatros y garitos y muchas, muchas confidencias. Es especial saber que has encontrado aquella persona con la que conectas, es especial saber que esa persona te va acompañar, directa o indirectamente, durante el resto de tu vida.

Nuestra amistad se mantuvo con visitas esporádicas, llamadas de teléfono y el carnaval de su pueblo. Ciudad Rodrigo es un templo de la edad moderna que peleó en carnes contra los franceses y mantiene, intactas, las esquirlas de la lucha por la independencia. Allí se celebra la fiesta de carnaval más antigua de España y allí fuimos durante ocho años consecutivos para llenar nuestra memoria de momentos y anécdotas.

A través de Juanra conocí a Beni, un gaditano espectacular, con un sentido del humor muy andaluz y una cabeza increíble para la conversación. Bético hasta la médula me enseñó a amar a su equipo y a la vida. Por eso, cuando recibí una llamada suya, allá por el mes de junio y me propuso prepararle una sorpresa a Juanra por su cincuenta cumpleaños no pude sino alabarle la idea y lanzarme de lleno a la preparación.

Fue un fin de semana espectacular. Compartimos apartamento, anécdotas y conversaciones. Bebimos, comimos, bailamos y nos reímos. Y, sobre todo, cimentamos un poquito más nuestra amistad. Ladrillo a ladrillo, este muro es ya casi infranqueable. Tan sólo le deseo que cumpla otros cincuenta en ese estado de salud y ánimo que tiene y que, en lo que sea posible, todos nosotros podamos seguir acompañándole durante el resto de su vida. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Preparados para la gran hostia

Los aires de grandeza suelen conducir a la soberbia, la soberbia a la autoconfianza y la autoconfianza a la ceguera. Ciegos como murciélagos, pero desorientados como moscas en invierno, los miembros del gobierno no han sabido calibrar el peso de la roca que se les cae sobre la cabeza. Sin saber gestionar los egos y, sobre todo, las crisis institucionales, se verán abocados a una hostia para la que se van preparando mientras observan como, quienes les empujaron a la repetición electoral, se frotan ahora las manos y, como Hannibal Smith, apuran su habano mientras recitan de memoria aquello de "Me gustan que los planes salgan bien".

lunes, 4 de noviembre de 2019

La batalla de Belgrado

A los que nos gusta la épica, solemos disfrazar de epítetos los hechos y confrontar la verdad contra las hipérboles. Nada menos serio que el fútbol para disfrazar una lágrima de emoción, nada más recordado que una victoria para volver a rememorar un hecho.

Durante años, España vivió de pequeños sorbos sin terminar nunca de dar un trago a la copa de la satisfacción. España vivió de ritos, de golpes de riñón, de corazonadas que daban la espalda, de pequeñas victorias en grandes escenarios, de grandes decepciones en pequeños frascos de imperfección. Revivir Belgrado es revivir un gol marcado con la espinilla, una botella rompiéndose en mil pedazos, un abrazo sincero, una lágrima que regresó mil veces, una pequeña batalla que condujo a una cruenta guerra abandonada entre ridículos y dedos acusadores. Como siempre. Como nunca. España es contraste y rabia, durante muchos años fue derrota preconcebida y, en algunas ocasiones, fue victoria épica. Disfrazada de epítetos y desvestida por las hipérboles.

La selección española no había acudido al mundial de Alemania y aquel había sido una penúltima gota en un vaso sin colmo. El verdugo, la Yugoslavia de Oblac, Acimovic y Dzajic, se paseó durante unos días, bajo el tierno sol alemán, con ínfulas de equipo irrepetible. Una gran generación que puso contra las cuerdas a un país hasta dejarlo KO con un golpe final ejecutado en campo neutral.

En septiembre de 1972 Yugoslavia bailó a España en el Insular de Las Palmas y Asensi salvó el honor con un gol desesperado de última hora. El empate a dos obligaba a ambos equipos a ganar en Belgrado. Yugoslavia jugó mejor pero no pudo hacer gol. Un nuevo empate y la FIFA obliga a ambos equipos a verse las caras de nuevo. El lugar elegido, Frankfurt, corazón financiero de Alemania, se llenó de inmigrantes españoles ávidos de ver una victoria de su selección. Pero no pudo ser. Yugoslavia anotó un gol tempranero y se acomodó atrás para frustrar cualquier intento español por conseguir la remontada. El autor del tanto, Katalinski, permaneció durante años en el amargo recuerdo del inventario español de fracasos y despropósitos como un ogro que regresaba, una y otra vez, en forma de pesadilla cada vez que asomaba un sueño. Ya no había esperanzas, solamente fracasos, bambinos Gemma y Katalinskis.

Pese a la prudencia, aquella no había sido la primera vez que se enfrentaban. Años antes, y en eliminatoria disputada de cara a la clasificación para el mundial de México, ya se habían visto las caras. Pero aquella vez, ni uno ni otro había obtenido el premio de un viaje a Centroamérica y cedieron sus puntos ante una sorprendente Bélgica que, comandada por el histórico Van Himst, voló a tierras mariachis para inscribir un nombre, cumplir un papel discreto y regresar a casa con su particular dosis de orgullo en la maleta.

Y habrían de enfrentarse una vez más. Yugoslavia venía de alcanzar la ronda final en Alemania y se agrupaba en torno a una nueva generación de jóvenes talentos liderada por el excelso Ivica Surjak. Una generación que, un año antes, había caído con honor en la semifinal de la Eurocopa cuyos partidos finales se habían jugado en su territorio. Un país que aún se despertaba en cada previa atormentado por los dos goles de Dieter Muller en los últimos minutos cuando ya saboreaban la final ante la sorprendente Checoslovaquia.

No habían culminado aquella gesta, pero estaban a dos goles de culminar un nuevo hito: el de obtener pasaporte para el mundial que se disputaría en Argentina durante el invierno austral de 1978. Y enfrente estaba de nuevo España. La España del continuo cambio, la España de las dudas, la España imprevisible, España, querida España, la de la larga siesta y los versos de poeta. La España de Kubala.

Kubala era un nombre por encima de los logros. Significaba un pasado esplendoroso, días de sana rivalidad, el hombre que había cruzado el telón de acero para refugiarse en la centinela de occidente. Atrás quedaban los días negros de Balmanya, el hombre que había alcanzado la gloria como entrenador de club pero que, como tantos otros, no había encontrado el norte en la brújula de la selección. España no sabía conjugarse como equipo y, apartado Muñoz de las quinielas por su preferencia por el día a día, Porta acudió a Kubala como salvaguarda y penúltima bala en la recámara. La opción mito por encima de la opción persona. Aquella era una nave a la deriva y no existía capitán capaz de enderezarla.

Y con Kubala tampoco apareció el juego, aunque sí apareció algo de aplomo. Al menos, el suficiente como para llegar a Belgrado con serias aspiraciones de clasificación. España no había hecho un gran fútbol, pero al menos había logrado alcanzar el partido decisivo dependiendo de sí mismo para conseguir la clasificación para el mundial. El sorteo, al igual que en la última ocasión, les había cruzado con Yugoslavia y Rumanía y Kubala hizo pruebas y encaje de bolillos hasta dar con una tecla que sonara mínimamente afinada.

En Madrid había aparecido Santillana; un bravo rematador que trabajaba el área como pocos y dominaba el juego aéreo como ninguno. Pero Kubala no confiaba en él. Le convocaba poco y, cuando lo hacía, se veía más en la obligación que en la voluntad. En cambio, le había dado la titularidad a Rubén Cano, un delantero hosco, de perfil trabajador y aires de pato mareado que hacía goles sin querer y peleaba cada balón como si fuese el último de su carrera. La ciudad de Madrid se dividía; Santillana, cántabro y pundoroso, representaba el fútbol de salón, el desmarque vertical, el remate canónico, la celebración sencilla. Cano; argentino y torpe, representaba el fútbol de barrio, la pelea constante, el gol a trompicones, la celebración alborozada.

Y en las dudas llegó el primer partido. Yugoslavia. Se jugó en Sevilla, jugó Santillana y España no jugó bien, pero ganó gracias a un gol de penalti transformado por Pirri a última hora. Primer objetivo cumplido. Y entre la confianza llegó el segundo partido. Se jugó en Bucarest, jugó Rubén Cano, España no jugó bien y perdió gracias a un autogol de Benito en el minuto cinco. Tocaba remar y tocaban más dudas. Rumanía había jugado dos partidos y había ganado los dos; se confirmaba como el rival a batir. Y entre más dudas llega Rumanía a Madrid para disputar el tercer partido. Juega Rubén Cano, quien anota un gol, y España mejora su imagen para derrotar por dos a cero a su rival. A los dos les queda un partido ante Yugoslavia; Rumanía ha de hacerlo en casa y España lo hará fuera, nadie cree ya en los milagros, nadie se ve en Argentina.

Pero Yugoslavia resurge y vapulea a Rumanía a domicilio. Cuatro a seis, marcador final. Ya nadie habla de Rumanía y el fantasma de Katalinski vuelve a aparecer en el horizonte. Habrá que ir a Belgrado a jugarse la vida contra Yugoslavia. De nuevo el eterno rival. Pero esta vez no habrá partido de desempate. A España le vale ganar, empatar e incluso caer derrotada por un gol. Cualquier victoria de Yugoslavia por dos goles o más le catapulta camino de la pampa. Las cartas echadas, las dudas, por enésima vez, puestas sobre la mesa.

Yugoslavia cree. En su historia reciente ha esculpido su orgullo en forma de goleadas. El pecho se yergue rememorando el set logrado en Bucarest, la sonrisa de satisfacción aparece cuando se acuerdan del nueve a cero encajado a Zaire en el último mundial. Record absoluto, por entonces, en la historia de los mundiales. Y Yugoslavia, prendida en su fe, anuncia una batalla a vida o muerte. Saben que España no acude a un campeonato del mundo desde 1966 y saben, por encima de todo, que los ibéricos no saben hacer de la necesidad virtud. Había catorce plazas en juego y los yugoslavos creen firmemente que una de ellas les corresponde. Habían resurgido, eran un equipo fuerte. Su rival, por contra, era un equipo dudoso. Demasiado necesitado como para no mostrarse nervioso.

Toca, por tanto, hacer la guerra psicológica. La fecha designada para el partido es el 30 de noviembre y el Mariscal Tito marca el día en el calendario para proclamar día de asueto nacional. A modo de propaganda, se recuerda la victoria obtenida en Frankfurt y los yugoslavos van creyendo, uno por uno, que España no es nadie por quien el país pueda preocuparse. El carácter latino es fuerte, sí, pero ellos son balcánicos, irreductibles e indomables. Mitad bárbaros, mitad romanos. Listos para la lucha, organizados para el combate.

Kubala es viejo zorro y se huele la tostada. No quiere que su equipo se lleve una sorpresa de última hora y termine amedrentándose ante el ánimo de la ciudadanía. La Federación detiene la liga y la selección viaja a Belgrado con siete días de antelación. Las calles hierven, el cielo es púrpura y el sol no calienta. Todo el aire emana fútbol. El país es pura pasión.

Belgrado es frío y los entrenamientos no son cómodos. La Federación yugoslavia pone a disposición campos de barro, llenos de socavones y duchas de agua fría. Las calles son de color azul pero los jugadores españoles solamente ven el color de la fina lluvia que les cala los huesos. El ambiente es hostil; a cada entreno corresponde un abucheo, a cada declaración se responde con una bravuconada. Kubala se cansa del ambiente y comienza a sospechar hasta de su sombra. Busca al médico y le de órdenes concisas. Nada de café, nada de vino, nada de agua servida en jarras. La paranoia le lleva a creer que pueden llegar a ser envenenados, drogados o intoxicados. Cierra el campo de entrenamiento y no deja asomarse a nadie. La táctica está clara y los entrenamientos serán a puerta cerrada. No quiere saber nada del mundo. Ni del rival. Ni de los rumores.

Aislados en el búnker en que se convierte el hotel, los jugadores conviven ajenos al exterior. Ni siquiera son informados del sorteo que, esa misma mañana, ha efectuado la UEFA para configurar los grupos de clasifcación de cara a la siguiente Eurocopa. El destino es cruel y en el grupo volverán a enfrentarse España, Rumanía y Yugoslavia. Es la tercera vez consecutiva que ocurre. Parece una broma macabra. Posiblemente lo sea. El país ya sabe que tendrá que volver a derrotar a España una vez más. No les preocupa. Confían en ello. Bajo el manto de Tito, Yugoslavia no se muestra ante el exterior como la nación dividida que se romperá en mil añicos una década más tarde. La guerra de los Balcanes aún no existía y de existir, tendría lugar aquella misma tarde en el estadio del Estrella Roja. Mal lugar para la guerra y mal campo bélico para Kubala; el hombre que decían que ganaba batallas pero no era capaz de ganar una guerra. El Pequeño Maracaná era una caldera infernal de la que pocos rivales salían vivos con una victoria dibujada en el rostro.

La selección española llega al estadio con dos horas de antelación y los jugadores se quedan boquiabiertos al comprobar que las gradas ya están abarrotadas. Cien mil espectadores, enfervorecidos ante la misión a afrontar, jalean a su equipo al tiempo que intentan intimidar al rival. Entre la masa se encuentran varios miembros del ejército que se encargan de arengar a la multitud. No dejan a España acercarse a reconocer el césped. Apenas asoman los jugadores la cabeza, una lluvia de objetos les recibe y les hace pensárselo mejor. Toca regresar al túnel y esperar al calentamiento. Pero cuando vuelven a saltar, esta vez vestidos de corto, la situación no ha mejorado mucho.

No llueven objetos pero continúan los abucheos. Para colmo, gran parte del terreno está cubierto con una lona y los jugadores no pueden trotar con comodidad. Ante la queja, las excusas dicen que se trata de mantener cuidado el pasto. Los jugadores calientan de mala manera; alguna carrera, algún estiramiento y vuelta a la caseta.

Vestidos de corto y con las botas puestas bajo la equipación de gala, los futbolistas escuchan ladridos entre el jolgorio. Es un sonido cercano, temerario, casi aterrador. La policía se había apostado junto al túnel con sus perros más fieros sujetados por una larga correa. Los ladridos se acercan a la cara, los corazones laten, el miedo aparece. El árbitro, Mr. Burns, permanece impasible y apremia a los jugadores españoles quienes, al pisar el césped se cercioran de que la lona no estaba protegiendo nada que no fuese un patatal. Sin calentar, y sobre un arado, España se coloca en el campo en espera del rival mientras miles de kilómetros al oeste, millones de paisanos abandonan su puesto de trabajo para escaparse al bar más cercano. Suenan los himnos y allí están los once hombres que Kubala ha elegido para la gloria. Miguel Ángel, Marcelino, Pirri, Migueli, Camacho, Leal, San José, Asensi, Cardeñosa, Juanito y Rubén Cano.

De nuevo Rubén Cano. Y de nuevo el debate. Santillana es el descarte y verá el partido desde la grada. Y desde la grada llueven proyectiles que inundan la parte del campo en el que se sitúa la selección española. Papeles, latas, monedas, piedras e incluso clavos. Tampoco jugará Arconada y será Miguel Ángel quien tenga que aguantar la lluvia de objetos sobre su área. En Yugoslavia sorprende la alineación de Kustodic, un gigante de casi dos metros que condicionará el juego local y dará un dolor de cabeza a los defensas españoles. Kubala ha apostado por la veteranía de Pirri y Asensi para manejar la sala de máquinas. Valok ha hecho debutar a los hermanos Susic, dos niños terribles que se habían acostumbrado a poner en pie aquel mismo estadio domingo tras domingo.

Hablar hoy de Camacho y Migueli es hablar de dos instituciones. De dos hombres forjados en la inmensidad, de barbas ralas, melenas descuidadas y cejas pobladas, de pierna fuerte y frente partida, de sangre, sudor y lágrimas. Pero entonces eran dos jovenzuelos con más hambre que gloria y más sueños pendientes que misiones cumplidas. Pero eran dos tipos de fiar, dos soldados con los que cualquier entrenador quisiera ir a la guerra. Y la guerra comenzó en el primer segundo. Juanito recibió el balón y Boljat se lanzó a su tobillo con los tacos por delante. Falta y declaración de intenciones. Los primeros minutos no son buenos, el plan surte efecto y España se amedrenta; los jugadores son un manojo de nervios. Pero entre la oscuridad brilla la luz de Pirri, el único que se ha batido el cobre en cien batallas como aquella. El balón no quema en sus pies, sus codos son dos cuchillas, sus piernas son dos cañones. La consigna a seguir, por lo tanto, es clara: cazar a Pirri bajo libre recompensa. La hostilidad comienza a ser sangrante y Pirri es cazado en el minuto seis. Se levanta pero ya no es el mismo. Por si quedaba alguna duda, vuelve a ser volteado en el minuto once. Pirri está fuera de combate. Toca ganar el partido.

Pirri, quien terminará declarando que el partido ha sido una vergüenza, abandona el campo en el minuto quince y en su lugar entra el azulgrana Olmo. Las dudas se acrecentan; si durante años han sido los aficionados madridistas los que reclamaban, a modo simbólico, la necesidad de jugar siempre con once pirris, ahora son los aficionados españoles en general quienes declaman la presencia del capitán blanco. Olmo no es Pirri y la gente duda. "Han ido a por Pirri descaradamente", declarará el zaguero azulgrana al final del partido. Es un jugador oscuro, obediente, un buen soldado. En realidad es un tipo en el que se puede confiar. Pero la gente no confía.

Sin embargo Olmo se salió. Repasando su carrera, salpicada de algún éxito y otro sonoro fracaso, teniendo en cuenta el contexto, el escenario y la urgencia, quizá, aquel, fue el mejor partido de toda su carrera. Se emparejó con Migueli, con quien ya formaba una fiable dupla en el Barcelona, y se convirtió en el hombre escoba perfecto que barrió con todos los balones comprometidos para la zaga española. Migueli, que se las vio tiesas con el gigantón Kustodic, declararía que aquel había sido el triunfo más importante de su carrera. Aún le esperaban Copas, Recopas y una liga en el estertor de su carrera. Pero aquellos frutos caerían con los años. Migueli era un Tarzán criado en Ceuta, de bigote áspero y cuchillo entre los dientes. Un legionario perfecto para lidiar en aquel partido de alto voltaje. Pasan los minutos, continúa el juego duro y, para sorpresa de todos, España no se amilana.

España se serena, se acopla a las circunstancias y comienza a ejecutar su plan. Marcelino se pega a Safet Susic, Camacho ahoga a Popivoda y San José se encarga de anular a Surjak. Aquella era la papeleta más complicada. San José, que días antes había secado a Kempes en el Bernabéu, es convocado por vez primera por Kubala y, como regalo envenenado, le otorga la responsabilidad de anular a la estrella rival. Y San José cumple con creces, España se acula atrás, se siente cómoda y fía sus esperanzas a la llegada de un probable contragolpe. No es un plan perfecto pero al menos es un plan y el equipo no se siente incómodo con él. La confianza se acrecenta al comprobar las dudas que aparecen en la zaga yugoslava cada vez que el equipo sobrepasa el centro del campo.

Yugoslavia, entonces, y para impedir que España logre desperezarse, aumenta la agresividad y regresa a las entradas salvajes. Kubala, pegado a la banda por la que defiende Marcelino, lo tiene claro. "No te calientes". Todos conocían el carácter de Marcelino; un tipo racial, entrado en carnes y todo pasión. Carne contínua de tarjeta, foco de asperezas con las aficiones rivales. Al otro lado, Camacho parece otro; también es racial, también bulle en temperamento. Jugando sibilinamente con las palabras, un periódico había titulado "Marcelino Camacho" a un artículo publicado días antes. Se trataba de aprovechar el auge del Secretario General de Comisiones Obreras para comparar la lucha de clases con la lucha de los dos bravos laterales contra los extremos rivales. Marcelino aplaca su ánimo y Camacho cumple su papel a la perfección. Popivoda no aparece. Y aparece España por vez primera. Un balón suelto llega a Leal y el corajudo centrocampista atlético la pega con el alma. El balón va bien dirigido, pero un defensor lo despeja a córner. Los interiores, que se habían dedicado exclusivamente a defender, aparecen por vez primera en el área rival. El plan está siguiendo los preceptos establecidos.

Pero el valor para lanzarse al ataque no aparece. España busca empatar, le vale el empate y no quiere volverse loca. Los centrocampistas forman una línea a tres pasos de los zagueros, son ocho defensores y dos islotes, Juanito y Rubén Cano, que han de buscarse las castañas en soledad, como buenamente pueden. Asensi, que ha de cumplir con el papel de cerebro, se dedica a correr tras el balón, inasequible y atormentado por las piernas rivales, terminará reconociendo que se tuvo que contener para no soltar la pierna en más de una ocasión. La urgencia es para ellos y las ocasiones no aparecen. La batalla del centro del campo parece ganada. Muchas minas y pocas flores.

Y es entonces cuando Yugoslavia cambia el plan. Si no aparecen Surjak, Susic y Popivoda, habrá que buscar al gigante y que el gigante se las ingenie. España ya sabe el motivo por el que Kustodic ha entrado en el once titular. Los balones al área se suceden y Kustodic los encuentra todos; prolonga, aguanta, remata. Una pesadilla. España se ve embotellada y cede córners por doquier. En uno de ellos, al filo de la media hora, Kustodic se eleva por encima de Migueli y remata fuerte con la testa; Miguel Ángel hace la estatua, Kubala mira al suelo y aparece Olmo para poner su frente justo sobre la línea de gol. Un milagro. Pero la jugada sigue viva, hay un rechace y el balón, franco, cae en los pies de Susic. Le pega fuerte, ajustado, en posición ideal. El balón pega en el poste y acaba perdiéndose por la línea de fondo. Otro milagro.

La boca del lobo es negra, furibunda y llena de colmillos. Asusta. Yugoslavia roba, ataca, se crece. Cardeñosa impide un contragolpe y zancadillea a Muzinic. Las gradas rugen. Aquello es tarjeta roja. Cardeñosa ya tenía una tarjeta y asume que aquella falta le puede dejar fuera del partido. Pero Mr. Burns nos concede un favor, el único hasta el momento. Parece satisfecho con que España responda a la violencia y permite que Cardeñosa continúe jugando. La protesta es furibunda. Los ánimos se encienden. El alboroto se deshace y Yugoslavia saca la falta con premura. Kustodic recibe franco en el área y remata sin finura. Miguel Ángel ataca y busca con la mirada a un compañero desmarcado. No aparece nadie. Los problemas crecen.

El balón sale despedido desde atrás una y otra vez. España no sabe robar, solamente apagar fuegos. No hay foco de incendio pero hay preocupación. Yugoslavia se lo cree y deja un espacio donde aparece Rubén Cano. Con su estilo torpe, pero tan eficaz, consigue sentar a un rival, ve aparecer a Leal y le deja en situación inmejorable para marcar. Pero Leal no marca. El balón sale muy desviado y España vuelve a recularse atrás. Quedan pocos minutos para el descanso y no conviene recibir un gol en un tramo tan psicológico. Yugoslavia fuerza su décimo córner y el balón cae de nuevo a la cabeza de Kustodic. Un tormento. El remate es bueno pero flojo. Miguel Ángel vuelve a atrapar y vuelve a perder tiempo. Saca largo y Burns toca el silbato. Descanso. Respiro. Los ánimos se renuevan. Toca renovar oxígeno.

La Yugoslavia que aparece tras el descanso no es la misma. Juega menos y pega más. El cambio de plan no ha surtido el efecto esperado y aparece la ansiedad por encima del entusiasmo. Popivoda, quien una y otra vez choca contra Camacho, parece desesperado. "Camacho ha sido un gran secante", declarará después. La situación de Surjak, la estrella del equipo, no es mucho más halagüeña. "La defensa de España ha sido un búnker", dirá tras el partido. Y contra el búnker, como en la guerra, toca acoso y derribo. Yugoslavia, que durante sus gestas anteriores había demostrado que sabía jugar, y muy bien al fútbol, se olvidó de jugar y se metió de lleno en el barro. Tirones de pelo, capones, escupitajos y puntapiés. Y todo ello ante la mirada impasible de Kenneth Burns. Las protestas se suceden y Muzinic se crece para dejar su impronta de matón. Mantiene un duelo brutal con Cardeñosa y se reparten golpes por doquier, pero cuando no aparece el bético es capaz de pegarle a cualquiera. Y ni una tarjeta se lleva el angelito. Como para no crecerse.

Otro que se las ve tiesas con los defensores es Rubén Cano. No recibe balones pero sí bofetadas. No encuentra el desmarque pero sí encuentra el suelo en cada conato de contraataque. La situación se tensa y la desesperación aparece. Las patadas, todas, son de los yugoslavos. Y las tarjetas, todas, son para los españoles. No queda otra que levantar la mirada y luchar por el objetivo. Ya sabemos como es la épica; los epítetos, las hipérboles y toda la parafernalia. Al fin y al cabo no nos habían apodado "La Furia Roja" por alguna casualidad. Algo tendría que ver el carácter. Y el carácter, que dicho sea de paso, raramente aparecía, esta vez si apareció. El peligro terminó en el minuto sesenta. Juanito dejó sólo a Rubén Cano y el estadio enmudeció. El delantero atlético encaró al portero, burló la salida y no supo como orientar el disparo. Cuando todos cantaban el gol, Cano se trastabilló. La ocasión había acabado en el limbo pero todo el mundo supo que aquel partido ya no lo iba a perder España.

Vukotic tuvo el empate, pero su disparo se marchó fuera por poco. Era el preludio de la jugada que cambiaría la vida de dos hombres enfrentados, para siempre, con un mismo destino. El de la duda. Solo que entonces no dudaron, y si no lo hicieron es porque no tuvieron tiempo para pensar. Corría el minuto setenta y uno y España inició un contraataque. No fue un buen contraataque porque España lo gestionó mal. Asensi hubo de mirar hacia atrás y encontró a Juanito. Juanito intuyó un desmarque y encontró un hueco. Raseó el balón, muy profundo, casi imposible de alcanzar y Cardeñosa corrió con los ojos cerrados y el alma despierta. El centro fue improbable, desde la línea de fondo, arqueado, un poco pasado. Pero hubo remate. Un remate aún más imposible. Con la espinilla. También con el corazón.

Rubén Cano cruzó picado. El balón botó y entró junto al poste izquierdo. Katalinic, incrédulo, hace la estatua. El sueño se muere en un bando y nace de nuevo en el lado contrario. Rubén Cano corre alborozado, perseguido por Juanito y por todo un país. Había hecho falta el gol de un argentino para picar billete rumbo a Argentina. Paradoja de los tiempos; un fútbol de oriundos, de profesionales y desarraigados, de tipos que se vestían de mercenarios por un pedazo de pan. Algunos, muchos, cumplieron con creces y se convirtieron en ídolos. Otro incluso, fueron inmortalizados para siempre. Y Rubén Cano representó el mejor ejemplo.

El cañonero de San Rafael regresaría a su tierra. Allí ya vistió en alguna ocasión, casi pasajera, la camiseta albiceleste. Estuvo a punto de acudir al mundial de Alemania pero, a última hora, se había roto su sueño. Descartado y decepcionado viajó a España para enrolarse en el Elche. Dos temporadas y un puñado de goles después, Luis Aragonés le reclamó para vestir la camiseta del Atleti. La misión, hacer olvidar a Gárate, no era fácil. Nadie puede borrar las huellas de un ídolo. Pero Cano cumplió su papel e hizo goles. Algunos muy importantes, como aquel que le hizo al Madrid en su campo para convertir a su equipo en campeón de liga. Un año soñado aquel 1977. Gol en Chamartín. Gol en el Pequeño Maracaná. "Esto es lo máximo a lo que podría aspirar", declaró. Nadie puso oposición a sus palabras. Muchos hubiesen querido estar en su pellejo.

Había sido una jugada gestada por los futbolistas malditos. De Juanito, que había dado el pase inicial, se decía que era un genio intermitente. A Cardeñosa, que había dado el pase final, se le acusaba de ser un jugador sin sangre. A ambos se les pedía más y ninguno pudo haber dado menos. El número siete, castigado por las patadas, observó su número en el cartel de la banda. Dani esperaba para salir y él sería el sustituído. Pero no se pensaba marchar de allí sin desquitarse. Era un tipo especial, de los que gustaban dejar impronta. Una vez sobrepasada la línea de banda se dirige a la grada con un gesto reprochable. El pulgar, mirando hacia abajo a modo de César romano, les recuerda a los espectadores que están condenados a pagar penitencia. Que mucho insulto y mucha agresividad, pero el mundial lo verán por televisión.

El gesto es bien entendido pero mal asimilado. Algún espectador, ciego de rabia, lanza una botella de cristal contra el jugador. El impacto es brutal y la caída es fulminante. Juanito cae redondo entre cristales y el banquillo se levanta como un resorte para evitar males mayores. Aparece la camilla y los proyectiles siguen cayendo. La lluvia de objetos, incesante, acompaña al jugador hasta la linea de fondo, justo donde se encuentra la entrada a los vestuarios. De un plumazo, el Madrid había perdido a sus dos referencias morales de cara a los siguientes partidos. Un precio caro por una victoria necesaria. Abrumado por los acontecimientos, Juanito apareció de nuevo, cubierto por una venda, y llorando, para recibir a sus compañeros. El abrazo es sincero, el sentimiento está a flor de piel.

Quedan quince minutos y Yugoslavia necesita marcar tres goles. Ya nadie cree en la gesta y los balcánicos no piensan abandonar el campo sin dejar de cobrar su peaje. El juego duro se convierte en agresión y Migueli responde enardecido. Se monta un tumulto, los futbolistas se pegan y nadie hace nada por evitar la tangana. Mr. Burns se mantiene impávido, tranquilo, espectador de lujo de un combate de lucha. Desaparece el fútbol y aparece la histeria. Kustodic marca pero el árbitro lo anula. Los yugoslavos parecen querer comérselo, pero ninguno es expulsado. Ante la incredulidad de todos, Muzinic aparece ante los micrófonos y señala con el dedo a su culpable: "El árbitro ha clasificado a España". La decepción justifica la pataleta.

Tras el gol ya no hay partido. El público deja de ver fútbol pero tampoco lo reclama. El sueño se ha acabado pero el ánimo sigue encendido. Aparece el orgullo y Surjak lo intenta, pero se ha quedado solo. No hay misión. Hay desesperación. El árbitro se lleva el silbato a la boca y decreta el final del partido. Se acababa así una batalla infame, un fútbol subterráneo y una demostración bochornosa. Sin duda, uno de los partidos más violentos en la historia de la selección española. Al mismo tiempo, una de las victorias más recordadas.

El equipo, abucheado por la gente, no pudo celebrar la victoria sobre el terreno de juego. Aficionados y periodistas fueron agredidos. Tocaba escapar de allí lo más rápidamente posible. Valok sentenció tras el partido, "no ha sido fútbol, ha sido una guerra". Allí estaba el titular. "La batalla de Belgrado" tituló un diario. Así se consagró en el tiempo. Así lo rememoramos hoy.

El destino fue, como siempre, demasiado oportunista cuando se concibe a toro pasado. Kubala, quien había sido puesto en la picota, fue encumbrado a los altares. Valok, de quien decían había recuperado el espíritu de un país, fue condenado a los infiernos. Los entrenadores, como siempre, frente al cruel cadalso de los resultados.

Con cuatro goles marcados y seis puntos sumados, España regresaba a un mundial doce años más tarde. La confianza, realmente, seguía bajo mínimos, pero al menos se había cumplido el objetivo principal. Dos mil aficionados acudieron al aeropuerto de Barajas para recibir al equipo y veinticinco millones de pesetas, pagadas en primas, fue lo que le costó a la Federación aquel gol agónico de Rubén Cano. Un gol que se mantuvo, durante muchos años, en el imaginario principal del deporte español. No eran años de Eurocopas y Mundiales, de Xavis y de Iniestas, eran años de partidos bravos, intensos y violentos. Como el jugado en Belgrado. Años de partidos épicos en los que se disfrazaban los hechos con epítetos y se confrontaban las verdades con hipérboles. El comienzo de un edificio que se derrumbó en muchas ocasiones. Desde entonces, España se ha clasificado para todos los mundiales, pero a aquellos fracasos siguieron muchos más. El destino terminó señalando a Cardeñosa, a Arconada, a Eloy, a Míchel, a Julio Salinas, a Zubizarreta, a Joaquín, a Raúl. El camino fue largo y las piedras fueron muy afiladas. El gol de Torres y el gol de Iniesta hoy ocupan lugar de honor en nuestro ideario. Pero nadie olvida que durante décadas, cada vez que asomaba la desilusión, alguien desempolvaba una vieja crónica y rememoraba un gol de Rubén Cano, marcado con la espinilla una tarde de noviembre en el que todo un país se puso de acuerdo para hacernos la vida imposible.

martes, 29 de octubre de 2019

Caminos

La vida es una sucesión de caminos interpuestos que se reescribe en cada cruce. Cualquier decisión, cualquier momento de asueto, cualquier riesgo es mínimamente tenido en consideración en cuanto al análisis de consecuencias porque raramente nos paramos a pensar que es lo que dejamos atrás, en ese hipotético camino que se bifurcó hacia el otro lado y que nos hubiese deparado una experiencia totalmente distinta. Solo cuando nos equivocamos es cuando somos conscientes del error, pero para errar siempre hay que decidir y en cada decisión pervive la génesis de nuestra existencia.

Desde que somos mínimamente racionales nos enseñan a querer siempre lo mejor para nosotros. Nos crían como seres egoístas en los que la voluntad y, sobre todo, la comodidad propia debe imperar sobre la ajena. Y el que no pueda seguirme que se las componga. Por ello, nos resulta especialmente educativo comprobar que, cuando quieres realmente a alguien, te ves decidido a tomar decisiones en consecuencia a un bienestar ajeno. Es lo que se llama empatía. No todo el mundo la conoce y son muy pocos los que son capaces de hacer un esfuerzo en su nombre.

El problema realmente implícito llega cuando analizamos la verdad de cada decisión en cuanto siempre hay una dosis de miedo adherida a la misma. Siempre tememos a perder antes de ilusionarnos por ganar. La empatía, además, nos conduce al miedo a hacer daño. Por eso, cada decisión, cada cruce de caminos, cada bajada de cabeza nos conlleva una duda existencial antes que una oportunidad, porque cuando las decisiones implican a la gente que quieres decidir deja de consistir en arriesgar para convertirse en un ejercicio de dañar lo menos posible.

martes, 22 de octubre de 2019

Un conflicto largo

Estamos ante un momento de cariz histórico, no sabemos si para España, para Cataluña o para las dos, porque lo que está claro es que el límite del no retorno está cerca y el conflicto, que algunos creen que pueden resolver con un decretazo y una aplicación constitucional, va para largo. Porque no se trata de convencer a unos cuantos subversivos de que quedarse en España no es sólo obligación sino necesidad; se trata de hacer cambiar de idea a toda una generación de personas criadas con un ideario que ahora es muy difícil de desmontar.

El problema, como en todo, es el foco y el problema, como en todo, es el cariz político de la situación. En primer lugar deberíamos mirar con un ojo a los miles de personas que, pacíficamente, recorren las calles al tiempo que con el otro sólo queremos mirar a todos aquellos que generan disturbios. Nos tapamos un ojo porque sólo queremos ver violencia cuando lo que ocurre es que los violentos están empañando lo que una mayoría está intentando decirnos al resto de España. No nos quieren como compañeros de viaje.

Luego está el cariz político. me escama sobremanera, porque en ese aspecto les considero pardillos (en eso son tan españoles como nosotros), como se han dejado arrastrar por tipos como Más, Puigdemont y Torra, miembros el partido de Pujol, herederos del tres por ciento y que no han dado un palo al agua en su vida si no hay interés mediante para sus bolsillos. Y ahora, hasta los verdaderos ideólogos del independentismo, o se ven abocados a una pena mayor de cárcel, como Junqueras, o al escarnio público, como puede ser Rufián.

Y es que este país, España, Cataluña o los otros dieciséis, no entiende de sueños y mucho menos de romanticismo. Existe una idea que ha germinado y una semilla que ve sus flores crecer. Regar el árbol puede conducir a un nuevo bosque, cortarlo de raíz puede conducir a un desierto de incomunicación. Entre prender y mojar la mecha median palabras y, sobre todo, negociaciones. Les quitaron el estatut, les quisieron quitar la identidad y les han ninguneado como si lo suyo fuese una simple pataleta. Pero el niño ya ha roto los juguetes y ahora amenaza con quemar la casa. Tan mal lo han hecho que ahora no saben ni reconocer el error.

jueves, 3 de octubre de 2019

Un tren en marcha

Lo difícil de tomar una decisión es valorar hasta qué punto la misma va a facilitar la vida a aquellos que te rodean. Es la consecuencia de no ser egoísta porque siempre se consensúa todo y, sobre todo, siempre se piensa todo más de una vez.

Las decisiones, cuando se presentan como trascendentales, conllevan una dosis de temor y otra de ilusión. Temor a perder lo poco que se ha conseguido a base de madrugones y desplantes e ilusión por todo aquello que está pendiente de llegar. Pero a la ilusión, en principio, le gana la incertidumbre. Porque la incertidumbre es un bicho venenoso que te pica en el alma y no genera el antídoto hasta que el tiempo pone las cosas en el lugar correspondiente.

Hay veces que la vida te pone a prueba y te presenta oportunidades que crees que no debes dejar escapar. A mí me presentó la oportunidad de un nuevo trabajo, un nuevo lugar y unos nuevos compañeros. Da miedo dejar atrás la zona de confort, pero hay que ser valiente para volver a encontrar un lugar donde depositar el día a día.

Diez años y medio después, vuelvo a ser el nuevo empleado de una empresa. Vuelvo a convertirme en el nuevo, a aprender un nuevo sistema, a conocer a nueva gente, a comerme nuevos atascos. Es un volver a empezar de libro, una manera de decirme a mí mismo que la vida no deja de tener nuevas estaciones y que hay veces que hay que bajar de un tren en marcha.

martes, 3 de septiembre de 2019

La ecuación

Es imposible no sentir asco, más aún que lástima, por la situación política de España. El sentido de estado se ha perdido mientras los responsables políticos se han dedicado a mercadear con el poder y se han dedicado, sobre todo, a vender su dignidad por un puñado de euros.

Que la izquierda esté despreciando su oportunidad para gobernar produce una vergüenza ajena de tal dimensión que dan ganas de no volver a las urnas ¿El problema? Que la abstención masiva favorecería a la derecha y ya sabemos como las gastan los políticos de derecha cuando se dedican a mirar hacia arriba para comprobar la altura desde la que pueden escupir a los de abajo.

Porque ellos no van a tener remilgos a la hora de pactar, no van a tener problemas en repartirse los ministerios, no van a ver impedimento alguno a la hora de repartirse las competencias. Porque los intereses espúreos terminan siendo los mismos, los mismos que, en el fondo, tiene el PSOE por más de izquierdas que se considere. Se trata de contentar a los poderes fácticos, de no tocarles las narices y de esperar a que el futuro tenga un camino de puertas giratorias.

Y Podemos no entra en esa ecuación. Eso lo sabe hasta el tato.

viernes, 12 de julio de 2019

No hay tu tía

Conocido es por todos que los primeros grandes médicos de la historia fueron musulmanes. En la Europa cristiana, los viejos cirujanos, también conocidos como barberos, se dedicaban exclusivamente a la sangría y el cataplasma. Sin embargo, en los zocos árabes ya había llegado la investigación y los médicos, considerados como personas importantes, habían comenzado a experimentar con remedios y medicinas.
Como consecuencia de raspar las paredes de las chimeneas de fundición, obtuvieron un polvo negro que se conocía como óxido de zinc. El mismo, mezclado con algunas sales y aceites, se convirtió en un remedio efectivo para las lesiones oculares. El ungüento, bautizado con el nombre de Atutiya, fue ganando popularidad hasta convertirse, prácticamente, en una panacea que se utilizaba para la cura de otras enfermedades comunes.
Los cristianos de España, dados a la hispanización de los términos árabes, adoptaron el ungüento llamándolo atutía. De esta forma, el remedio, que posteriormente perdió su "a" inicial y pasó a conocerse popularmente como "tutía", pasó a despacharse en boticas, a las que acudían los enfermos en busca de una cura que apaciguase sus dolores.
La frase pronunciada por los boticarios de turno cada vez que se les agotaban las existencias del producto, pasó a convertirse en chascarrillo popular cada vez que hacía saber que algo no tenía solución. "Nada, que no hay tutía". La simplificación del término y la pérdida del uso del ungüento con el paso de los años, hizo que la expresión derivase en el "no hay tu tía" que utilizamos en la actualidad.
De esta manera, cada vez que nos topamos con un obstáculo imposible de sortear o con alguien imposible de convencer, cuando no hay solución o la situación es inevitable, pronunciamos el "no hay tu tía" y la gente sabe que les estamos diciendo que no hay nada que hacer, que no lo vamos a conseguir.

martes, 2 de julio de 2019

Nuestro junio de cada año

Las costumbres son un lugar común al que recurrimos cada vez que organizamos planes. Los planes, cuando se rigen por la costumbre, terminan siempre en el lugar del recuerdo y en la obligación moral de repetirse, porque nada se convierte en costumbre si no pasa una y otra vez por el tamiz de la repetición. Lo peor de la costumbre es cuando se convierte en obligación, porque la obligación implica un compromiso moral que no todas las personas están en condiciones de poder cumplir.

Nosotros, de momento, vamos cumpliendo con nuestras propias costumbres y este año, como los anteriores, nos hemos marchado a la playa en el mes de junio. Hemos descubierto que la última semana del último mes del cole es perfecta por su clima, su precio y su tranquilidad. Tres factores que nos empujaron a iniciar esta costumbre vacacional hace ya cinco años y que hemos repetido, año tras año, mientras las condiciones económicas y personales nos lo han permitido.

Esta vez tocó en Estepona y esta vez, como las anteriores, fue una semana fantástica llena de momentos familiares y anécdotas para el recuerdo. Playa, piscina, paseos y descansos. Lo que son unas vacaciones familiares, lo que quieres que sean cuando te rodea tu familia y quieres disfrutar de su compañía más allá de cualquier otra pretensión.

martes, 18 de junio de 2019

La puntita nada más

Como el Don Juan de nuestras poesías picantes de la infancia, Vox cabalga por las investiduras buscando plebeyas para su enhiesto miembro. Busca lacayas dispuestas a arrodillarse ante sus posaderas y ser capaces de succionar cualquier jugo por un poco de poder. Y la plebeya naranja, que va de ofendida por el mundo, dice que no quiere pactos, que no va a haber acuerdos y cuando Vox le susurra al oído, le dice aquello de "la puntita nada más", pero por ser naranja y abnegada plebeya, delante de nuestros ojos, se la ha clavado toda ella.

Lo peor es que nos extraña.

jueves, 13 de junio de 2019

Siga la línea blanca

Los que conservábamos la memoria de nuestros primeros años de televisión, recordábamos a Emilio Aragón como Milikito, el payaso que acompañaba a Gabi, Miliki y Fofito y cuya presencia era poco más que testimonial puesto que su papel, al principio, era el de hacer de mudo. De aquel papel aprendió la mímica que le conduciría a idear uno de los sketches más famosos de la década de los ochenta. Cuando acabaron las funciones de Los payasos de la tele, Emilio Aragón inició su carrera en solitario y lo hizo con "Ni en vivo ni en directo", un programa de sketches donde hacía un repaso de la actualidad además de escenificar pequeñas historias cotidianas en clave de humor. Con aquel célebre "buenas noches, soy Emilio Aragón y usted no lo es", iniciaba, cada noche de lunes, su peculiar visión del mundo.

Quizá, el programa jamás hubiese pasado a la memoria colectiva con la categoría de inolvidable de no haber sido por aquel sketch suelto en el que un hombre preguntaba por un despacho en la recepción de un edificio y la recepcionista le indicaba que debía seguir la línea blanca. A medida que iban pasando los programas, el pobre hombre iba siguiendo la línea blanca cruzando ciudades, ríos y playas sin encontrar nunca el despacho donde debía gestionar su diligencia. A medida que la historia pasaba de cómica a surrealista, la gente en la calle se dedicaba a seguir líneas blancas imaginarias y aún hoy, en algún reencuentro nostálgico, repetimos la acción mientras silbamos la sintonía de "El puente sobre el río Kwai".

miércoles, 5 de junio de 2019

La desgana

Cuando la desgana toma el control de la vida laboral la cabeza comienza a pensar más de lo debido, la tristeza comienza a aparecer en la comisura de los ojos, la sensación de inutilidad comienza a apoderarse de las intenciones, la depresión aparece como un monstruo al acecho.

Hace tiempo que me siento un tanto inútil dentro de mi puesto de trabajo. Debido a la cancelación de las líneas que yo gestionaba, hube de reciclarme y tomar otras líneas que ya manejaba otra compañera. Compartir, para ella, no es vivir, y tengo que andar mendigando un poco de trabajo mientras veo como las horas pasan lentamente dentro de mi reloj.

Y con la sensación de inutilidad llega la desgana y con la desgana el pensamiento aturullado, las ganas de cambiar de aires, cierta tristeza por lo que viene y nostalgia por lo que fue, poco interés en el trabajo y, sobre todo, ganas de estar en casa durante todas las horas del día.

viernes, 31 de mayo de 2019

Gracias, Manuela

La integridad no se vende y mucho menos se compra, la sencillez no se fabrica sino que crece de manera espontánea, la educación no se supone sino que se se impone, la honradez, sobre todo, se gana con hechos y nunca con meras palabras. Los que hemos conocido a la mujer que nos cambió las miras políticas solamente podemos decir "Gracias".

Gracias, Manuela, por haber intentado hacer política con la cabeza dejando el corazón en el puño de los hombres malos. Gracias, Manuela, por haber creído en la regeneración y haber aplaudido la integración. Gracias, Manuela, por haber construido sueños alrededor de un principio y haber conseguido el aplauso de aquellos que quisieron creer en ti y no se sintieron decepcionados.

La vida es un agujero negro que engulle a los corazones más negros y tienta a los que se cincelan con piedra. Es un camino hacia la memoria donde las bifurcaciones conducen al olvido y a la retórica. Cuando alguien prefiere mirar a los ojos antes que mirar al cerebro, se gana el agradecimiento de quien le cree porque la sinceridad se vende con caramelos en una época en la que la mentira se ha convertido en la moneda de cambio más suculenta.

Los que van a apostar al verde por corromper tu legado, jamás sabrán que el corazón se gana con la mirada y se conquista con la palabra. Tu palabra, sencilla como pocas, ha condecorado actos de solución y convivencia. Fueron algunos los puntos negros y ninguna la oportunidad para corregirlos. Más allá de las ausencias, quedarán, para siempre, la absurda connivencia de las acusaciones; cabalgatas, refugiados, atascos. Nimiedades en comparación con la verdadera necesidad. Convivir, crecer, creer.

martes, 28 de mayo de 2019

Secretariat

Cuando, en 1968, el acaudalado Chris Chenery enviuda y conoce que sufre una enfermedad que le produce demencia, nadie podía anticipar que la decisión que estaba a punto de tomar cambiaría para siempre la historia de la hípica.
Christopher Chenery era un rico hombre de negocios que se había hecho a sí mismo. El típico triunfador americano que gusta de aparecer en portadas de revista y listas de empresarios de éxito. Apasionado de los caballos desde joven, no paró hasta montar su propio establo e iniciar un negocio de cría de potros de carreras. Aquella pasión es trasladada a sus hijos, Hollen y Margaret y, sobre todo, a la pequeña Helen, a la que todos llamarán Penny y en quien confía para dejarle las riendas del negocio familiar.

Penny se había mudado a Colorado tras contraer matrimonio y se había convertido en la ama de casa ejemplar; abnegada esposa y sacrificada madre que había dejado a un lado sus sueños para dedicar todo su tiempo a la familia. Pero Penny no era una simple mujer al uso. Durante años había estudiado pacientemente con el único sueño de hacerse cargo en el futuro del negocio de su padre, pero todos los hijos de Christopher Chenery siguieron un camino que les llevó lejos de los establos Medow. Hollen, el mayor, prefirió el mundo de las finanzas, y Margaret y Penny se vieron abocadas al mundo sumiso del hogar. No había heredero para el negocio y fue por ello que Hollen sugirió a sus hermanas la venta del establo. Aquella idea no le resultó a Penny nada atractiva y viajó a casa para hacer el petate y regresar a Virginia. Los establos Medow tenían una nueva gestora y seguía siendo una Chenery. Hubo de desoir las quejas de su marido y aleccionar sobre la vida a sus cuatro hijos. A partir de entonces, su madre estaría más lejos de ellos. Quizá fueran sólo unos meses, la gente no le auguraba mucho futuro a una mujer en aquel mundo manejado por hombres.

Penny Chenery había estudiado Administración de Empresas en la universidad y era una mujer mucho más preparada de lo que la gente podría llegar a imaginarse. Pero por encima de todo, Penny Chenery era una mujer intuitiva. Una de las primeras decisiones que tomó al frente de los establos Medow fue la de reunirse con el magnate Egden Phipps. Phipss era un millonario recto que administraba varias empresas y casi todos los establos del estado. Antes de enfermar, Christopher Chenery le había cedido el derecho de aparear su mejor semental, de nombre Bold Runner, con dos de sus yeguas, Hasty Matilda y Something Royal. Una vez que el caballo hubiese cubierto a las hembras, ambos se jugarían a cara o cruz con quien de las dos crías se quedaba. Penny acudió a la cita con sus mejores galas y usó la palabra para confundir a Phipps. Con un par de frases le hizo creer que no habría mejor potro que el nacido del vientre de Hasty Matilda, pero ella ya sabía que su elección debía ser la cría parida por Something Royal. Cuando la moneda voló por el aire, Penny Chenery ya sabía qué caballo sería el suyo. Salió cara, tal y como había pedido Egden Phipps y el millonario no tardó en decir un nombre: Hasty Matilda. Todo había salido tal y como se había planeado.

El treinta de marzo de 1970, en los establos Medow, propiedad de la familia Chenery, nació el potro hijo de Bold Ruler y Something Royal. Era un ejemplar único; grandote, fibroso, rojo como la sangre. El nombre les llegó a todos los presentes a la cabeza casi al unísono, se llamaría Big Red. Aquella mujer audaz se empeñó en hacer de Big Red un campeón inigualable y, para ello, hubo de llamar a la puerta de dos de los hombres más controvertidos del mundo de las carreras de caballos.

Lucien Laurie era un prestidigitador que llevaba demasiados años en la sombra como para querer molestarse en entrenar a un potro recién nacido. Antiguo jockey y hombre parco en palabras, solo pudo decir que sí cuando Penny le prometió total independencia y ninguna intromisión en su trabajo. Elegido el entrenador, solamente quedaba elegir al jockey. Un caballo tan bravo necesitaba alguien con carácter para tomarle por las riendas. El elegido fue Ron Turcotte, un controvertido jinete con la cara llena de magulladuras y la mirada picada por el orgullo.

Big Red, a quien en el circuito pronto se conocería como Secretariat, debutó en julio de 1972 y solamente pudo ser quinto. Aquel resultado no vaticinaba nada bueno y en los círculos de la hípica ya se hablaba del gran acierto que había tenido Edgen Phipps al escoger al potro de Hasty Matilda. Pero las palabras son solamente papel mojado que se desintegra cuando la razón impera por encima de los deseos. Secretariat ganó sus siguientes cinco carreras y, de defenestrado, pasó a ocupar todas la portadas de revista mensuales. Al finalizar 1972 fue nombrado caballo del año y Penny Chenery fue alabada como una excelente gestora. Pero lo mejor aún estaba por llegar.

Normalmente, el tercer año es el más complicado para un caballo. Se hablaba de demasiados ejemplos de potros ganadores de dos años que, al tercer año se habían desplomado estrepitosamente y no habían terminado valiendo ni como sementales. Los peores augurios se cernían sobre Secretariat mientras Lucien Laurie y Penny Chenery preparaban el asalto a la triple corona.

La triple corona es la sucesión de las tres carreras más importantes del circuito americano y que solamente disputan caballos de tres años. Se trata de vencer, consecutivamente, en Kentucky, Prekness y Belmont. Todo un hito que, hasta la fecha, solamente había conseguido un caballo. Y hacía veinticinco años de aquello.

Pero si por algo se caracterizaba Penny Chenery era por su audacia y su fe. Penny creía ciegamente en su caballo. Adoraba a su caballo. Sabía que, por encima de cualquier circunstancia, tenía el mejor caballo de carreras del mundo. Y aquella era una carta demasiado segura como para no arriesgarse en una partida ganadora.

Después de cada entrevista, antes de que los periodistas abandonasen los establos Medow, Secretariat parecía esbozar una sonrisa y posaba para la cámara con total naturalidad. Todo el mundo estaba asombrado con aquel caballo; no sólo ganaba carreras, también tenía tiempo para sonreirle a la cámara, para hacerse el simpático en público, para alardear de zancada en cada entrenamiento. Un campeón de piel roja, músculos marcados y rictus de ganador.

Bay Shore, Gothan Stakes y Wood Memorial iban a poner al público sobre la pista en pos de una futura apuesta de cara a la triple corona. Tres carreras menores, pero una puesta de largo bastante interesante a modo de preparación. Secretariat ganó las dos primeras y salió en la tercera con una grave infección bucal. Aquel caballo no eran el que todos conocían y, como tal, quedó tercero, poniendo en alerta a todos los corredores de apuestas. Los agoreros lo tuvieron claro; el caballo ganador había perdido fuelle.

Las tres carreras que forman la triple corona van de menor a mayor en su grado de dificultad. El derbi de Kentucky, sin ser una carrera fácil sí es la más cómoda de las tres; menos distancia, mejor empedrado y más espacio para adelantar. Ningún caballo había bajado de los dos minutos hasta entonces. Secretariat lo hizo. Ganó por dos cuerpos y medio y se dejó fotografiar coronado de laurel y con el record del mundo en manos de Turcotte. Pero aún quedaba lo más difícil.

En el Prekness Stakes los caballos recorren dos mil metros sobre arena pesada. La supercifie otorga menos poder de reacción para los caballos rápidos y Secretariat lo notó en la salida. Durante buena parte de la carrera cabalgó en último lugar, Turcotte le apremiaba pero el caballo no avanzaba. Alcanzó al penúltimo cuando la mitad de la carrera ya se había disputado. Quinientos metros más adelante ya iba segundo. Tomó la última curva y se colocó en primer lugar. La gente se puso en pie, algunos se comían el sombrero, otros se frotaban los ojos, la mayoría asistía a aquella exhibición con la boca abierta. Secretariat ganó la carrera y volvió a ser fotografiado colmado de laureles. Pero aún quedaba rematar la faena.

Belmont Stakes era la carrera más larga de las tres. Más de dos kilómetros sobre arena tan fina que producía un molesto polvo en la cabalgada. Por ello, era importante situarse delante desde el principio, para evitar tragar el polvo de los predecesores. Minutos antes de la carrera, Ron Turcotte aparecía nervioso por la zona de jinetes. Montaba a Secretariat y el caballo relinchaba en voz baja, como desconfiando de la fe de su jockey. Lucien Laurie se acercó para acariciar al potro y cruzó la vista con Turcotte. "Hijo", le comentó en voz baja, "no hay manera de que Secretariat pierda hoy. Sólo asegúrate de no caerte del caballo. Créeme, muchacho, este potro que estás montando es el mejor caballo de carreras que jamás ha existido". Las palabras, como un ascua ardiendo sobre la conciencia, parecen alentar más al caballo que al jinete que, simplemente se tenía que dedicar a cumplir con el objetivo; dejarse llevar y no caerse del caballo.

Secretariat se pone primero en la salida y corre. Corre tanto que ningún caballo puede acercarse a menos de treinta cuerpos de él, corre tanto que la gente cree estar viendo una carrera a cámara rápida, corre tanto que bate todos los records habidos y por haber. Turcotte, aferrado a las riendas y con la adrenalina por las nubes, inclina la cabeza en la línea de meta para dar constancia de la victoria. Treinta y un cuerpos por detrás entra el segundo clasificado. La victoria supone el record en dos mil metros sobre arena, record del circuito, record mundial, record histórico. Hasta el día de hoy, ningún caballo ha podido superarlo. Ninguno se ha acercado a igualarlo. Veinticinco años después, un caballo ganaba la triple corona, veinticinco años después, un mito se subía al olimpo de los inmortales.

El veinte de octubre de 1973, Secretariat ganó en Canadá. Ni él mismo, al que le apasionaba correr como un loco descontrolado, podía imaginar que aquella sería su última carrera en competición. En diciembre volvió a ser nombrado caballo del año y su dueña decidió jubilarlo para convertirlo en semental. Un cotizado semental. En el fondo, Penny Chenery sabía que Big Red ya no podía dar más de lo que había dado. Y había dado mucho. En total había ganado dieciseis de las veintiuna carreras que había disputado, pero por encima de las estadísticas estaban las cifras y es que Secretariat había generado casi un millón y medio de dólares en ganancias. Una barbaridad para la época.

Analizando su comportamiento en carrera, se descubrió que su zancada dibujaba un arco de ciento diez grados de ángulo, mucho mayor al de cualquier caballo. El tiempo, los hechos y los recuerdos le situaron en la cima y las listas le colocaron en el primer lugar en todos los rankings. Considerado como el mejor caballo de carreras de la historia, este ejemplar de purasangre fue examinado detenidamente en más de una ocasión, pero no fue hasta su muerte cuando se descubrió el gran secreto de su resistencia en carrera.

En 1989 enferma de Laminitis y la infección le daña los órganos vitales. Con la cara empapada por las lágrimas, Penny Chenery autoriza el sacrificio de su mejor caballo y la autopsia publica un dato que aumentará el tamaño del mito. El corazón de Big Red era tres veces más grande que el de cualquier caballo normal. Como para echarse a temblar. Despedido con honores de estado, Secretariat es incinerado en Medow y Belmont erige una estatua de bronce en su honor que preside la puerta de entrada al hipódromo. Su ascendencia responde a las expectativas, y aunque ninguno de sus hijos iguala sus marcas, las estadísticas apuntan que en total, treinta y seis de sus crías se convierten en caballos ganadores con el tiempo. Es la estirpe inmortal de un caballo inmortalizado en el cine y en la literatura. Un caballo al que el magazine Time incluyó entre los diez atletas más influyentes del siglo veinte y a quien ESPN situó en el puesto número treinta y cinco en su lista de los cien mejores atletas del siglo. Un cuadrúpedo que galopó hacia la historia, un pedazo de memoria en los establos Medow cuyas galopadas recorrieron américa y llenaron de letras cientos de periódicos. El mejor ejemplo de que la intuición femenina va siempre por delante de los hechos, unos hechos que marcaron a fuego los hipódromos de la triple corona. Tres carreras insuperables y un caballo purasangre que escribió un hito en cada zancada.

jueves, 23 de mayo de 2019

Cumplir años

Cumplir años es una manera de saber que estas vivo, es un paso necesario hacia la ilusión, es, también, ilusión marchita por todo lo que quedó atrás y por todo lo que no se consiguió. Cumplir años es cumplir expectativas y saber sacar una sonrisa cuando la gente que te quiere te lo demuestra de alguna manera. Un abrazo, un beso, un mensaje, un deseo.

Cumplir años es una excusa perfecta para volver a reencontrarse con la familia, por seguir manteniendo esa ilusión por los regalos, por sentirse como un niño soplando velas. Es cierto que cumplir años es una promesa interna de cambio y una aceptación, aún más interna, de que lo mejor va quedando atrás. Pero no tiene porque ser una puerta a la depresión, porque lo importante, siempre, es poder cumplirlos.

El otro día hice cuarenta y tres y la familia me llenó el armario de ropa nueva. Como soy fácil de contentar, me bastó verlos a todos juntos para sentirme, una vez más, un hombre dichoso. Soplé las velas con los niños y les insté a disfrutarlo todo a tope. Porque cuando llegue el último cumpleaños, todos ajustaremos cuentas con nosotros mismos y yo tengo aún alguna pendiente de saldar.