lunes, 25 de noviembre de 2019

#40CumpleSagra

Todo empezó con un hastag que dio nombre a un grupo de Whatsapp. Todo empezó con una idea que fue tomando forma meses atrás. Quien me conoce bien sabe que soy demasiado ansioso a la hora de organizar algo. Ansioso en el aspecto de gustarme dejarlo todo cerrado cuanto antes. Por eso, cuando en el mes de febrero reservé sitio y luego generé el grupo de Whatsapp con todos lo invitados, algunos se echaron las manos a la cabeza y dijeron: "Pero si queda un mundo".

Y sí, quedaba un mundo. Pero el tiempo es ese monstruo que siempre te termina devorando y los meses pasaron volando mientras hacíamos otros planes. Se acercaba el día, se concretaban detalles, se organizaban las cosas mientras yo las pensaba y Ángela las ejecutaba y, finalmente, todo quedó pendiente del desarrollo y del destino. Y todo, gracias a todos, salió perfectamente bien.

Ver feliz a las personas que más quieres es la mayor recompensa que te puede dar la vida. Yo vi feliz a mi mujer, muy feliz y, tan sólo con eso ya me doy por satisfecho. Sé que no soy perfecto, quizá, el polo opuesto pero que, mientras fuera junto a ella siempre lo intentaría.

Felices 40, Sagra.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

La sentencia de la vergüenza

Casi mil millones de dinero público. Casi mil millones que se podrían haber invertido en salud, educación, pensiones o seguridad ciudadana. Casi mil millones de los impuestos que los andaluces y el resto de españoles han estado pagando religiosamente para mantener el estado de bienestar. Casi mil millones de euros despilfarrados en chiringuitos, mamandurrias y juergas con putas y drogas incluidas. Todo muy educativo.

Se extrañará aún, el PSOE, de haber perdido la confianza del electorado en Andalucía. Se extrañará, más aún, si al calor de la noticia, saliera otra encuesta de esas cocinadas en el CIS y les dijese que han perdido la confianza del electorado en el resto de España. Porque la confirmación de que un partido político, sea la rama del mismo que sea, es corrupto suele cabrear en demasía a la ciudadanía. Y los españoles, que somos de castigar en las urnas, gustamos de decir, a parte de que nos gusta más una bandera que una golosina, que no nos gusta un pelo que nos roben.

La política, en cuanto dejó de convertirse en vocación (si es que alguna vez lo fue), pasó a ser un lugar de encuentro entre sinvergüenzas e interesados en el que acordaron repartirse los dividendos y obtener los mayores réditos posibles. El problema es cuando, pese a robar al pueblo, consigues activar el modo demagogia y llegas a convencer a los votantes que lo tuyo no fue por deshonor sino por necesidad. Todos lo hacen. Cuando el ciego es gobernado por un tuerto, cualquier rey es válido. Cuando el que gobierna se cree un pastor entre un rebaño de borregos, es cuando nace la necesidad de creerse amo y dueño del cortijo. Tantos años al frente de una institución solamente generan aires de grandeza. Y cuánto más grande te crees, más pequeños crees que son tus súbditos.

La sentencia de los ERE deja al descubierto dos cosas: Se creían los dueños y nos tomaban por tontos. Podemos agradecer, al menos, que sigan existiendo jueces independientes. De esos que, a día de hoy, se están convirtiendo en una especie en peligro de extinción.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Gordi



Si hubo una película que marcó toda una generación, esa fue Los Goonies. No se trata de la mejor película de la historia y ni siquiera su trama es digna de aparecer entre las obras maestras del cine, pero nos contaba la historia de un grupo de adolescentes que se adentraban en una cueva para buscar un tesoro pirata. Aquello nos evocaba todas las aventuras que habíamos imaginado en nuestros juegos de calle en la que a veces unos hacían de bueno y casi siempre otros hacían de malos. En aquella aventura cinematográfica, el personaje que nos ha quedado grabado con el tiempo era el del chico torpe del grupo. Gordi, como le apodaban el resto de la pandilla de Los Goonies, siempre metía la pata y siempre se metía en líos sin querer buscarlos. Tras una de sus patochadas, es atrapado por la banda de malos y sometido a un conato de tortura. Tras largar la traviata es encerrado en una sala con Slot, a quien termina convenciendo de que su familia es la reencarnación del diablo y que debe ayudarle a rescatar a Los Goonies de su trampa mortal. En una memorable escena en la que ambos se presentan y Sloth no para de repetir el nombre de ambos, Gordi entrega una chocolatina a Sloth y este comienza a gritar la palabra "chocolate" incontroladamente. Es el principio de una amistad y el principio del fin de los planes macabros de la familia Fratelli.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Los 50 de Juanra

Creo que ya he hablado de Juanra más de una vez por aquí y si no, pues lo hago, porque los buenos amigos siempre tienen espacio en cualquier lugar donde uno cuenta sus vivencias y diserciones. Juanra es mi mejor amigo desde hace unos cuantos años. Le conocí en 2001, en una obra perdida en mitad del campo. Yo era un administrativo sin apenas experiencia y él era un delineante de provincias que había llegado a Madrid para buscarse la vida. Como un Paco Martínez Soria de la vida, en su primer viaje hacia la obra se dio una vuelta entera a la M40 después de pasarse la salida. Aquella anécdota la marcó como un tipo peculiar a aun recurrimos a ella para contar nuestra historia y reirnos durante un rato.

Aquel día Juanra tenía treinta y un años, doce menos de los que tengo yo ahora y los mismos que tenía cuando empecé a escribir este blog. El paso del tiempo es tan inescrutable que es capaz de hacerte volar por la vida sin dejarte disfrutar, en muchas ocasiones, de los amigos. Juanra regresó a su tierra después de unos años infructuosos en Madrid. De aquella época quedaron noches de cenas, teatros y garitos y muchas, muchas confidencias. Es especial saber que has encontrado aquella persona con la que conectas, es especial saber que esa persona te va acompañar, directa o indirectamente, durante el resto de tu vida.

Nuestra amistad se mantuvo con visitas esporádicas, llamadas de teléfono y el carnaval de su pueblo. Ciudad Rodrigo es un templo de la edad moderna que peleó en carnes contra los franceses y mantiene, intactas, las esquirlas de la lucha por la independencia. Allí se celebra la fiesta de carnaval más antigua de España y allí fuimos durante ocho años consecutivos para llenar nuestra memoria de momentos y anécdotas.

A través de Juanra conocí a Beni, un gaditano espectacular, con un sentido del humor muy andaluz y una cabeza increíble para la conversación. Bético hasta la médula me enseñó a amar a su equipo y a la vida. Por eso, cuando recibí una llamada suya, allá por el mes de junio y me propuso prepararle una sorpresa a Juanra por su cincuenta cumpleaños no pude sino alabarle la idea y lanzarme de lleno a la preparación.

Fue un fin de semana espectacular. Compartimos apartamento, anécdotas y conversaciones. Bebimos, comimos, bailamos y nos reímos. Y, sobre todo, cimentamos un poquito más nuestra amistad. Ladrillo a ladrillo, este muro es ya casi infranqueable. Tan sólo le deseo que cumpla otros cincuenta en ese estado de salud y ánimo que tiene y que, en lo que sea posible, todos nosotros podamos seguir acompañándole durante el resto de su vida. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Preparados para la gran hostia

Los aires de grandeza suelen conducir a la soberbia, la soberbia a la autoconfianza y la autoconfianza a la ceguera. Ciegos como murciélagos, pero desorientados como moscas en invierno, los miembros del gobierno no han sabido calibrar el peso de la roca que se les cae sobre la cabeza. Sin saber gestionar los egos y, sobre todo, las crisis institucionales, se verán abocados a una hostia para la que se van preparando mientras observan como, quienes les empujaron a la repetición electoral, se frotan ahora las manos y, como Hannibal Smith, apuran su habano mientras recitan de memoria aquello de "Me gustan que los planes salgan bien".

lunes, 4 de noviembre de 2019

La batalla de Belgrado

A los que nos gusta la épica, solemos disfrazar de epítetos los hechos y confrontar la verdad contra las hipérboles. Nada menos serio que el fútbol para disfrazar una lágrima de emoción, nada más recordado que una victoria para volver a rememorar un hecho.

Durante años, España vivió de pequeños sorbos sin terminar nunca de dar un trago a la copa de la satisfacción. España vivió de ritos, de golpes de riñón, de corazonadas que daban la espalda, de pequeñas victorias en grandes escenarios, de grandes decepciones en pequeños frascos de imperfección. Revivir Belgrado es revivir un gol marcado con la espinilla, una botella rompiéndose en mil pedazos, un abrazo sincero, una lágrima que regresó mil veces, una pequeña batalla que condujo a una cruenta guerra abandonada entre ridículos y dedos acusadores. Como siempre. Como nunca. España es contraste y rabia, durante muchos años fue derrota preconcebida y, en algunas ocasiones, fue victoria épica. Disfrazada de epítetos y desvestida por las hipérboles.

La selección española no había acudido al mundial de Alemania y aquel había sido una penúltima gota en un vaso sin colmo. El verdugo, la Yugoslavia de Oblac, Acimovic y Dzajic, se paseó durante unos días, bajo el tierno sol alemán, con ínfulas de equipo irrepetible. Una gran generación que puso contra las cuerdas a un país hasta dejarlo KO con un golpe final ejecutado en campo neutral.

En septiembre de 1972 Yugoslavia bailó a España en el Insular de Las Palmas y Asensi salvó el honor con un gol desesperado de última hora. El empate a dos obligaba a ambos equipos a ganar en Belgrado. Yugoslavia jugó mejor pero no pudo hacer gol. Un nuevo empate y la FIFA obliga a ambos equipos a verse las caras de nuevo. El lugar elegido, Frankfurt, corazón financiero de Alemania, se llenó de inmigrantes españoles ávidos de ver una victoria de su selección. Pero no pudo ser. Yugoslavia anotó un gol tempranero y se acomodó atrás para frustrar cualquier intento español por conseguir la remontada. El autor del tanto, Katalinski, permaneció durante años en el amargo recuerdo del inventario español de fracasos y despropósitos como un ogro que regresaba, una y otra vez, en forma de pesadilla cada vez que asomaba un sueño. Ya no había esperanzas, solamente fracasos, bambinos Gemma y Katalinskis.

Pese a la prudencia, aquella no había sido la primera vez que se enfrentaban. Años antes, y en eliminatoria disputada de cara a la clasificación para el mundial de México, ya se habían visto las caras. Pero aquella vez, ni uno ni otro había obtenido el premio de un viaje a Centroamérica y cedieron sus puntos ante una sorprendente Bélgica que, comandada por el histórico Van Himst, voló a tierras mariachis para inscribir un nombre, cumplir un papel discreto y regresar a casa con su particular dosis de orgullo en la maleta.

Y habrían de enfrentarse una vez más. Yugoslavia venía de alcanzar la ronda final en Alemania y se agrupaba en torno a una nueva generación de jóvenes talentos liderada por el excelso Ivica Surjak. Una generación que, un año antes, había caído con honor en la semifinal de la Eurocopa cuyos partidos finales se habían jugado en su territorio. Un país que aún se despertaba en cada previa atormentado por los dos goles de Dieter Muller en los últimos minutos cuando ya saboreaban la final ante la sorprendente Checoslovaquia.

No habían culminado aquella gesta, pero estaban a dos goles de culminar un nuevo hito: el de obtener pasaporte para el mundial que se disputaría en Argentina durante el invierno austral de 1978. Y enfrente estaba de nuevo España. La España del continuo cambio, la España de las dudas, la España imprevisible, España, querida España, la de la larga siesta y los versos de poeta. La España de Kubala.

Kubala era un nombre por encima de los logros. Significaba un pasado esplendoroso, días de sana rivalidad, el hombre que había cruzado el telón de acero para refugiarse en la centinela de occidente. Atrás quedaban los días negros de Balmanya, el hombre que había alcanzado la gloria como entrenador de club pero que, como tantos otros, no había encontrado el norte en la brújula de la selección. España no sabía conjugarse como equipo y, apartado Muñoz de las quinielas por su preferencia por el día a día, Porta acudió a Kubala como salvaguarda y penúltima bala en la recámara. La opción mito por encima de la opción persona. Aquella era una nave a la deriva y no existía capitán capaz de enderezarla.

Y con Kubala tampoco apareció el juego, aunque sí apareció algo de aplomo. Al menos, el suficiente como para llegar a Belgrado con serias aspiraciones de clasificación. España no había hecho un gran fútbol, pero al menos había logrado alcanzar el partido decisivo dependiendo de sí mismo para conseguir la clasificación para el mundial. El sorteo, al igual que en la última ocasión, les había cruzado con Yugoslavia y Rumanía y Kubala hizo pruebas y encaje de bolillos hasta dar con una tecla que sonara mínimamente afinada.

En Madrid había aparecido Santillana; un bravo rematador que trabajaba el área como pocos y dominaba el juego aéreo como ninguno. Pero Kubala no confiaba en él. Le convocaba poco y, cuando lo hacía, se veía más en la obligación que en la voluntad. En cambio, le había dado la titularidad a Rubén Cano, un delantero hosco, de perfil trabajador y aires de pato mareado que hacía goles sin querer y peleaba cada balón como si fuese el último de su carrera. La ciudad de Madrid se dividía; Santillana, cántabro y pundoroso, representaba el fútbol de salón, el desmarque vertical, el remate canónico, la celebración sencilla. Cano; argentino y torpe, representaba el fútbol de barrio, la pelea constante, el gol a trompicones, la celebración alborozada.

Y en las dudas llegó el primer partido. Yugoslavia. Se jugó en Sevilla, jugó Santillana y España no jugó bien, pero ganó gracias a un gol de penalti transformado por Pirri a última hora. Primer objetivo cumplido. Y entre la confianza llegó el segundo partido. Se jugó en Bucarest, jugó Rubén Cano, España no jugó bien y perdió gracias a un autogol de Benito en el minuto cinco. Tocaba remar y tocaban más dudas. Rumanía había jugado dos partidos y había ganado los dos; se confirmaba como el rival a batir. Y entre más dudas llega Rumanía a Madrid para disputar el tercer partido. Juega Rubén Cano, quien anota un gol, y España mejora su imagen para derrotar por dos a cero a su rival. A los dos les queda un partido ante Yugoslavia; Rumanía ha de hacerlo en casa y España lo hará fuera, nadie cree ya en los milagros, nadie se ve en Argentina.

Pero Yugoslavia resurge y vapulea a Rumanía a domicilio. Cuatro a seis, marcador final. Ya nadie habla de Rumanía y el fantasma de Katalinski vuelve a aparecer en el horizonte. Habrá que ir a Belgrado a jugarse la vida contra Yugoslavia. De nuevo el eterno rival. Pero esta vez no habrá partido de desempate. A España le vale ganar, empatar e incluso caer derrotada por un gol. Cualquier victoria de Yugoslavia por dos goles o más le catapulta camino de la pampa. Las cartas echadas, las dudas, por enésima vez, puestas sobre la mesa.

Yugoslavia cree. En su historia reciente ha esculpido su orgullo en forma de goleadas. El pecho se yergue rememorando el set logrado en Bucarest, la sonrisa de satisfacción aparece cuando se acuerdan del nueve a cero encajado a Zaire en el último mundial. Record absoluto, por entonces, en la historia de los mundiales. Y Yugoslavia, prendida en su fe, anuncia una batalla a vida o muerte. Saben que España no acude a un campeonato del mundo desde 1966 y saben, por encima de todo, que los ibéricos no saben hacer de la necesidad virtud. Había catorce plazas en juego y los yugoslavos creen firmemente que una de ellas les corresponde. Habían resurgido, eran un equipo fuerte. Su rival, por contra, era un equipo dudoso. Demasiado necesitado como para no mostrarse nervioso.

Toca, por tanto, hacer la guerra psicológica. La fecha designada para el partido es el 30 de noviembre y el Mariscal Tito marca el día en el calendario para proclamar día de asueto nacional. A modo de propaganda, se recuerda la victoria obtenida en Frankfurt y los yugoslavos van creyendo, uno por uno, que España no es nadie por quien el país pueda preocuparse. El carácter latino es fuerte, sí, pero ellos son balcánicos, irreductibles e indomables. Mitad bárbaros, mitad romanos. Listos para la lucha, organizados para el combate.

Kubala es viejo zorro y se huele la tostada. No quiere que su equipo se lleve una sorpresa de última hora y termine amedrentándose ante el ánimo de la ciudadanía. La Federación detiene la liga y la selección viaja a Belgrado con siete días de antelación. Las calles hierven, el cielo es púrpura y el sol no calienta. Todo el aire emana fútbol. El país es pura pasión.

Belgrado es frío y los entrenamientos no son cómodos. La Federación yugoslavia pone a disposición campos de barro, llenos de socavones y duchas de agua fría. Las calles son de color azul pero los jugadores españoles solamente ven el color de la fina lluvia que les cala los huesos. El ambiente es hostil; a cada entreno corresponde un abucheo, a cada declaración se responde con una bravuconada. Kubala se cansa del ambiente y comienza a sospechar hasta de su sombra. Busca al médico y le de órdenes concisas. Nada de café, nada de vino, nada de agua servida en jarras. La paranoia le lleva a creer que pueden llegar a ser envenenados, drogados o intoxicados. Cierra el campo de entrenamiento y no deja asomarse a nadie. La táctica está clara y los entrenamientos serán a puerta cerrada. No quiere saber nada del mundo. Ni del rival. Ni de los rumores.

Aislados en el búnker en que se convierte el hotel, los jugadores conviven ajenos al exterior. Ni siquiera son informados del sorteo que, esa misma mañana, ha efectuado la UEFA para configurar los grupos de clasifcación de cara a la siguiente Eurocopa. El destino es cruel y en el grupo volverán a enfrentarse España, Rumanía y Yugoslavia. Es la tercera vez consecutiva que ocurre. Parece una broma macabra. Posiblemente lo sea. El país ya sabe que tendrá que volver a derrotar a España una vez más. No les preocupa. Confían en ello. Bajo el manto de Tito, Yugoslavia no se muestra ante el exterior como la nación dividida que se romperá en mil añicos una década más tarde. La guerra de los Balcanes aún no existía y de existir, tendría lugar aquella misma tarde en el estadio del Estrella Roja. Mal lugar para la guerra y mal campo bélico para Kubala; el hombre que decían que ganaba batallas pero no era capaz de ganar una guerra. El Pequeño Maracaná era una caldera infernal de la que pocos rivales salían vivos con una victoria dibujada en el rostro.

La selección española llega al estadio con dos horas de antelación y los jugadores se quedan boquiabiertos al comprobar que las gradas ya están abarrotadas. Cien mil espectadores, enfervorecidos ante la misión a afrontar, jalean a su equipo al tiempo que intentan intimidar al rival. Entre la masa se encuentran varios miembros del ejército que se encargan de arengar a la multitud. No dejan a España acercarse a reconocer el césped. Apenas asoman los jugadores la cabeza, una lluvia de objetos les recibe y les hace pensárselo mejor. Toca regresar al túnel y esperar al calentamiento. Pero cuando vuelven a saltar, esta vez vestidos de corto, la situación no ha mejorado mucho.

No llueven objetos pero continúan los abucheos. Para colmo, gran parte del terreno está cubierto con una lona y los jugadores no pueden trotar con comodidad. Ante la queja, las excusas dicen que se trata de mantener cuidado el pasto. Los jugadores calientan de mala manera; alguna carrera, algún estiramiento y vuelta a la caseta.

Vestidos de corto y con las botas puestas bajo la equipación de gala, los futbolistas escuchan ladridos entre el jolgorio. Es un sonido cercano, temerario, casi aterrador. La policía se había apostado junto al túnel con sus perros más fieros sujetados por una larga correa. Los ladridos se acercan a la cara, los corazones laten, el miedo aparece. El árbitro, Mr. Burns, permanece impasible y apremia a los jugadores españoles quienes, al pisar el césped se cercioran de que la lona no estaba protegiendo nada que no fuese un patatal. Sin calentar, y sobre un arado, España se coloca en el campo en espera del rival mientras miles de kilómetros al oeste, millones de paisanos abandonan su puesto de trabajo para escaparse al bar más cercano. Suenan los himnos y allí están los once hombres que Kubala ha elegido para la gloria. Miguel Ángel, Marcelino, Pirri, Migueli, Camacho, Leal, San José, Asensi, Cardeñosa, Juanito y Rubén Cano.

De nuevo Rubén Cano. Y de nuevo el debate. Santillana es el descarte y verá el partido desde la grada. Y desde la grada llueven proyectiles que inundan la parte del campo en el que se sitúa la selección española. Papeles, latas, monedas, piedras e incluso clavos. Tampoco jugará Arconada y será Miguel Ángel quien tenga que aguantar la lluvia de objetos sobre su área. En Yugoslavia sorprende la alineación de Kustodic, un gigante de casi dos metros que condicionará el juego local y dará un dolor de cabeza a los defensas españoles. Kubala ha apostado por la veteranía de Pirri y Asensi para manejar la sala de máquinas. Valok ha hecho debutar a los hermanos Susic, dos niños terribles que se habían acostumbrado a poner en pie aquel mismo estadio domingo tras domingo.

Hablar hoy de Camacho y Migueli es hablar de dos instituciones. De dos hombres forjados en la inmensidad, de barbas ralas, melenas descuidadas y cejas pobladas, de pierna fuerte y frente partida, de sangre, sudor y lágrimas. Pero entonces eran dos jovenzuelos con más hambre que gloria y más sueños pendientes que misiones cumplidas. Pero eran dos tipos de fiar, dos soldados con los que cualquier entrenador quisiera ir a la guerra. Y la guerra comenzó en el primer segundo. Juanito recibió el balón y Boljat se lanzó a su tobillo con los tacos por delante. Falta y declaración de intenciones. Los primeros minutos no son buenos, el plan surte efecto y España se amedrenta; los jugadores son un manojo de nervios. Pero entre la oscuridad brilla la luz de Pirri, el único que se ha batido el cobre en cien batallas como aquella. El balón no quema en sus pies, sus codos son dos cuchillas, sus piernas son dos cañones. La consigna a seguir, por lo tanto, es clara: cazar a Pirri bajo libre recompensa. La hostilidad comienza a ser sangrante y Pirri es cazado en el minuto seis. Se levanta pero ya no es el mismo. Por si quedaba alguna duda, vuelve a ser volteado en el minuto once. Pirri está fuera de combate. Toca ganar el partido.

Pirri, quien terminará declarando que el partido ha sido una vergüenza, abandona el campo en el minuto quince y en su lugar entra el azulgrana Olmo. Las dudas se acrecentan; si durante años han sido los aficionados madridistas los que reclamaban, a modo simbólico, la necesidad de jugar siempre con once pirris, ahora son los aficionados españoles en general quienes declaman la presencia del capitán blanco. Olmo no es Pirri y la gente duda. "Han ido a por Pirri descaradamente", declarará el zaguero azulgrana al final del partido. Es un jugador oscuro, obediente, un buen soldado. En realidad es un tipo en el que se puede confiar. Pero la gente no confía.

Sin embargo Olmo se salió. Repasando su carrera, salpicada de algún éxito y otro sonoro fracaso, teniendo en cuenta el contexto, el escenario y la urgencia, quizá, aquel, fue el mejor partido de toda su carrera. Se emparejó con Migueli, con quien ya formaba una fiable dupla en el Barcelona, y se convirtió en el hombre escoba perfecto que barrió con todos los balones comprometidos para la zaga española. Migueli, que se las vio tiesas con el gigantón Kustodic, declararía que aquel había sido el triunfo más importante de su carrera. Aún le esperaban Copas, Recopas y una liga en el estertor de su carrera. Pero aquellos frutos caerían con los años. Migueli era un Tarzán criado en Ceuta, de bigote áspero y cuchillo entre los dientes. Un legionario perfecto para lidiar en aquel partido de alto voltaje. Pasan los minutos, continúa el juego duro y, para sorpresa de todos, España no se amilana.

España se serena, se acopla a las circunstancias y comienza a ejecutar su plan. Marcelino se pega a Safet Susic, Camacho ahoga a Popivoda y San José se encarga de anular a Surjak. Aquella era la papeleta más complicada. San José, que días antes había secado a Kempes en el Bernabéu, es convocado por vez primera por Kubala y, como regalo envenenado, le otorga la responsabilidad de anular a la estrella rival. Y San José cumple con creces, España se acula atrás, se siente cómoda y fía sus esperanzas a la llegada de un probable contragolpe. No es un plan perfecto pero al menos es un plan y el equipo no se siente incómodo con él. La confianza se acrecenta al comprobar las dudas que aparecen en la zaga yugoslava cada vez que el equipo sobrepasa el centro del campo.

Yugoslavia, entonces, y para impedir que España logre desperezarse, aumenta la agresividad y regresa a las entradas salvajes. Kubala, pegado a la banda por la que defiende Marcelino, lo tiene claro. "No te calientes". Todos conocían el carácter de Marcelino; un tipo racial, entrado en carnes y todo pasión. Carne contínua de tarjeta, foco de asperezas con las aficiones rivales. Al otro lado, Camacho parece otro; también es racial, también bulle en temperamento. Jugando sibilinamente con las palabras, un periódico había titulado "Marcelino Camacho" a un artículo publicado días antes. Se trataba de aprovechar el auge del Secretario General de Comisiones Obreras para comparar la lucha de clases con la lucha de los dos bravos laterales contra los extremos rivales. Marcelino aplaca su ánimo y Camacho cumple su papel a la perfección. Popivoda no aparece. Y aparece España por vez primera. Un balón suelto llega a Leal y el corajudo centrocampista atlético la pega con el alma. El balón va bien dirigido, pero un defensor lo despeja a córner. Los interiores, que se habían dedicado exclusivamente a defender, aparecen por vez primera en el área rival. El plan está siguiendo los preceptos establecidos.

Pero el valor para lanzarse al ataque no aparece. España busca empatar, le vale el empate y no quiere volverse loca. Los centrocampistas forman una línea a tres pasos de los zagueros, son ocho defensores y dos islotes, Juanito y Rubén Cano, que han de buscarse las castañas en soledad, como buenamente pueden. Asensi, que ha de cumplir con el papel de cerebro, se dedica a correr tras el balón, inasequible y atormentado por las piernas rivales, terminará reconociendo que se tuvo que contener para no soltar la pierna en más de una ocasión. La urgencia es para ellos y las ocasiones no aparecen. La batalla del centro del campo parece ganada. Muchas minas y pocas flores.

Y es entonces cuando Yugoslavia cambia el plan. Si no aparecen Surjak, Susic y Popivoda, habrá que buscar al gigante y que el gigante se las ingenie. España ya sabe el motivo por el que Kustodic ha entrado en el once titular. Los balones al área se suceden y Kustodic los encuentra todos; prolonga, aguanta, remata. Una pesadilla. España se ve embotellada y cede córners por doquier. En uno de ellos, al filo de la media hora, Kustodic se eleva por encima de Migueli y remata fuerte con la testa; Miguel Ángel hace la estatua, Kubala mira al suelo y aparece Olmo para poner su frente justo sobre la línea de gol. Un milagro. Pero la jugada sigue viva, hay un rechace y el balón, franco, cae en los pies de Susic. Le pega fuerte, ajustado, en posición ideal. El balón pega en el poste y acaba perdiéndose por la línea de fondo. Otro milagro.

La boca del lobo es negra, furibunda y llena de colmillos. Asusta. Yugoslavia roba, ataca, se crece. Cardeñosa impide un contragolpe y zancadillea a Muzinic. Las gradas rugen. Aquello es tarjeta roja. Cardeñosa ya tenía una tarjeta y asume que aquella falta le puede dejar fuera del partido. Pero Mr. Burns nos concede un favor, el único hasta el momento. Parece satisfecho con que España responda a la violencia y permite que Cardeñosa continúe jugando. La protesta es furibunda. Los ánimos se encienden. El alboroto se deshace y Yugoslavia saca la falta con premura. Kustodic recibe franco en el área y remata sin finura. Miguel Ángel ataca y busca con la mirada a un compañero desmarcado. No aparece nadie. Los problemas crecen.

El balón sale despedido desde atrás una y otra vez. España no sabe robar, solamente apagar fuegos. No hay foco de incendio pero hay preocupación. Yugoslavia se lo cree y deja un espacio donde aparece Rubén Cano. Con su estilo torpe, pero tan eficaz, consigue sentar a un rival, ve aparecer a Leal y le deja en situación inmejorable para marcar. Pero Leal no marca. El balón sale muy desviado y España vuelve a recularse atrás. Quedan pocos minutos para el descanso y no conviene recibir un gol en un tramo tan psicológico. Yugoslavia fuerza su décimo córner y el balón cae de nuevo a la cabeza de Kustodic. Un tormento. El remate es bueno pero flojo. Miguel Ángel vuelve a atrapar y vuelve a perder tiempo. Saca largo y Burns toca el silbato. Descanso. Respiro. Los ánimos se renuevan. Toca renovar oxígeno.

La Yugoslavia que aparece tras el descanso no es la misma. Juega menos y pega más. El cambio de plan no ha surtido el efecto esperado y aparece la ansiedad por encima del entusiasmo. Popivoda, quien una y otra vez choca contra Camacho, parece desesperado. "Camacho ha sido un gran secante", declarará después. La situación de Surjak, la estrella del equipo, no es mucho más halagüeña. "La defensa de España ha sido un búnker", dirá tras el partido. Y contra el búnker, como en la guerra, toca acoso y derribo. Yugoslavia, que durante sus gestas anteriores había demostrado que sabía jugar, y muy bien al fútbol, se olvidó de jugar y se metió de lleno en el barro. Tirones de pelo, capones, escupitajos y puntapiés. Y todo ello ante la mirada impasible de Kenneth Burns. Las protestas se suceden y Muzinic se crece para dejar su impronta de matón. Mantiene un duelo brutal con Cardeñosa y se reparten golpes por doquier, pero cuando no aparece el bético es capaz de pegarle a cualquiera. Y ni una tarjeta se lleva el angelito. Como para no crecerse.

Otro que se las ve tiesas con los defensores es Rubén Cano. No recibe balones pero sí bofetadas. No encuentra el desmarque pero sí encuentra el suelo en cada conato de contraataque. La situación se tensa y la desesperación aparece. Las patadas, todas, son de los yugoslavos. Y las tarjetas, todas, son para los españoles. No queda otra que levantar la mirada y luchar por el objetivo. Ya sabemos como es la épica; los epítetos, las hipérboles y toda la parafernalia. Al fin y al cabo no nos habían apodado "La Furia Roja" por alguna casualidad. Algo tendría que ver el carácter. Y el carácter, que dicho sea de paso, raramente aparecía, esta vez si apareció. El peligro terminó en el minuto sesenta. Juanito dejó sólo a Rubén Cano y el estadio enmudeció. El delantero atlético encaró al portero, burló la salida y no supo como orientar el disparo. Cuando todos cantaban el gol, Cano se trastabilló. La ocasión había acabado en el limbo pero todo el mundo supo que aquel partido ya no lo iba a perder España.

Vukotic tuvo el empate, pero su disparo se marchó fuera por poco. Era el preludio de la jugada que cambiaría la vida de dos hombres enfrentados, para siempre, con un mismo destino. El de la duda. Solo que entonces no dudaron, y si no lo hicieron es porque no tuvieron tiempo para pensar. Corría el minuto setenta y uno y España inició un contraataque. No fue un buen contraataque porque España lo gestionó mal. Asensi hubo de mirar hacia atrás y encontró a Juanito. Juanito intuyó un desmarque y encontró un hueco. Raseó el balón, muy profundo, casi imposible de alcanzar y Cardeñosa corrió con los ojos cerrados y el alma despierta. El centro fue improbable, desde la línea de fondo, arqueado, un poco pasado. Pero hubo remate. Un remate aún más imposible. Con la espinilla. También con el corazón.

Rubén Cano cruzó picado. El balón botó y entró junto al poste izquierdo. Katalinic, incrédulo, hace la estatua. El sueño se muere en un bando y nace de nuevo en el lado contrario. Rubén Cano corre alborozado, perseguido por Juanito y por todo un país. Había hecho falta el gol de un argentino para picar billete rumbo a Argentina. Paradoja de los tiempos; un fútbol de oriundos, de profesionales y desarraigados, de tipos que se vestían de mercenarios por un pedazo de pan. Algunos, muchos, cumplieron con creces y se convirtieron en ídolos. Otro incluso, fueron inmortalizados para siempre. Y Rubén Cano representó el mejor ejemplo.

El cañonero de San Rafael regresaría a su tierra. Allí ya vistió en alguna ocasión, casi pasajera, la camiseta albiceleste. Estuvo a punto de acudir al mundial de Alemania pero, a última hora, se había roto su sueño. Descartado y decepcionado viajó a España para enrolarse en el Elche. Dos temporadas y un puñado de goles después, Luis Aragonés le reclamó para vestir la camiseta del Atleti. La misión, hacer olvidar a Gárate, no era fácil. Nadie puede borrar las huellas de un ídolo. Pero Cano cumplió su papel e hizo goles. Algunos muy importantes, como aquel que le hizo al Madrid en su campo para convertir a su equipo en campeón de liga. Un año soñado aquel 1977. Gol en Chamartín. Gol en el Pequeño Maracaná. "Esto es lo máximo a lo que podría aspirar", declaró. Nadie puso oposición a sus palabras. Muchos hubiesen querido estar en su pellejo.

Había sido una jugada gestada por los futbolistas malditos. De Juanito, que había dado el pase inicial, se decía que era un genio intermitente. A Cardeñosa, que había dado el pase final, se le acusaba de ser un jugador sin sangre. A ambos se les pedía más y ninguno pudo haber dado menos. El número siete, castigado por las patadas, observó su número en el cartel de la banda. Dani esperaba para salir y él sería el sustituído. Pero no se pensaba marchar de allí sin desquitarse. Era un tipo especial, de los que gustaban dejar impronta. Una vez sobrepasada la línea de banda se dirige a la grada con un gesto reprochable. El pulgar, mirando hacia abajo a modo de César romano, les recuerda a los espectadores que están condenados a pagar penitencia. Que mucho insulto y mucha agresividad, pero el mundial lo verán por televisión.

El gesto es bien entendido pero mal asimilado. Algún espectador, ciego de rabia, lanza una botella de cristal contra el jugador. El impacto es brutal y la caída es fulminante. Juanito cae redondo entre cristales y el banquillo se levanta como un resorte para evitar males mayores. Aparece la camilla y los proyectiles siguen cayendo. La lluvia de objetos, incesante, acompaña al jugador hasta la linea de fondo, justo donde se encuentra la entrada a los vestuarios. De un plumazo, el Madrid había perdido a sus dos referencias morales de cara a los siguientes partidos. Un precio caro por una victoria necesaria. Abrumado por los acontecimientos, Juanito apareció de nuevo, cubierto por una venda, y llorando, para recibir a sus compañeros. El abrazo es sincero, el sentimiento está a flor de piel.

Quedan quince minutos y Yugoslavia necesita marcar tres goles. Ya nadie cree en la gesta y los balcánicos no piensan abandonar el campo sin dejar de cobrar su peaje. El juego duro se convierte en agresión y Migueli responde enardecido. Se monta un tumulto, los futbolistas se pegan y nadie hace nada por evitar la tangana. Mr. Burns se mantiene impávido, tranquilo, espectador de lujo de un combate de lucha. Desaparece el fútbol y aparece la histeria. Kustodic marca pero el árbitro lo anula. Los yugoslavos parecen querer comérselo, pero ninguno es expulsado. Ante la incredulidad de todos, Muzinic aparece ante los micrófonos y señala con el dedo a su culpable: "El árbitro ha clasificado a España". La decepción justifica la pataleta.

Tras el gol ya no hay partido. El público deja de ver fútbol pero tampoco lo reclama. El sueño se ha acabado pero el ánimo sigue encendido. Aparece el orgullo y Surjak lo intenta, pero se ha quedado solo. No hay misión. Hay desesperación. El árbitro se lleva el silbato a la boca y decreta el final del partido. Se acababa así una batalla infame, un fútbol subterráneo y una demostración bochornosa. Sin duda, uno de los partidos más violentos en la historia de la selección española. Al mismo tiempo, una de las victorias más recordadas.

El equipo, abucheado por la gente, no pudo celebrar la victoria sobre el terreno de juego. Aficionados y periodistas fueron agredidos. Tocaba escapar de allí lo más rápidamente posible. Valok sentenció tras el partido, "no ha sido fútbol, ha sido una guerra". Allí estaba el titular. "La batalla de Belgrado" tituló un diario. Así se consagró en el tiempo. Así lo rememoramos hoy.

El destino fue, como siempre, demasiado oportunista cuando se concibe a toro pasado. Kubala, quien había sido puesto en la picota, fue encumbrado a los altares. Valok, de quien decían había recuperado el espíritu de un país, fue condenado a los infiernos. Los entrenadores, como siempre, frente al cruel cadalso de los resultados.

Con cuatro goles marcados y seis puntos sumados, España regresaba a un mundial doce años más tarde. La confianza, realmente, seguía bajo mínimos, pero al menos se había cumplido el objetivo principal. Dos mil aficionados acudieron al aeropuerto de Barajas para recibir al equipo y veinticinco millones de pesetas, pagadas en primas, fue lo que le costó a la Federación aquel gol agónico de Rubén Cano. Un gol que se mantuvo, durante muchos años, en el imaginario principal del deporte español. No eran años de Eurocopas y Mundiales, de Xavis y de Iniestas, eran años de partidos bravos, intensos y violentos. Como el jugado en Belgrado. Años de partidos épicos en los que se disfrazaban los hechos con epítetos y se confrontaban las verdades con hipérboles. El comienzo de un edificio que se derrumbó en muchas ocasiones. Desde entonces, España se ha clasificado para todos los mundiales, pero a aquellos fracasos siguieron muchos más. El destino terminó señalando a Cardeñosa, a Arconada, a Eloy, a Míchel, a Julio Salinas, a Zubizarreta, a Joaquín, a Raúl. El camino fue largo y las piedras fueron muy afiladas. El gol de Torres y el gol de Iniesta hoy ocupan lugar de honor en nuestro ideario. Pero nadie olvida que durante décadas, cada vez que asomaba la desilusión, alguien desempolvaba una vieja crónica y rememoraba un gol de Rubén Cano, marcado con la espinilla una tarde de noviembre en el que todo un país se puso de acuerdo para hacernos la vida imposible.