lunes, 25 de abril de 2016

La oveja blanca

España, como sociedad, se ha vuelto tan susceptible, tan bizarra y tan enconada, que nos hemos acostumbrado a ver brillar a tipos opacos y a disfrutar, tan sólo desde el trasluz, a los tipos más brillantes. Es la consecuencia de ese pernicioso e inútil enfrentamiento de ideologías que ha terminado por colocarnos en dos bandos. En ese barullo mediático donde el conmigo o contra mí se ha convertido en lema a perseguir hasta en sueños, brilla con luz propia un tipo que hace del periodismo una oda y de su programa un espejo donde mirarse.

En el rebaño de ovejas negras en el que se ha convertido el periodismo mediático español, Jordi Évole es una oveja blanca que se niega a rebajarse al barro. Sus programas son una oda, no sólo a la actualidad, sino a todos aquellos temas espinosos que la gran mayoría hacen pasar de largo y él toma por los cuernos como un tipo valiente y sensato.

Durante una semana, cuando anunció su entrevista a Arnaldo Otegi, le estuvieron lloviendo palos desde todos los lados. Vista la entrevista, no es más que un excelente trabajo de periodismo en el que el entrevistador le pregunta al entrevistado todo lo que quiere saber. Cuando entrevistas a un tipo, por más malvado que sea, no quiere decir que estés a su lado por ello. Es absurdo pensar eso. Todos, incluso los más malvados, tienen algo interesante que decir. Porque en base a lo que ellos digan nosotros podemos hacer nuestras reflexiones. Analizar es obligatorio. Estar de acuerdo no. Yo difiero de Otegi de cabo a rabo, sin embargo, me encantó escucharle porque así pude reafirmar que estoy en las antípodas de sus pensamientos.

Necesitamos más ovejas blancas sin temor a entrevistar a Otegis que ovejas negras empeñadas en darse contra el muro de la irrealidad. En una época en la que los debates opacos han ocupado la parrilla televisiva, encontrar a Évole es como encontrar un oásis en pleno desierto. Periodismo. Esa es la palabra.

lunes, 11 de abril de 2016

El nivel de exigencia

A menudo me pregunto en qué nivel de exigencia se mueve cada uno. Yo, que camino por la vida con pies de plomo y la cabeza en continuo giro hacia atrás, he llegado a convertirme en un desconfiado de la voluntad ajena, empujado por decepciones y promesas incumplidas.

Soy un tipo feliz gracias a que la vida me ha otorgado un mínimo de las exigencias humanas. Tengo salud y una familia a la que adoro. Podría pedir más pero no soy demasiado exigente. Soy soñador y, aunque lo haya parecido por mis palabras, no soy nada conformista. Pero jamás me he planteado el perder la expectativa. Llego hasta donde puedo y, en muchos casos, hasta donde me dejan.

Todos estamos supeditados a algo. Algunos al dinero, otros a la salud, otros a la voluntad propia y otros pocos a la voluntad ajena. El problema de los que tenemos conciencia es que terminamos poniéndonos el listón demasiado alto. De eso se aprovechan, generalmente, aquellos que no pierden el paso y no escatiman el tiempo a la hora de pasarte por encima si en su camino se encuentran tus voluntades.

En mi vida laboral, sobre todo, me he enfrentado a un nivel de exigencia muy alto. He cumplido con creces y aún así sigo esperando una palabra de reconocimiento. A mi favor juega la conciencia, duermo tranquilo y eso es un tesoro. El problema es más de rabia ante lo injusto que de tristeza ante lo evidente. Hay que gente a la que se le exige la mitad y se le premia el doble. Hay gente que le basta con una palmadita en la espalda del jefe para situarse en lo alto de la pirámide. Podría haber sido uno de ellos, pero mi alergia al mamoneo me situa en el lugar de los pringados. En el lugar donde el nivel de exigencia es más alto. En lugar donde la conciencia juega un papel reparador para mis pensamientos.