Vivimos en una trepidante época de necesidad de reafirmación individual. Vemos la vida a través de los filtros y nos imaginamos siendo quienes nunca seremos solo con la intención de poder narrarlo al portador. Instagram, Tik Tok, Facebook, Twitter... todo cuenta a la hora de negociar un segundo de aplomo y un minuto de atención. Por ello, cada vez que nos juntamos, aunque seamos huéspedes de una sobremesa, solemos mirarnos el ombligo y citarnos cada dos por tres tratando de interrumpir siempre el discurso del compañero. Yo, yo, yo, yo, yo y cien veces yo.
Se ha convertido en corriente el recurrir a las experiencias propias para responder ante las experiencias ajenas. Pues cuando yo estuve en, cuando yo fui a, cuando yo comí allí. De ese modo, dejamos claro al interlocutor que vamos un paso por delante de él y que si él también reafirma su ego, entonces rebuscamos cualquier anécdota insignificante para pintarla de papel charol y hacer con ella un triunfo personal.
Es la época del yoísmo, aquella que nos presenta a los mejores trabajadores de su empresa, a los mejores padres en el parque, a los mejores educadores en casa y a los mejores consejeros a la hora de afrontar cualquier vicisitud. Para qué buscarse un amigo si ya te tienes a ti mismo. Bueno, para contarle todo lo que haces y lo bien que lo haces.