lunes, 11 de abril de 2016

El nivel de exigencia

A menudo me pregunto en qué nivel de exigencia se mueve cada uno. Yo, que camino por la vida con pies de plomo y la cabeza en continuo giro hacia atrás, he llegado a convertirme en un desconfiado de la voluntad ajena, empujado por decepciones y promesas incumplidas.

Soy un tipo feliz gracias a que la vida me ha otorgado un mínimo de las exigencias humanas. Tengo salud y una familia a la que adoro. Podría pedir más pero no soy demasiado exigente. Soy soñador y, aunque lo haya parecido por mis palabras, no soy nada conformista. Pero jamás me he planteado el perder la expectativa. Llego hasta donde puedo y, en muchos casos, hasta donde me dejan.

Todos estamos supeditados a algo. Algunos al dinero, otros a la salud, otros a la voluntad propia y otros pocos a la voluntad ajena. El problema de los que tenemos conciencia es que terminamos poniéndonos el listón demasiado alto. De eso se aprovechan, generalmente, aquellos que no pierden el paso y no escatiman el tiempo a la hora de pasarte por encima si en su camino se encuentran tus voluntades.

En mi vida laboral, sobre todo, me he enfrentado a un nivel de exigencia muy alto. He cumplido con creces y aún así sigo esperando una palabra de reconocimiento. A mi favor juega la conciencia, duermo tranquilo y eso es un tesoro. El problema es más de rabia ante lo injusto que de tristeza ante lo evidente. Hay que gente a la que se le exige la mitad y se le premia el doble. Hay gente que le basta con una palmadita en la espalda del jefe para situarse en lo alto de la pirámide. Podría haber sido uno de ellos, pero mi alergia al mamoneo me situa en el lugar de los pringados. En el lugar donde el nivel de exigencia es más alto. En lugar donde la conciencia juega un papel reparador para mis pensamientos.

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