Dicen que sólo existe una oportunidad para crear una buena primera impresión, el problema es elevar esa impresión a categoría de dogma. La primera vez que vi a Jose no me dio una impresión exageradamente positiva. Recuerdo que fuimos a casa de Alberto a echar nuestra dominical partida de rol y allí estaba él, serio como solía, seco en las respuesta y vehemente en sus argumentos. Menudo tío, pensé.
Menudo tío era, joder. Detrás de esa seriedad y esa vehemencia se escondía un tipo con un corazón tan grande como su querido Bernabéu. Y es que Jose defendía a los suyos, pero no te dejaba opinar sobre injusticias. Me refiero al fútbol, claro, porque él había sido árbitro y lo más común era verle arbitrar los partidos cuando los compartías con él en el televisor.
Siempre atento y cariñoso, te ofrecía un abrazo sincero y una sonrisa cómplice cada vez que le encontraba en compañía de mis padres, generalmente en el pueblo, a donde solía acudir con frecuencia para probar las mejores migas y las mejores berenjenas que se había comido en su vida. Le gustaba hablar de sus amigos Pepa y Pablo y mis padres sienten hoy un vacío que ya no sabrán ocupar con otro recurso que no sea el recuerdo, porque en su compañía han vivido muchos momentos y han generado muchas anécdotas.
El padre de Alberto, el marido de Choni, terminó siendo Jose, un tipo afable, socarrón y generoso. Se marchó antes de tiempo, pero siempre por la puerta grande como los tipos que saben estar en las mejores faenas. Quizá, aquella, no fue su mejor primera impresión, pero estoy seguro de que se fue sabiendo que nos ha dejado a todos una huella que nunca podremos borrar.