miércoles, 8 de abril de 2015

Correr

Uno de los libros más maravillosos que he tenido oportunidad de leer es la biografía del atelta Emil Zatopek. En el mismo, Jean Echenoz, desgrana en primera persona las sensaciones de un tipo que salió a correr un día para escapar de una revuelta y no cesó de hacerlo hasta colgarse cinco medallas de oro olímpicas. En el mismo se cuentan las sensaciones, se palpan los latidos y, sobre todo, se sienten como propias las satisfacciones de un tipo que simplemente se dedica a hacer bien su trabajo. Sin alardes, Zatopek se convirtió, por derecho propio, en una de las grandes estrellas de la historia del deporte sin que ello le reportase dos puñados de gloria en su Checoslovaquia natal.

Nunca podré saber la satisfacción del deber cumplido que pudo haber sentido Zatopek tras cada una de sus victorias. Yo nunca he sido atleta de élite. Ni siquiera he sido un atleta. Simplemente me he convertido en un mal aficionado a correr que hace poco disputó su primera carrera popular. Apenas pude sentir conatos de felicidad porque fui adelantado muchas más veces de las que yo adelanté, pero en cada uno de los adelantamientos sentí un fulgor adrenalítico que me invitaba a querer seguir compitiendo.

Sufro demasiado cuando salgo a correr. Mis piernas aún no asumen el esfuerzo y el aliento aún me sigue faltando cuando sobrepaso la frontera del kilómetro número cinco. Muchos días, mientras me fatigo, hablo conmigo mismo y me pregunto qué narices estoy haciendo sufriendo de manera inútil. Pero los esfuerzos se vieron recompensados el día que me tocó competir. No fue una competición seria porque hice un mal puesto y no tenía más intenciones que fuesen más allá de terminar la carrera, pero aquello fue un gusanillo agradable. El próximo día que salga a correr y discuta conmigo mismo, pensaré que si me preparo para una carrera, quizá, al cruzar la línea de meta, sienta que todos los esfuerzos han merecido la pena.

No hay comentarios: