miércoles, 4 de noviembre de 2020

El tío Julián

Son ya demasiadas las ocasiones en las que tengo que escribir un post para lamentar la pérdida de un

ser querido. Lo cierto es que la vida pasa tan deprisa que, cuando nos paramos a observar, nos damos cuenta de que nuestros mayores son cada vez más mayores y a nosotros mismos nos va atropellando el tren mientras intentamos llegar sanos y salvos a la siguiente estación. Lo cierto, también, es que al tío Julián aún le quedaban años de disfrute, que la vida, tan bonita en sus matices, es perra en sus caprichos y que nadie está preparado para afrontar la muerte de quien ha servido como ejemplo y guía espiritual.

Mi gran recuerdo de él tiene siempre el mismo escenario; el bar Rochano. Aquel lugar donde de pequeños buscábamos el afecto paternal y un refresco de naranja y, donde nos reuníamos cuando nos hicimos jóvenes inconscientes, y bebíamos más cerveza de la cuenta. Allí, mientras algún partido de fútbol refulgía en el televisor, se escuchaba la risa inconfundible de mi tío. Era imposible no reírse con él. Jamás he visto a nadie vacilar a los seguidores del Madrid como lo hacía él. Aquellos "Os podéis ir que ya no remonta", cada vez que perdían y el árbitro pitaba el final del partido o cuando repetían una ocasión fallada y decía "No, tranquilos que no va a entrar", se convirtieron en folclore popular para aquellos que deseábamos las derrotas blancas y encontrábamos en mi tío a nuestro mesías.

Pero no sólo de ver fútbol vivió mi tío. Hijo de una postguerra cruel y huérfano de padre a los ocho años, tuvo que aprender a ganarse la vida con los pies descalzos y los dientes ávidos de un trozo de pan. Aprendiz de carbonero y jornalero eventual, Madrid le dio la oportunidad que le negaba el pueblo y le enseñó un oficio. Durante años madrugó como el que más, puso un ladrillo tras otro y dejó su legado en las espaldas de un hijo que hoy puede mirarse al espejo orgulloso por ser quien es sabiendo lo que es gracias a quien lo es.

Su vida estuvo cargada de luces y oscurecida por sombras. Aquellos días en el río Bullaque, junto a otras siete u ocho familias, convirtiendo la compañía en su escenario habitual; inventándose canciones, contando chistes, poniendo motes, cazando cangrejos y friendo los pajaritos que cazábamos con la plomera. O cuando iba a trabajar con mi padre y me preguntaba si seguía llevando la L de novato pegada a la espalda. O esa risa inconfundible con un comentario suyo cada vez que te lo cruzabas. Pero también sufrió, y lo hizo porque tuvo como compañera a una mujer que no supo apreciar su valía y que hizo todo lo posible por alejarle de su familia. Fueron muchos los años en los que mi tío fue un comentario en casa a la hora de comer en lugar de una certeza o un abrazo real. Aquellos días en los que sabías que mostraba energía por fuera pero que debía llevar una procesión por dentro. Y fueron aquellas procesiones las que fueron acabando con su persona. Una vez le vi y ya no parecía él, a la siguiente ya ni siquiera reía y la última vez llegó incluso a comentar que prefería estar muerto. El dolor, la pena y la desgracia terminaron llevándoselo por delante y como todos sabemos que sólo muere quien se olvida, no hace falta más que recordar aquella risa alta y contagiosa para saber que el tío Julián va vivir durante toda la vida dentro de nosotros.

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