A los chicos de nuestra generación nos hubiesen querido contagiar el
ébola y, probablemente, lo hubiésemos permitido. Otra cosa es que el
virus hubiese sido capaz de hacer estragos en nuestros cuerpos
acostumbrados a lo más inverosímil.
Uno de los dulces de moda era un palo de madera. Así como suena. Un trozo de rama que, al chupar, tenía un ligero sabor dulce e incrementaba la saliva hasta convertirla en una masa amarillenta. Con las dos pesetas que nos sobraban de comprar un chicle, a menudo adquiríamos un paloduz y nos podíamos pasar toda la tarde chupando y chupando. Hasta que, hartos del sabor a madera dulzona, terminábamos tirando el palo a la papelera, siempre a medias de terminar.
Uno de los dulces de moda era un palo de madera. Así como suena. Un trozo de rama que, al chupar, tenía un ligero sabor dulce e incrementaba la saliva hasta convertirla en una masa amarillenta. Con las dos pesetas que nos sobraban de comprar un chicle, a menudo adquiríamos un paloduz y nos podíamos pasar toda la tarde chupando y chupando. Hasta que, hartos del sabor a madera dulzona, terminábamos tirando el palo a la papelera, siempre a medias de terminar.
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