jueves, 11 de junio de 2020

Desde dentro

Sagrario trabaja en una residencia. Durante años ha ejercido su labor con la mayor dedicación y profesionalidad posible. Ella es una buena persona y ese es un requisito más que imprescindible para poder ejercer labores que impliquen tratos con terceros. Tiene buen humor y en su ideario prima el compañerismo, por eso siempre ha estado bien valorada pese a que nadie haya hecho por ella, ni por nadie, más de lo que merecía.

Los salarios, en los centro privados, son ínfimos y la carga de trabajo es abusiva. Lo peor, aún con todo, es la responsabilidad adquirida. Ella trabaja en el turno de noche lo que le obliga a vigilar, controlar y trabajar una planta por noche con sesenta ancianos por planta que tienen sus necesidades, necesitan sus cambios, sus lavados, sus atenciones y sus dosis de medicina. Cada mañana, ella llega agotada a casa y se levanta con una sonrisa pese a que los ruidos del invierno y el calor del verano la impiden descansar como ella quisiera.

Cuando se empezaron a confirmar los primeros casos de coronavirus en España me lo comentó en forma de lamento. "Nosotros no estamos preparados para esto". Y me lo dijo no como un pronóstico personal, ya que ella puede con lo que le echen, sino como una profecía general de lo que le esperaba a la residencia. En global hablaba de todas las residencias.

No había mascarillas, no había guantes suficientes, no había batas, no había pantallas de protección y no había gorros. Las primeras semanas tuvieron que improvisarse unos mandiles hechos con bolsas de basura, mi mujer cortó los plásticos de portada y contraportada de dos trabajos antiguos del colegio e improvisó unas pantallas con pegando tela y velcro, otra compañera cosió mascarillas y otra consiguió guantes del hospital donde doblaba turnos.

Cuando llegaron las primeras fiebres, el centro redactó una nota negando que allí hubiese llegado el coronavirus. Tres días después de la primera fiebre murió un residente y a la semana ya habían fallecido quince. Más de veinte trabajadoras terminaron en casa infectadas. El contacto con los enfermos era contínuo y ellas mismas lo podían contagiar, pero como la enfermedad se incuba sin síntomas y allí no había medios, la bomba de racimo explotó planta por planta. Tomaban la temperatura a una persona que estaba bien de la cabeza, preguntaba si tenía la enfermedad de la tele y decía que no quería morirse. A los cuatro días había fallecido. Aquello no era ir a trabajar, era ir a la guerra.

Cuando la empresa no tuvo más remedio que reconocer que el virus había llegado a la residencia ya era demasiado tarde. Los suministros escaseaban y la enfermedad se había propagado como un rumor mal contado. Los cadáveres se acumulaban en el túmulo porque las funerarias no daban a basto, los ancianos tosían en la cara de sus cuidadoras y otros se ahogaban sin ni siquiera fuerza para poder protestar. Cuando llamaban al hospital o al 112, les daban a entender que en aquella emergencia no había sitio para los ancianos. Así que morían solos, sin más cuidados que los de un auxiliar que sólo podía prestar su mano, un termómetro y un paño de agua fría, y olvidados por la sociedad.

No había visto a mi mujer llorar tanto en la vida. Lloraba cada mañana, después de quitarse la ropa en el descansillo, meterla inmediatamente en la lavadora, ducharse y ponerse un pijama limpio. Después de caer derrotada en la cama y mientras se dormía vencida por el cansancio. Lloraba de rabia, de impotencia, de frustración, de pena. Porque moría gente a la que ella cuidaba, gente a la que llevaba viendo años, gente a la que tenía mucho cariño. Y morían sin que pudiesen hacer nada, sin que una ambulancia viniese a por ellos para darles una oportunidad, sin que sus familiares pudiese despedirles y mucho menos darles un entierro con un mínimo de honor. Murieron con mucho miedo, sin asistencia y sin dignidad. Les dejaron morir sin un ápice de compasión porque el sistema estaba saturado y porque el drama se multiplicaba en cientos de centros iguales a aquel.

A mediados de abril llegó un pedido de material donado por los trabajadores de Metro de Madrid después de una campaña de captación y que pudo gestionar Sagrario gracias a que un conocido era uno de los precursores de la campaña. Al menos pudieron conseguir pantallas y mascarillas. Más tarde, la empresa consiguió batas y gafas protectoras y más tarde fueron buzos. De esta manera, cada noche de trabajo eran noches con dos mascarillas, el uniforme, una bata, un buzo, unas gafas protectoras y dos pares de guantes. Noche tras noche. Noches de lágrimas, sudor y sangre contenida en la comisura de los labios después de tener que apretar los dientes y cerrar los puños.

Hasta hace unos días, a primeros de junio, la empresa no hizo los test del COVID a residentes y trabajadores. Después de que media plantilla hubiese estado de baja y más de cincuenta ancianos hubiesen fallecido, quisieron celebrar que no hubiera salido ningún caso positivo. Pero ya no había nada que celebrar. No hay nada que olvidar porque olvidar es volver a caer en el error. Porque el error y la negación implicó muerte e implicó destrucción moral para personas que solamente querían cumplir con su trabajo y tuvieron que ver como su trabajo podían con ellas.

Desde fuera todos lo hemos visto muy fácil. Se trataba de sentarnos a esperar, poner a Fernando Simón en la tele dando el parte diario y salir a aplaudir cada tarde para hacer creer a lo sanitarios que estábamos con ellos. Desde dentro todo eran llantos para desayunar, silencios para merendar y miedo para cenar. Eso acaba con cualquier persona. Y ahora que parece que el virus nos quiere dar una tregua nos lanzamos a la calle como si no hubiese pasado nada, como si los muertos fuesen sólo una estadística y como si los sanitarios a los que aplaudíamos hubiesen dejado de ser héroes para ser un grupo de trabajadores más que solamente cumplían con su deber.

No hay comentarios: