jueves, 18 de octubre de 2018

Comer y dormir

Decía un antiguo compañero de trabajo, en una de sus típicas frases soeces, que los placeres de la vida eran cinco: cagar, follar, mear, comer y dormir, y todos por este orden. Sin detenerme a analizarme escatológicamente y considerando que mi vida sexual interesa poco, voy a centrarme en esos dos placeres que nos conducen a la gula y a la pereza, dos de los pecados capitales por los que dice la Iglesia, Dios sería capaz de catapultarte hasta el infierno.

Una vez escuché a alguien en la televisión decir que no se fía de la gente que no disfruta con la comida. Comer es un placer sublime, una sensación de deseo tan primitiva que nos conduce a la desesperanza. En general, como nos vamos acondicionando como tipos cualitativamente exquisitos, vamos escudriñando momentos hasta que encontramos la calidad, pero más de una nos mostramos tan insaciables que sólo nos conformamos con la cantidad. Saborear, masticar, engullir. Y así una y otra vez, día tras día. Picar, comer, volver a picar. Y es que el puto gusanillo nos incordia tanto que nos convierte en esclavos de nuestras propias pretensiones.

Lo de dormir es otra historia. Generalmente somos capaces de aguantar el sueño si estamos entretenidos en algo que nos divierte o nos interesa. El tema surge cada mañana cuando suena el despertador. Durante mis vacaciones o días libres suelo levantarme más o menos temprano porque me gusta aprovechar el día. Entonces, si en los días laborables me acuesto más o menos pronto ¿Por qué me molesta tanto el sonido del despertador a las seis y media de la mañana? Todos luchamos contra nosotros mismos por esa porción de tiempo extra llamada cinco minutos más, todos pagaríamos parte de nuestro sueldo, en ese momento, por poder quedarnos en la cama. Dormir hasta hartarse es un placer. Un placer supremo. Lo ideal sería que, como en vacaciones o días libres, la hartura la pudiésemos marcar nosotros.

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