lunes, 11 de febrero de 2019

Bajo sospecha

Se corría la penúltima vuelta y el portugués Carlos Lopes aceleró la marcha. Atrás quedaron un puñado de buenos corredores y tras él, manteniendo el aliento en el cogote, dos hombres; uno, Brendan Foster, británico y elegante, otro, Lasse Viren, finlandés y arrebatador. La historia terminó en una vuelta olímpica con los pies descalzos y una atronadora ovación. Pero había empezado mucho antes, en el campeonato nacional de atletismo de categoría junior celebrado en Inkeroinen en el verano de 1969.
Finlandia era cuna de dioses de las carreras de fondo; Paavo Nurmi, Ville Ritola y Hannes Kolehmainen habían regado el honor patrio con sudor y lágrimas. A ellos se iba a sumar un flacucho sureño que corría con el pecho erguido y la cabeza tintineante. Ganó el campeonato junior, batió el record del mundo y jamás volvería a pasar inadvertido por las calles de Helsinki.
La historia de Lasse Viren es la de un fondista bestial perseguido, durante toda su carrera, por la sombra de la duda. Su primera aparición en la élite se produjo en 1971, dos años después de pulverizar el record mundial junior y después de una minuciosa preparación. Quedó en el séptimo lugar en los europeos celebrados en Helsinki y dejó atisbar una fuerza que poco más tarde sería arrebatadora. Tenía veintidós años, se confinó en los bosques del norte y se prometió no volver a perder una carrera en la élite.
Se presentó en los Juegos Olímpicos de Munich como un aspirante al trono y salió de allí con trono, corona y vítores de leyenda. Su carrera en los cinco mil metros fue impecable; ganó y batió el record del mundo. Pero lo mejor estaba aún por llegar. En la duodécima vuelta de los diez mil metros lisos, presa del nerviosismo e intentando encontrar una mejor posición en el grupo, tropieza con Mohamed Gammoudi y ambos caen al suelo ante el asombro general. El grupo se escapa y ellos permanecen en el suelo, lamiéndose las heridas físicas y morales. El tunecino permance sobre el tartán, tocado y hundido, pero Viren es más fuerte y sabe que no ha estado todo un año entrenando para terminar rodando por el suelo. Un par de vueltas más adelante echa mano al grupo y poco a poco va ganando posiciones, termina colocándose en cabeza, aprieta los dientes, esprinta y termina ganando por aplastamiento. Medalla de oro y record del mundo. Hubiese habido un nuevo gran héroe en el olimpo si a un tal Mark Spitz no le hubiese dado por coleccionar medallas de oro.
Pero Viren ya es dueño de su propio destino. Pocos meses después, y aprovechando su incontestable pico de forma, bate el record mundial de los cinco mil metros ante el clamor de sus paisanos. Había nacido una leyenda, pero la leyenda prefirió la sombra para asomar, sólo muy de vez en cuando, la cabeza hacia la luz.
 
Pasa el año 1973 y nadie sabe qué ha sido de Lasse Viren. Llega 1974 y deja una discreta participación en los campeonatos de Europa. Todos comienzan a hablar de él en pasado y la sensación de que ha sido un héroe efímero se agranda tras un 1975 en el que pasa absolutamente inadvertido. Pero mientras otros hablan, él actúa. Mientras otros corren, él entrena. Arropado por la Federación Finlandesa de Atletismo, Viren se entrena en secreto en Colombia y en Kenya. Algunos dicen que lo hace para aumentar su capacidad de resistencia, pero los más suspicaces comienzas a hablar de doping de sangre. Algunas veladas acusaciones dicen que extrae su sangre oxigenada en altura para volvérsela a inyectar horas antes de la competición. La práctica, aunque moralmente desechable, no está prohibida por ningún comité deportivo por lo que, hiciese lo que hiciese, Viren está seguro de correr amparado bajo un manto de legalidad.

Pero el silencio es absoluto y en él se ocultan Viren y sus entrenadores para preparar la cita olímpica de Montreal. La primera piedra de toque son los diez mil metros. Carlos Lopes ataca a falta de dos vueltas, le siguen Viren y Foster, el británico queda rezagado y el finlandés aguanta el pulso, suena la campana, última vuelta, Viren sobrepasa a Lopes, esprinta, es un animal desbocado, un huracán incontenible, levanta los brazos y el público aplaude estupefacto ¿Dónde estuviste durante los cuatro últimos años? Parecen quererle preguntar. Pero Lasse Viren sigue callando. Con aquella sonrisa enigmática que vestía su rostro en cada ceremonia de entrega de medallas, vuelve a presentarse en la línea de salida para participar en los cinco mil metros lisos. La historia se repite, ritmo frenético, esprint final y victoria. Ahora no quedan dudas, solamente nombres y un olimpo. Los periodistas desenfundan sus plumas y escriben: Paavo Nurmi, Emil Zatopek, Lasse Viren. No hay más héroes.

El campeón mira al cielo, guiña un ojo y se sienta sobre la pista. Resopla, se descalza y, con una zapatilla en cada mano vuelve a ponerse en pie para dar una vuelta olímpica, los brazos en alto, la marca deportiva que le calza, más alta aún. Aquel sacrilegio, en la época del amateurismo, es visto como un delito para el COI quien impone una dura sanción a Viren y le advierte sobre posibles consecuencias en el caso de que se le vuelva a ocurrir algo parecido. Viren sigue callando y sigue celebrando. Su doblete ya es historia; nadie, ni Nurmi, ni Zatopek, ni tantos otros dioses de carne y hueso habían conseguido repetir el cinco mil y el diez mil en dos juegos olímpicos diferentes. Él es el único.
Y tan único se siente que busca el milagro en forma de locura. Criado con cuentos de campeones junto a la chimenea de su casa de Myrskyla, intenta cobrar lo imposible imitando la hazaña de Zatopek en el cincuenta y dos. Dieciocho horas después de vencer en el cinco mil se presenta en la línea de salida del maratón. Quería ganarlo y ser inmortal. Queda quinto, pero sigue siendo inmortal. Ve de lejos la ceremonia de entrega de medallas y piensa que él debió estar ahí, sin recapacitar en la gesta que, con un simple quinto puesto, había protagonizado.

Tan único se siente que vuelve a refugiarse en la oscuridad. Aparece en el europeo de 1978 aparentemente más pesado, visiblemente más lento y vuelve a caer derrotado. Aquello supone un caso único en la historia del deporte; un campeón olímpico al que no le motivan el resto de medallas. Intratable bajo el pebetero, mundano lejos de él. Y, por encima de todo, una celebridad imponente en Finlandia quien, tras cada victoria olímpica le recibe en multitud como si se tratara de un jefe de estado.

Pero más allá de las fronteras finesas, el campeón sigue siendo observado con lupa. Los desconfiados no pueden creerse victorias tan apabullantes seguidas de derrotas tan calamitosas como la que sufrió en su país ante Foster semanas después de los Juegos Olímpicos de Montreal. Gana primero, pierde después y, como por arte de magia, vuelva a desaparecer de la escena. Los dedos acusadores le señalan y él se fotografía con la pierna vendada después de haber sufrido una operación. Las lesiones le sirven como excusa pero las presiones son cada vez más fuertes; otros atletas finlandeses, como Maanika y Allaleppilampi, son sancionados por doping, pero no existen pruebas contra Viren. Las autotransfusiones están permitidas y más allá de la ley solamente encuentran silencio y una colección de medallas de oro.

Las victorias sacian su ego. Disminuye el ímpetu, disminuye el entrenamiento y, acuciado por las presiones externas, abandona las concentraciones en altura. El resultado es catastrófico; en los Juegos Olímpicos de Moscú 80, se presenta un corredor fuera de forma, un veterano de mil batallas que, con tan solo treinta y un años, tiene la palabra "basta" escrita en la frente. Sufre lo indecible para acceder a la final de los diez mil y en la misma, tras un arreón de orgullo, consigue terminar en el quinto lugar. Un buen puesto para un buen corredor, un mal puesto para un campeón. Tras contemplar a Myrus Yfter con la medalla de oro desde la lejanía, comprende que la élite ha quedado lejos y que regresar es imposible. Tras los Juegos Olímpicos se apunta a un par de maratones y decide retirarse tras correr el cross de Gareshead en Gran Bretaña. Demasiado viejo para el deporte, demasiado joven para vivir.

Se construye una casa sobre un terreno donado por el estado finlandés y recopila imágenes de una vida sobre las pistas de atletismo. En las portadas, su sonrisa ilumina el mundo, en cada pie de foto, su nombre junto al de Paavo Nurmi. Él es el nuevo "finlandés volador". Intenta vivir alejado del ruido pero las suspicacias le siguen persiguiendo; le siguen acusando de tramposo y él sigue guardando silencio. Pero llega un día en el que el polvorín finlandés termina volando por los aires; Martí Vainio, medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, termina confesándolo todo. "Debéis estar entre los mejores", les dijeron. "Para conseguirlo, tomad todo lo que necesitéis". La vista se vuelve hacia atrás y el pasado riega las sospechas. Si Vainio lo hizo ¿Por qué no lo pudo haber hecho Viren? Suena el teléfono de casa y una editorial alemana le ofrece una jubilación prematura en forma de cheque en blanco. "Si lo cuentas todo será un Best Seller". "Sólo tengo una cosa que contar". Silencio. "El secreto de mi éxito". Más silencio. "Todo fue gracias a mis entrenamientos en el bosque". Silencio total.

Las sospechas terminaron por apagar el mito y Viren sigue viviendo en paz, en su casita de campo y con todas sus medallas colgadas en la pared del salón. Pero ya nadie habla de él cuando mencionan a los grandes héroes del olimpo; hablan de Nurmi, de Owens, de Zatopek, de Fosbury, de Lewis, de Gebresselasie, de Bolt, pero no de Viren. Un campeón bajo sospecha, un hombre tranquilo que arrasaba en las últimas vueltas, un atleta que consiguió un hito aún pendiente de igualar. El finlandes volador que se concentraba en altura para, después, "beber" de su propia sangre. Lícito o no, los números quedan y los recuerdos nunca se apagan.

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