miércoles, 27 de febrero de 2019

Con mi papá de la mano

Recuerdo la primera vez que mi padre me llevó al fútbol. Yo tenía nueve años y el Atleti se enfrentaba al Valencia en el Calderón. Nos ganaron dos a tres y nos anularon un gol que hubiese valido el empate. Fue un día de emociones e ilusiones. Terminó mal, pero me enamoré tanto de aquel ambiente que quise seguir repitiendo durante el resto de mi vida.

Diversas circunstancias, generalmente económicas, me han impedido cumplir mi sueño de ser socio del Atleti durante al menos una temporada. Tampoco se me cae el mundo por ello, claro está, pero esa manera de palpitar el corazón cuando el campo hierve y todos vamos unidos en comunión es una sensación única que sólo se siente desde la pasión. El fútbol me mata, lo reconozco. O, al menos, me hiere.

Espero que mis hijos no sean tan sentimentalmente afectables como yo o, de lo contrario, lo van a pasar mal, pero de la misma manera que lo hizo mi padre conmigo, me gusta llevar a mis hijos al fútbol y comprobar, en sus ojos, como el hilo de ilusión invade su mirada y relativiza su respiración. A lo largo de mi vida, habré ido a ver al Atleti al estadio medio centenar de veces, pero en ninguna de ellas he disfrutado tanto como en las últimas; previa de la mano, fotografías inmortales en las inmediaciones, nervios al ocupar el asiento y esos abrazos de gol que, mezclados con amor, saben a la mejor de las sensaciones.

Quizá no quieran ser del Atleti. A lo mejor el fútbol termina por no colarse en la rendija que da acceso a sus venas. Es posible que pase el tiempo y lo recuerden como algo anecdótico. Pero para mí, un domingo de fútbol en familia es una manera de estrechar lazos entre la realidad y la memoria. En algún rincón de nuestras cabezas pervivirán siempre estos momentos como pervive en mi rincón aquel partido perdido contra el Valencia en 1985.

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